(Español) Lorenzo Silva: “La Marca del Meridiano”

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Lorenzo Silva: «La Marca del Meridiano». Planeta. Barcelona. 2012. 399pgs.

     Después de un correo electrónico que me llegó hace un par de meses, venía siguiéndole la pista al último libro de Lorenzo Silva. Otra aventura de Vila y Chamorro. Me lo apunté para comprármelo en la primera oportunidad. Y mira por donde, cuando llego a Madrid, me entero de que acaba de ganar el Premio Planeta.

     Le pregunto al dependiente de la «Casa del Libro» en Gran Vía, mientras hojeo un ejemplar: «¿Y esto del Planeta?» Sonríe como diciéndome que él tampoco lo entiende. «¿No hay edición de bolso?» –pregunto.  «Es muy reciente, tendría que esperar. O comprarlo en edición digital». «No, a mí me gusta tener el libro en las manos, como decía Borges, rodearme de ellos….». «!Y olerlos!» completa el joven; y entiendo que ha leído al argentino.

     La sorpresa del Planeta 2012, por tratarse de otro capítulo de una serie conocida no le quita mérito al libro. Ni gusto por leerlo. Yo que lo diga, que me he leído todos los episodios de los beneméritos Vila  y Chamorro. La Marca del Meridiano, tiene todos los predicados de los anteriores –suspense, acción, ingenio, sorpresas- pero se nota que los personajes van, cada vez más, cuajando en sus modos de ser. Sobre todo Vila que  asume un protagonismo también psicológico y afectivo; más no se puede decir, hay que leer el libro.

     La ironía del Brigada Bevilacqua es denominación de origen. A mucha honra, por cierto. «Sé que resulta un poco patológico, pero me complacía que mi vástago hubiera heredado mi ironía. Después de mucho pensarlo, creo que la ironía es, del reducido paquete de mis cualidades, la que de manera más decisiva me ha ayudado a sobrevivir en un mundo que, bien a la vista está, carece sistemáticamente de sentido de humor. Y no me parecía que el que iba a tocarle a él anduviera mejor surtido».

     Ironía que intenta –sin conseguirlo, porque no quiere hacerlo- disimular otra marca registrada de su carácter. Que le gusta hacer las cosas como Dios manda, y echarle bríos. Espolvorea con humor su actitud, para que no pensemos que se atreve a ser héroe, pero ya se ve que le gusta. A Vila y, quizá, a Lorenzo Silva. No consigo evitar transcribir integralmente este divertido –y al mismo tiempo profundo, pues hace pensar- párrafo del Brigada. «Cuando alguien se enteraba de que tenía como despertador el himno de la Legión, me miraba como si estuviera tronado. Incluso alguno de los nuestros que provenía de ella. Pero para mí era de una coherencia aplastante. ¿Qué otra cosa es in investigador de homicidios, sino una especie de novio de la muerte? Y, por otra parte ¿qué mejor motivo tiene uno para levantarse, muchas mañanas, que la obligación de salir a luchar, aunque la batalla esté perdida? En su grandilocuencia pasada de moda, aquel himno acertaba a invocar el sentido que a menudo tiene la existencia, y que no es otro que el orgullo de no dejarse arrugar, la vergüenza de quedarse atrás mientras los que tienes alrededor avanzan contra el fuego. Cuando oía a los hombres del coro soldadesco cantando su feroz estribillo (legionarios a luchar, legionarios a morir), era esa vergüenza, la de ser más flojo que ellos, la de no estar dispuesto a darlo todo, como ellos, desde el anonimato y sin esperar a cambio reconocimiento de nadie, lo que me empujaba a dejar de remolonear en la cama y a salir a partirme el pecho con la vida».

     Y aunque se esquiva de transmitir una imagen de hombre con principios, y resalta sus defectos, se le escapan afirmaciones que revelan el temple interior. «Nunca me han gustado los locales nocturnos. Ni en la edad en que se suponía que debían gustarme, ni después cuando empecé a sentir que perder mi tiempo bajo el estruendo de música seleccionada por gente con la que no tenía nada en común, en lugares lleno de humo de tabaco y mal iluminados para ocultar la mugre, era algo incompatible con mi condición de ser maduro y pensante. Que el oficio me haya llevado con alguna frecuencia a ellos, porque es al amparo de esa mugre y ese ruido y ese humo donde muchas veces se cuecen los asuntos que el contribuyente me paga por fiscalizar, no me ha hecho más partidario de su estética, comúnmente pobre, y su ética, a menudo dudosa».

     La prosa de Silva fluye con facilidad, se lee de un tirón, tiene sabor, entretiene. Se nota que tiene muy pensados los personajes, muy gestados. Y aunque el argumento policiaco es lo que atrae, no escapan al lector atento otros recados que no tienen desperdicio. Este, por ejemplo, sobre el cumplimiento del deber –otra de las características de un Vila veterano y filósofo: «Y aun así me aferraría al arma, que era mi deber y la necesidad de cumplirlo a todo trance, y contra todos, empezando por mí mismo. El hombre y la mujer posmodernos tienden a olvidarse de esa herramienta fundamental de supervivencia. Por eso se ve a tantos de ellos llorando en las cunetas, desbaratados a la primera adversidad». Aunque el ritmo de la novela no suele dejar tiempo para pensar –está claro que esto  no es Dostoievski-  si uno se anota la página de estos párrafos y vuelve sobre ellos al final, el tema rinde. Es lo que hago yo, tanto cuando leo a Silva como a los rusos.

     Vuelvo a mi sorpresa por el Planeta, cuando entro en el último tramo del libro. Constato la admiración que Vila –y también Silva, no cabe duda- devotan al Duque de humada, fundador de la Guardia Civil, de quien toma la alternativa, cuando afirma sin contemplaciones: «Nosotros no nos podemos corromper, porque si nos corrompemos nosotros el barco se va a pique. No importa tanto que robe un ministro, o un presidente de comunidad autónoma, o gente así. Esa gente no es la que hace funcionar el mundo, por dañina y repugnante que resulte su conducta. En parte está descontado que alguno trincará, y el dinero que se llevan no pasa de ser una gota en el océano del presupuesto. (..) Pero si nos pringamos nosotros, el daño es concreto, tangible, y da allí donde más duele: echamos abajo la confianza de la gente, le abrimos camino al que no debe tenerlo, perjudicamos al que hemos de proteger, y la partida se convierte en una bufonada triste y miserable»

     Me apunto que tendré que buscar una película que vi cuando era chico, que trataba de este asunto. «El Primer Cuartel», creo que se llamaba. Buenos recuerdos de la infancia. Fue un Domingo, en un cine de la calle Lista. Mi padre había sacado las entradas con antelación. Numeradas claro, cine de estreno. Y mientras remuevo estos recuerdos, noto que, como Vila, nos vamos haciendo mayores, y volviéndonos románticos, lloramos con facilidad. Sin que nadie nos vea, claro. «Fatídicamente acabó sonando aquella canción. Y entonces lo recordé todo. Y agradecí que una vez más la oscuridad de la noche sirviera para ocultar mis lágrimas de viejo caimán».

     Cierro el libro y me pregunto otra vez por qué el Premio Planeta. Quizá por los tiempos que corren, tan carentes de la ética al modo del Duque de Ahumada: «El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente consérvalo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás». La ética que nos falta, y nos duele porque no la tenemos, como el dolor del miembro fantasma del que habla Ortega. Y por esa otra ausencia, versión romántica del viejo caballero andante, que llora en la oscuridad. En fin, conjeturas y añoranzas. Pero que sirven. Como dice Vila: «Perdonad el rollo. Descontad mis chocheos y quedaros con la sustancia».

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