José Luis Olaizola: “A la conquista de los apaches”

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José Luis Olaizola: “A la conquista de los apaches”. Libroslibres. Madrid. 204 pgs.

Olaizola escribe al gusto de la época, es decir, como si fuera un cronista del momento que relata, consiguiendo de ese modo que lo que cuenta -siempre interesante- se haga más verosímil, tenga ecos de narrativa histórica. Por eso el escritor ser encarna en el hijo de Pero Hernandez que fue, a su vez, compañero de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en su epopeya americana. Pero Hernandez, nacido en una pequeña villa de la Extremadura, “estaba condenado como todos los de su suerte a labrar unas tierras, que dan más penas que algarrobos” pero consiguió sumarse a una de las expediciones del protagonista.

Describe la vida dura de los conquistadores y la disciplina que imponían a sus soldados: “si algún marinero o soldado metía mano, a escondidas, en el avituallamiento, la pena podía ser de azotes y a uno de ellos, reincidente en más de una ocasión, llegaron a amputarle la mano ladrona. Determinación esta que mucho le costó tomar a don Alvar, pues en medio de tribus de indios hostiles, precisaba que sus hombres estuvieran bien enteros para combatir, y no faltos de una de sus extremidades, pero no lo quedó más remedio para que sirviera de escarmiento y otros no tentaran de hacer lo mismo”. Medidas que pueden parecernos exageradas, pero era el recurso necesario para impedir que un ejército al servicio de un imperio, se transformase en una horda de mercenarios y saqueadores.  Porque “D. Alvar nunca dejó de considerarse vicario de Sus Majestades, a las que debería de dar cuenta de la encomienda que recibieron cuando salieron de España”.

Recordé leyendo esto, lo que Madariaga relata de Hernán Cortés en aquella biografía formidable, cuando manda ejecutar a uno de sus soldados por haber abusado de una india, siendo que hombres no le sobraban: tenía 450 y 16 caballos para enfrentar a millares de Aztecas. Ya se ve que era un asunto donde no había transigencia posible. Por tanto, disciplina y método con todos, sin distinguir rango o condición. Estaban en el nuevo mundo para conquistar tierras para la corona y para evangelizar a sus gentes. Cada uno a lo suyo, sin mezclas, ni abusos. Anota el cronista que “D. Alvar no consentía a los franciscanos que se salieran de su cometido espiritual y que pretendieran, prevaliéndose del ascendiente que les daba el hábito, inmiscuirse en asuntos de gobierno”

Y aunque la teoría y el cometido era claro, la condición humana es el eslabón frágil de la cadena, empezado por el estómago: “Los soldados, cuando les faltaba la mantenencia se mostraban remisos a emprender conquistas (…) como los israelitas en Egipto, que eran obligados a trabajar como esclavos, pero tenían asegurado el caldero. Tal es la condición humana, que ya lo dice el refrán que donde no hay harina, todo es mohína”. Y siguiendo por los ardores de la carne, algo que las indias fueron descubriendo: “Las indias se acercaban a los soldados para tocarles las armaduras que, como es lógico les llamaba la atención, sin caer en la cuenta que debajo de aquella armadura podía haber un hombre encendido en turbias pasiones”

El relato de Olaizola -que debe tener rigor histórico sumado a elementos novelescos que facilitan su digestión, y hacen atractiva la crónica- detalla las aventuras del protagonista, personaje de envergadura inversamente proporcional al poco conocimiento que de él se tiene. Recuerdo un viejo amigo, también médico, que mucho hablaba de las hazañas de Cabeza de Vaca, y siempre pensé que era una obsesión suya, hasta que leyendo este libro quedé convencido de mi ignorancia.

El cronista también se zambulle en las costumbres de los indios, en su modus faciendi: “Los indios gustan de tener perros de que se sirven para la caza del bisonte, a los que muerden en las piernas hasta hacerles perder el equilibrio, y así los flechan mejor. Pero cuando los perros envejecen y ya no sirven para cazar, también los matan y se los comen. Se comen todo lo que tiene carne”. En determinado momento se comenta que “es de admirar la facilidad que tienen para reír esos salvajes”, lo que me recordó otro comentario de un colega médico mexicano, cuando me decía que uno de los motivos que los teólogos del siglo XVI apuntaban para demostrar que los indios tenían alma era que reían. Conclusión esta a la que de algún modo también llega nuestro cronista al comprobar la capacidad de conmoverse que tenían los indígenas, junto con una sana ingenuidad y facilidad de trato: “era de admirar que hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolieran tanto de nosotros, lo que hizo que nuestra estima por ellos creciera”.

Alma y modos humanos, que les hacen próximos, iguales, a los que venían del otro lado del Atlántico. Ahí está el estilo femenino de las indias para comprobarlo: “En esto de los caprichos influyen mucho las mujeres que ya queda dicho que las desprecian (los indios), pero acaban consiguiendo lo que persiguen, y en esto no se diferencian mucho de las damas de Castilla”. Las mujeres -indias o castellanas- siempre consiguen salirse con la suya.

Cabeza de Vaca, es más que un conquistador:  un líder, un etnólogo genuino que consigue penetrar en la cultura de los pueblos con los que se va encontrando, se transforma también en comerciante “porque tenía la gracia de acertar lo que a unos les faltaba y a otros les sobraba”. Y en curandero: “curaba a los indios, con las pocas prácticas medicinales de curandero, que había aprendido en campañas bélicas en Italia, y sobre todo con la buena voluntad y con la fe. Y nunca les engañaba, porque cómo podía haber engaño cuando hacía por ellos, lo mejor que se podía hacer que era ponerles las manos em cima y rezar”.

Un libro interesante y llevadero, que nos transporta a tiempos de conquistas, de heroísmo, con las salpicaduras de miserias que arrastra el ser humano, y siempre con la conciencia de misión. Quizá sea este el aspecto que más llama la atención: aquellas gentes sabían qué tenían que hacer, por qué estaban en medio a constantes peligros de vida, y qué se esperaba de ellos. Para los días que vivimos -y para cualquier época- no es poco tener respuesta a esas preguntas.

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