Leonardo Padura. “Herejes”.

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Leonardo Padura. “Herejes”. Maxi Tusquets Ed. Barcelona 2015. 516 págs.

Em la primera página de créditos se advierte que la lista de las obras de Padura se divide en dos grupos: el primero incluye la serie de Mario Conde, el ex policía con el que yo ya estaba familiarizado, aunque no se ganó mi devoción. En el segundo grupo consta El hombre que amaba los perros, la obra cumbre de Padura, donde Conde no aparece. Y también éste que nos ocupa que, aunque no listado como tal, incluye a Mario Conde pero como un segundón: si cuando se supone que era el protagonista ya no me hizo mucho tilín, ahora está casi sobrando.

 Un personaje curioso que intenta ganarse la vida con la compra y venta de libros, mientras arrastra sus no pocas heridas, con una estampa inolvidable, como un Neanderthal demodé. “De su viejo orgullo quedaba tan poco en pie que, cuando andaba con la soga demasiado ajustada al cuello, aterrizaba allí con su lamentos. A sus 54 años se sabía un integrante de la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de su madriguera, habían evolucionado para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse….apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes”.

 A su lado, otros figurantes bien perfilados, como Yoyi el palomo, socio de Conde, “un ejemplar de catálogo del Hombre Nuevo supurado por la realidad del medio ambiente: ajeno a la política, adicto al disfrute ostentoso de la vida, portador de una moral utilitaria”. Y Tamara, la mujer que le acompaña, en relación que ni ellos mismos se aclaran. “Beben, como si no hubieran transcurrido veinte años desde la última vez que lo hicieron en aquel sitio…..Ahora en silencio, como si no tuvieran nada que decirse, aunque, em realidad, no necesitaban hablar pues ya se lo había dicho todo”. Y otros, muy bien retocados, como el maduro interesante:  “Su rostro, afeitado con esmero, tan desprovisto de arrugas que Conde se atrevió a valorar dos posibles tratos: o con el diablo o con el bisturí”.

 No le niego el mérito al escritor que escribe sobre su país lo que le viene em gana, y sin tapujos: “Un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba ya habían perdido hasta los mismísimos sueños (…)Los cubanos resisten cualquier cosa, hasta el hambre, pero no el éxito de otro cubano”. Desconozco los salvoconductos que pueda tener para manejarse con esa libertad de palabra. Pero en la obra que nos ocupa, para lo que me parece ser el propósito del autor,  el sabor caribeño empaña el relato, lo ralentiza a base de calor tropical y ron, y se te hace tedioso.

 De repente, Padura nos proporciona sin más, una semblanza de Rembrandt en Ámsterdam 1642. La pérdida de la mujer, un hijo después de otro, y su fortuna. Y lo describe de modo vivo, como si Rembrandt van Rijn quisiera salir de las páginas del libro, como diciendo….y yo qué pinto aquí em medio de una novela policiaca cubana? Es lo mejor, en muchas páginas, que me despierta de la modorra y me hace pensar que Padura se luce como narrador, mucho más que como novelista, porque los argumentos no te atrapan, pero lo hacen las descripciones. Siempre que no abuse de ellas, como en otros capítulos del libro, donde parece que no avanzas entre tanto detalle (exterior e interior de los personajes), como si de tanto árbol no se pudiera ver el bosque, o  patinaras en el mismo lugar.

 Los herejes de Padura son judíos. Herejes para los cristianos, y herejes para su propio pueblo cuando se aventuran a hacer lo que la Ley de Moisés prohíbe: pintar la figura humana, materializar en imágenes lo que está reservado al espíritu. Desfilan los nombres bíblicos en vaivén de cuatro siglos, donde el péndulo oscila de Ámsterdam hasta La Habana.  Aparece Daniel Kaminsky, un sobreviviente del holocausto, “que sabía que para proclamar su liberación y lograr cualquier propósito, necesitaba tiempo y apoyo. Y a los diez años aprendió el arte de vivir con dos caras que tan útil le sería a lo largo de su vida. Y degustaba aquellas comidas que le hubieran trasladado a su niñez polaca por los recurridos caminos que van de las papilas a la llamada memoria afectiva”.

 Surge en flash back “Elias Ambrosius que había recorrido el trecho pedregoso del desconocimiento sideral al del conocimiento de cuanto debía de aprender si pretendía convertir sus obsesiones en obras y comprobar, con los instrumentos necesarios, las cualidades de su posible talento”. Elías, el pintor del rostro del judío, pues “la más reveladora de todas las historias humanas es la que está descrita en el rostro de un hombre”.  Elias no quiere arrepentirse de ser pintor. ¿De qué libertad disfrutaría como perdonado en las tierras de la libertad?  O ser convertido en un muerto civil por sus hermanos de raza, cultura y religión.

 De eso va la novela, o mejor, la narración profusa en nombres y datos. Rembrandt, y el mundo del siglo XVII.  En la ciudad donde pululaban los artistas y discípulos del pintor flamenco que explica a su discípulo judío porqué Ámsterdam es la Nueva Jerusalén, la ciudad más rica, cosmopolita y poderosa del mundo. “Convertimos nuestro éxodo em lo mismo que fue para los judíos bíblicos: la legitimación de una gran ruptura histórica, un corte con el pasado que ha hecho posible la construcción retrospectiva de una nación. Toda una lección de pragmatismo. Esta República constituye el resultado de una combinación de incompetencia y brutalidad de la Corona española con  pragmatismo calvinista pero sobre todo obra de buenos negocios. Una vez constituida la Republica que tanto nos gusta y tanto nos enriquece, estas condiciones, las verdaderas, las hemos tapiado bajo la mitología patriótica según la cual en la existencia de estas provincias se cumplía una voluntad divina….como se cumplirá en Jerusalén”

 Vida pragmática, uniéndose a calvinistas o católicos, viviendo en la calle ancha de los judíos. Una lección de historia, no una novela. Eso sí, con  párrafos largos, en erudición que se revierte en cultura pero que llega a cansar, quizá porque el lector no se lo esperaba. En fin, una narración descriptiva que, cuando se dispone de tiempo y serenidad se podrá apreciar, como los cuadros del maestro del claroscuro.

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