(Español) Paloma Sánchez-Garnica: «Las Tres Heridas»

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Paloma Sánchez-Garnica : Las Tres Heridas. Planeta. Barcelona (2012). 640 págs.

     Las escritoras son, ante todo, mujeres. Y gozan del predicado femenino de conseguir hacer varias cosas al mismo tiempo, y hacerlas bien. Algo que a los hombres nos admira y atrae, quizá por nuestra imposibilidad casi metafísica de imitar esta habilidad. Y tal vez por eso, las historias que las escritoras nos cuentan en sus novelas, son la suma de relatos que, a modo de hilos diversos, se hilvanan en un único tejido.

     En esta obra, el tapiz es la guerra civil española, y los hilos que componen el tejido son la vida de varios personajes. Retales, más que hilos, porque la densidad que, como quien no quiere la cosa, se alcanza al describirlos, tiene –nunca mejor dicho- mucha tela. Y los motivos del lienzo están ahí en el título, y en la explicación que la autora coloca a modo de prefacio. “Las tres heridas”, el poema de Miguel Hernández, con que la escritora había tropezado, y se da cuenta que es exactamente eso lo que quiere contar.

Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte.
Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.

     Las heridas que provoca la guerra, y las cicatrices que la paz infecta. Una guerra donde nadie tiene razón, todos tienen motivos, y el desenlace no satisface ni a unos ni a otros. “Sabía que ambos tenías su parte de razón, y que la vulneración de sus férreos principios políticos se hacía cada vez más evidente, desmoronándose en cascada como un frágil castillo de naipes”. Y es que, a la hora de la verdad, es muy difícil vivir la consigna que como anota la autora, se leía en la puerta de la cárcel modelo de Madrid: “Odia al delito y compadece al delincuente”. Ambos lados contrincantes tenían su parte de razón, pero “la razón se pierde cuando las consecuencias son imperdonables”.

     Recordé una de las afirmaciones más precisas y felices con las que me he deparado en estos últimos años: los errores –sociales, antropológicos, filosóficos, políticos, teológicos- suelen ser respuestas equivocadas a problemas reales. Los problemas están ahí, clamando por una solución. Reconocerlos es el primer paso; estudiarlos después, con serenidad, para llegar a un acuerdo que pueda solventarlos. La vía rápida para despejaros suele desembocar en catástrofes.

     Primero la guerra, después la paz. Vencidos y vencedores, cada uno a lo suyo, sin querer acordarse de los problemas reales, de un lado y de otro. “Le sorprendía la deformación que la guerra provocaba en la forma de pensar, de juzgar el pasado, de mirar el presente o afrontar el futuro; por un lado, unos veían espectros y brujas por todas partes a los que echar la culpa de todos los males del mundo, incluidos los infligidos por ellos mismos, hallando siempre justificación a sus propias atrocidades; sin embargo, otros parecían sufrir de repente una ceguera con el único fin de evadirse del compromiso de la protesta, evitando así mezclarse en asuntos que, según ellos, no les afectaban, en definitiva para mirar hacia el otro lado a pesar de que , lo que esté sucediendo delante de sus narices, fuera la más grave de las injusticias”.

     Aunque el artesano de este magnífico tapiz en forma de novela sea un hombre, un escritor que rescata memorias, el protagonismo es por cuenta de las mujeres. Mujeres aristócratas que ven en los pobres un cáncer de la sociedad; otras que van al cementerio para llevar flores a la tumba del amante y pasearse después tranquilamente del brazo del marido. Y milicianas que no resisten a la tentación de echarse un poco de perfume y hasta colgarse pendientes para suavizar los monos de mecánico con que se visten, y las gorras cuarteleras. Y, también, las que llenas de buena voluntad, intentan atender a unos y otros, cuidar a quien se le pone por delante y sufren en medio de una guerra que no ha pedido permiso para inundar sus vidas. “Hubo víctimas inocentes en una guerra que no fue la suya, una guerra importuna, malvada, una guerra que provocó heridas profundas, en el amor al quebrarlo, en la muerte a destiempo, y en la vida desgarrada (..) Teresa no sabía qué era el fascismo, ni lo que pretendían en realidad los sublevados, su confusión era máxima, porque entre las izquierdas también había formas muy distintas, incluso contradictorias de ver el futuro y de cómo organizar las cosas”.

     Se me ocurrió ver por internet una entrevista que la autora concede con motivo de este libro. En un momento dado admite que escribir es un misterio, porque escribe como si estuviera leyendo, y los personajes van tomando forma, de modo imprevisto, como si fueran independientes de su pluma. Me vino a la memoria una de las anotaciones que hice mientras leía el libro, palabras dirigidas por un personaje secundario al escritor tejedor del lienzo. “Si los contadores no existieran, habría que inventarlos. Los que como usted, son capaces a pasarse horas pergeñando historias, bálsamos que curan y consuelan, realidades que existen únicamente en los entramados de su entendimiento, tienen la inapelable obligación de mantener una fe inquebrantable en los encantamientos, en los sortilegios, en esa magia que sólo existirá si se pone voluntad en ello. (…) Si no cree sus propias fantasías, si no acepta los espejismos que solamente usted es capaz de descubrir y vislumbrar, difícilmente podrá hacer creíbles sus historias. Los lectores que se acerquen a sus letras se sentirán defraudados y lo abandonarán, porque nadie en la ficción pretende encontrar la realidad, para eso ya tenemos la vida. Gracias a lo que nos proporciona ese universo mágico de la literatura, el mundo es más capaz de afrontar esa realidad y, lo que es más importante, es capaz de transformarla y hacerla mejor de lo que es”.

     Es un acertado colofón que anima a zambullirse en esta magnífica novela, y acompañar las fantasías de la escritora, proyectadas sobre un telón real –cruel y sangriento como fue la guerra- y descubrir los ingredientes del bálsamo del perdón que es capaz de curar las heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.

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