(Español) Andrés Trapiello: “Al morir don Quijote”

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Andrés Trapiello: “Al morir don Quijote”. Austral, Destino, Planeta. Barcelona 2015. 411 págs. 

Al morir don QuijoteHace algunas semanas falleció un paciente que he estado cuidando los últimos meses. Tenía 90 años, muy bien vividos, con clase y estilo. Y un tumor cerebral que, a su edad, se negó a operar. Fue una decisión sabia, porque vivió el tiempo que le restaba con la misma elegancia con que había gastado su vida anterior. Pero le costó esfuerzo encontrar un médico que le cuidara sin insistir en abrirle la cabeza. Por medio de un joven médico, que fue nuestro alumno, la familia dio con mi paradero, y me encomendó sus cuidados. Hicimos buenas migas, charlamos y reímos sobre temas variados, mientras profesionalmente intenté protegerlo de los ensañamientos tecnológicos que le amenazaron en sus últimos meses. La familia me enviaba, de vez en cuando, fotos para que le viera en su salsa cotidiana: siempre rodeado de sus cuidadoras, enfermeras y fisioterapeutas, que sonreían. Y él, como un patriarca, sentado y dejándose cuidar. Desde la primera vez pensé en Don Quijote, y en la semejanza con este paciente y amigo, caballero que también era bien servido por semejantes damas. Cuando recibí la noticia de que había fallecido de madrugada, me coloqué a disposición y saqué de mi estante, como por reflejo, este libro. Ahora es el momento -pensé- de leer esta fábula. Fue una decisión acertada.

Trapiello nos brinda un ensayo imaginativo, variaciones sobre el mismo tema de quien está enamorado del personaje legendario. La realidad de unos personajes que continúan una historia que nos gustaría fuera el cuento de nunca acabar. Y con un estilo Cervantino, dentro de lo que cabe. Acudió a mi memoria a aquella “Vida de D. Quijote y Sancho”, el inolvidable libro de Unamuno que marcó mi juventud, y al que debo muchos pensamientos y consideraciones que he ido hilvanando por la vida.

Sería presunción esbozar el libro en estas consideraciones, porque su lectura supone toda una vivencia, una fenomenología quijotesca que es preciso vivir al compás de una lectura pausada, degustando los diálogos, y atendiendo a los personajes que están muy bien perfilados.

El hidalgo está a las puertas de la muerte, y nadie sabe por qué se muere. Es un hombre fuerte, en su cincuentena, pero parece que ya está en otro plano, que las cosas de este mundo no le interesan. “D Quijote no respondió a las preguntas, no por arrogancia, sino porque había llegado a un punto en el que ya no escuchaba lo que no quería oír ni oía lo que no podía escuchar, ni aun queriendo, pues tenía puesta la cabeza en más altos negocios”.

La dolencia que le acomete no es fruto del cansancio. Es un hombre curtido a quien “el mucho ejercicio, en inacabables jornadas de caza y la moderación rigurosa en el comer y en la bebida, lo había hecho invulnerable a los achaques, como uno de esos cristos de ciprés de los altares en los que no puede meterse la carcoma”. La sospecha recae sobre aquel juicio que, habiéndolo perdido por pasar las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio, ahora recobra. Y con la cordura pierde el motor de sus andanzas. “D. Quijote había recobrado el juicio, aunque a algunos como a Sancho o al bachiller Sansón Carrasco, esa mejoría les pareció sospechosa y les llenó de tenebrosos presentimientos, porque empezaron a ver que su amo y amigo, como también iba confirmando el médico, se moría sin remedio, y dieron en pensar que acaso se moría por cuerdo, cuando de loco había sobrevivido a tantos asaltos inesperados y desiguales”.

Los personajes que contemplan la muerte del caballero de la triste figura, continúan sus vidas, a la sombra del recuerdo de Alonso Quijano: “la historia de don Quijote, el mismo día que murió, despertó otras cien historias que estaba a su lado haciendo la guarda para ser contadas, y que de no haber sido por don Quijote habrían permanecido eternamente en su limbo.” Son esas historias las que Andrés Trapiello nos cuenta con estilo castizo y encantador. Historias que se enlazan, porque como advierte el escritor, “las historias responden al conocido símil del cesto de las cerezas, las cuales, cuando alguien quiere sacar una, se eslabonan, hasta arrastrar todas las demás, no sólo del cesto, sino del mismo mundo de los cerezos”.

Ahí está el ama Quiteria, que adora secretamente a su señor Quijano, y de cómo en los años a su servicio, se le fue “algodonando el alma, pues nadie puede ser más feliz que aquel que con libertad hila sus pasos”. Y el bachiller Sansón Carrasco “que conocía bien la gramática, pero lo ignoraba todo del corazón de las mujeres”. El cura y el barbero que arreglan el cadáver del hidalgo, “porque no les parecía decoroso que su amigo se presentara con aquellas confusas barbas ante las de Dios el día del Juicio”. Y Antonia, la sobrina, que ama al bachiller en secreto.

Sancho, surge como pieza maestra, convertido en un filósofo que, con la muerte de su señor, “se ha quedado a medio hacer”, y advierte a su mujer que siente la necesidad de perpetuarse con nuevas aventuras: “¿qué sabes tú de estas ansias de no morir del todo?” Un Sancho en plenitud de sensatez, que parece reunir la sabiduría soñadora de su señor con el sentido común del escudero. “Lo que a un hombre honra no es el fin que casi nunca alcanza, sino la rectitud de su intención y la pureza de corazón en alcanzarlo, aunque se lo estorben”. Un Sancho que conoce sus limitaciones, lo que no es obstáculo para sus deseos de grandeza: “todos sabemos que al pesar vidas humanas ha de ir todo junto, bueno y malo, y juzgarlas después de sumas y restas. Y en mi caso, si conozco mis restas, sé a dónde llegan mis sumas, sin empingorotarme y pecar de indiscreto e inflado”. Es el Sancho gobernador de la ínsula Barataria rezumando sabiduría: “No son nocivas las cosas, sino lo que con ellas pueda hacerse, y a nadie en su sano juicio se le ocurre enterrar el fuego porque con él pueda prenderse una ciudad como Roma, ni fundir los cuchillos porque en ellos duerme la muerte, ni en secar toda el agua del orbe porque en ella se ahogan los náufragos”.

Al morir don Quijote, y saborear las historias que su muerte despierta, las que Trapiello imagina, y muchas otras que el lector evocará, despierta el ánimo para volcarse, una vez más, sobre las páginas de Cervantes. Revisitarlas como se dice hoy, con ánimo nuevo. Y eso mismo deja entrever el autor cuando anota, como quien no quiere la cosa: “la visitación de un libro que ya hemos leído, nos produce placeres que la primera vez se nos vedaron, como volver a una ciudad ya conocida o regresar, tras un largo viaje, a la casa nativa. La primera vez va uno atento a no perderse, y la atención demasiado aguda, nos estorba el deleite de callejear, extraviarse, detenerse, entrar o salir sin ningún concierto. El regreso nos reserva los más sutiles goces. Esconde la vejez, que es vuelta, jardines que la ida ignora”

Leer Cervantes, y las variaciones que unos y otros han hecho -y harán- con sus personajes, en sueños quijotescos que nos salvan de la rutina de un mundo que parece haber perdido la capacidad de soñar. Debe haber sido esa la chispa que me hizo abrir este libro que reposaba en mi biblioteca, cuando mi paciente falleció, con la misma naturalidad que el hidalgo entregó su alma al creador. Porque en la vida, si estamos atentos, encontramos personas impregnadas de sueños, que transforman el mundo y a los que tenemos el privilegio de estar cerca de ellos. Es lo que canta el bachiller Sansón Carrasco en el poema que sirve de colofón:

Murióse al fin quien puso con su espada
Un orden nuevo de justicia y sueño
Devolviéndole al mundo en loco empeño
Su más cuerdo valor, como si nada.

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