Inés Martín Rodrigo: Azules son las horas
Inés Martín Rodrigo:Azules son las horas. Espasa. Barcelona. 2016. 341 pgs.
Por recomendación de uno de mis hermanos -los muchos años de tradición literaria familiar que practicamos es una garantía absoluta de calidad- llega a mis manos este libro encantador. Se trata de la primera novela de una escritora joven que, siendo periodista y trabajando en la sección de cultura del ABC, no me extraña que se haya encariñado con la protagonista de esta novela histórica, de quien participa en los mismos predicados.
Porque la novela es eso: la historia de Sofía Casanova (1861- 1958), escritora y periodista, que fue corresponsal de ABC durante más de medio siglo, y documentó varias guerras: desde la primera mundial, pasando por la revolución rusa, la guerra civil española y la segunda guerra mundial. “Guerra, cuatro guerras, y los campos arrasados transmitían un olor denso a podredumbre, como si Dios hubiera renunciado a que amaneciera un nuevo día”.
Reconozco que no sabía nada de esta mujer culta, que en España se codeaba con los intelectuales y escritores -Campoamor, Pérez Galdós-, tenía vez en la corte de Alfonso XII, llegó a ser indicada para el Premio Nobel, y en el extranjero cenó con Tolstoi, y entrevistó al comisario Trotsky, en plena revolución rusa. Es decir, que he aprendido mucho. Porque las buenas novelas históricas -que respetan los hechos, aunque se inventen los diálogos y las menudencias- ayudan a entender la Historia, ya que nos llega relatada por los personajes, a modo de tradiciones familiares.
Lo que no quiere decir que sean historias blandas o cuentos fabulados. Sofía no ahorra la dureza en sus relatos, porque al final son crónicas de un mundo que sufre. La busca apasionada de la verdad, guía los pasos de esta mujer singular. “Una necesidad imperativa me impulsó a buscar la verdad – un soplo de aire respirable. Ser testigos circunstanciales de una guerra, de vidas segadas en un segundo, de la arbitrariedad del destino cruel; debemos ser fieles a nosotros mismos y no renunciar nunca a la objetividad que sólo aporta la verdad, sea ésta la que sea”. Si difuminar la verdad con cosmética siempre es una deslealtad para los periodistas, cuando los relatos implican el dolor y la pérdida, omitirse es crimen de lesa majestad.
Por eso Sofia asume el compromiso de informar, con riesgo de la propia vida, sin atenerse a disculpas que las circunstancias -y las muchas relaciones diplomáticas de su entorno- le ofrecían. “Quiero mantenerme en las trincheras la historia, junto a los más débiles y oprimidos. Nos han hurtado el presente, pero, para poder construir el futuro, no puedo permitir que nos roben también el pasado. La fe mueve montañas, pero no sé si puede derrocar regímenes”. Palabras definitivas de una mujer de estatura moral admirable.
¿Cómo se construye un carácter de esta témpera? No se trata de un espasmo circunstancial, sino algo que se ha ido forjando con el tiempo, a golpe de los propios sufrimientos, aspecto magníficamente relatado pela autora. La ausencia del padre que deja la familia, y después un matrimonio desacertado, con un filósofo polaco que acaba abandonándola con tres hijas. “Así es como funciona el amor: llega sin avisar, descoloca tu mundo y te priva de la razón, o al menos hace que la uses un poco menos”.
Nunca negó el amor que tenía a su marido, ni se arrepiente de la dedicación que le tributó. “El bárbaro del norte, así era como mis amigos llamaban a mi marido Y a veces no les faltaba razón. Wincenty Lutoslawski era un bárbaro de la razón, preso en un mundo que se movía por los dictados del corazón y no del intelecto”. Y no se permite perder tiempo con resentimientos y desafectos, aunque le sobrarían motivos: “Las cicatrices del alma son mucho peor que las del cuerpo, porque no las vemos. Le doy las gracias a Dios por haberme librado del estigma del odio, por haber impedido que esa lacra, la peste del siglo XX, invadiera mi corazón, que ha seguido palpitando y queriendo sin descanso, por mucho que ese amor doliera”.
Recuerda, sufre, pero se construye y crece interiormente: los recuerdos mantienen vivo su amor. “La nostalgia es un sentimiento bueno si no dejas que se apodere de todo tu ser y haga de ti una completa infeliz. Es bueno sentir tristeza, pero no te dejes invadir por ella; si lo haces, el alma se teñirá de gris y serás incapaz de volver a amar. Y si no amamos…no somos nada”.
Sufrimiento y amor por la lectura hacen de Sofía una mujer culta, en el sentido semántico del término: cultiva su espíritu con lecturas constantes, desde muy joven. “Cuando (el abuelo) descubrió que había renunciado a dos pares de zapatos y tres enaguas por mi afición literaria (tenía que decidir qué es lo que llevaría en la maleta), me castigó una semana sin salir a pasear con mi abuela Isabel, ocasión que yo aproveché para seguir leyendo y escribir mis primeros versos, sin saber siquiera lo que estaba haciendo”. Lecturas, escritos, cartas, poemas. “No sé cuántas camisas tuve que tirar porque no salían aquellas manchas, negruzcas como el carbón, que el tintero escupía de vez en cuando, como si no le gustara el verso final del algún poema o el arranque que había escogido para la novela”. Un gusto que mantiene hasta el final, cuando sus ojos no consiguen más leer, pero gusta de repasar en familia sus pasajes favoritos: “El Quijote, la lectura con mis nietos. Llegó para salvarnos, en el momento justo, como siempre hace la Literatura con mayúsculas”.
Una mujer culta con liderazgo. No ahorra esfuerzos por defender los derechos de las mujeres, tema emergente en la Inglaterra con las sufragistas que también entraron en su círculo de amistades. “No éramos feministas, líbreme Dios siquiera de saber lo que aquella palabra significaba, ni entonces ni ahora; pero sí teníamos conciencia de nosotras mismas y de nuestro papel como literatas en la nueva sociedad, sin renunciar, nunca, a ser madres y esposas”.
La novela está narrada en elegante flash back, hilvanando recuerdos desde los últimos días de Sofía, ya con 97 años. Está enferma, siente que el tiempo se le acaba y en el fondo -considerando su misión cumplida- desea morirse, porque “no aguanta más esta agonía, y se siente secuestrada en su propio cuerpo”, absolutamente ciega. Pero mantiene una lucidez admirable, porque “la edad te va robando, poco a poco, tus facultades; pero nunca logra usurparte tus recuerdos. Yo, al menos, mantengo intacta mi memoria”.
Y es esa memoria la que teje los recuerdos que las preguntas de sus seres queridos -hijas, yernos, nietos- disparan como un gatillo. En todos ellos está siempre presente Pepa, su inseparable criada -amiga, confidente, casi una hermana siamesa- que observaba a una distancia prudencial todo cuanto la rodeaba y, con el paso del tiempo, había logrado pasar desapercibida. Esa invisibilidad era la clave de su supervivencia.
Es Sofía la que nos cuenta su historia. Así lo ha montado Inés, ciertamente a su imagen y semejanza, haciendo posible, una vez más, esa complicidad encantadora entre escritora y protagonista, tan característica de las novelas escritas con pluma femenina. Nunca sabes dónde acaba una y empieza la otra; son fronteras tenues, sutiles, en fin, muy femeninas. Los recuerdos se agolpan y avivan el amor, aunque muchos estén lejos, difuminados en el tiempo, como escribe invocando el viejo adagio: “la ausencia es aire que apaga el fuego chico y aviva el grande”. Una prueba magnífica -la distancia, el tiempo, y la memoria que se zambulle en el pasado- para ver la calidad de nuestros amores. Y en estos tiempos de conectividad global, que genera espasmos de urgencia comunicativa, una prueba absolutamente imprescindible.