Gabriela Mistral. “Pasión por enseñar”

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Gabriela Mistral. “Pasión por enseñar” (Pensamiento Pedagógico). Editorial Universidad de Valparaíso. 2017. 330 pgs.

 

   Una invitación para unas jornadas de medicina humanística en la Universidad de Valparaíso fue el camino que me hizo tropezar con este libro de Gabriela Mistral. Al cariño y la magnífica hospitalidad, los amigos chilenos añadieron este libro. Mis recuerdos de Gabriela Mistral se remontan a la infancia; no porque yo haya sido un lector precoz de poesía, sino porque en los años 60, el diario ABC de Madrid que se recibía en mi casa, traía en la última página un bosquejo del rostro y una poesía, de poetas variados. Recuerdo, por ejemplo, el Marqués de Santillana, Ramón de Campoamor, Rubén Dario, Vicente Aleixandre, y muchos otros. Y también Gabriela Mistral cuyo esbozo me recordaba a una simpática abuelita. Me enteré después que había sido premio nobel, pero desconocía su vertiente pedagógica, algo que aprendí en este viaje a Viña del Mar.

Al entregarme el libro me explicaron que había sido era una enorme educadora, que viajo por el mundo, y colaboró con la reforma educativa de México a finales de los años 20. Después me enteré que también había formado parte del cuerpo diplomático chileno en Brasil, y que vivía en Petrópolis cuando le anunciaron que había ganado el premio nobel en 1945. Después recordé la película de Stefan Zweig  y de cómo al final, cuando encuentran el cuerpo del escritor muerto (se suicida con barbitúricos) aparece una señora muy digna en el fondo, la señora consulesa, que era Gabriela Mistral.

Leo este compendio con rapidez, pues se incluyen aquí no sólo escritos, sino discursos realizados por ocasiones específicas, de las que no consigo captar el contexto. Leo en diagonal, y voy extrayendo los recados de su pensamiento pedagógico, de la pasión de enseñar.

Y entiendo que Gabriela Mistral -seudónimo de Lucila Godoy Alcayaga- asocia la función educadora (la vertiente que yo no conocía) al arte y a la poesía, la dimensión por la que la recordábamos en nuestra infancia. En uno de los capítulos -o apartados, porque más que un libro es una recopilación de textos- se lee el título: poética de la educación. “Toda lección es susceptible de belleza”, afirma. “Enseñar es contar, saber contar con arte y belleza. El conocimiento necesita la estética para entrar”. Y después, con lirismo que emociona, aparece la oración de la maestra: “Señor, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mi este impuro deseo de justicia hacia la faena que hago, que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta, que todavía sube de mí, cuando me hieren. Que no me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé. Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes”.

La educación es arte, poesía, y también virtud del que enseña. Más que el contenido, importa quien enseña porque -como hemos comentado incontables veces- enseñamos lo que somos. Anota Gabriela: “La enseñanza ha de estar llena de espíritu; el maestro para darla, debe ser un hombre idealista no por accidente sino por vida interior (…). Más puede enseñar un analfabeto que un ser sin honradez, sin equidad (…). No hay nada más alto en la vida que servir. El ser que vale más no es el que más piensa, no el que más siente sino el que más sirve (…). La vanidad es el peor vicio de una maestra, porque la que se cree perfecta ha cerrado, en verdad, todos los caminos hacia la perfección”.

Propone una perspectiva pedagógica que no está centrada en la metodología o en la didáctica. Insiste en la profundidad y actualidad del conocimiento del profesor, quien debe establecer una comunicación existencial con el estudiante y transmitir “el mensaje que brota del corazón”. Algo que no depende de títulos, ni certificaciones, sino de la pasión de enseñar. Y se defiende en un discurso, de modo emocionante: “Yo no soy la intrusa que decís en el mundo de los niños. Lo soy, según vosotros porque enseño sin diploma, aunque enseñe con preparación, porque no estuve al lado de vosotros en un ilustre banco escolar de un ilustre instituto. Intrusos son lo que enseñan sin amor y sin belleza en un automatismo que mata el fervor y traiciona a la ciencia y al arte mismo”. Un rápido examen de los intrusos de la educación en los días de hoy, según el criterio de Gabriela, revelaría una multitud de mercenarios…con diplomas y posgraduación.

Enseñar es un compromiso, algo que toma cuerpo en la propia vida. No hay tiempo a perder. “Muchas de las cosas que hemos menester tienen espera: el Niño no. Él está haciendo ahora miso sus huesos, criando su sangre y ensayando sus sentidos. A él no se le puede responder: “mañana”. Él se llama “ahora”. Pasados los siete años, lo que se haga será un enmendar a terciar y corregir sin curar”.

Enseñar supone formarse, embeberse de cultura para mejor desempeñar el oficio docente. Dice Gabriela de los libros: “yo quiero salir de tus páginas más comprensivo de mis hermanos, los hombres y de Dios, que es el dueño de mis horas; quiero salir de ellos lleno de esa sabiduría que conduce a mayor bondad, en vez de conducir a soberbia torpe”. La cultura es transitiva, se dirige al servicio, y no al propio lucimiento, como la erudición inútil.

Por eso, es necesario sumar fuerzas, absorber todo lo bueno que viene de fuera -las experiencias de otros- para servir y enseñar mejor. Rechazar lo que no es de la propia cosecha, es insensatez y arrogancia. Es contundente su crítica a los xenófobos: “un odio hipócrita o desnudo del extranjero o el extraño que se pasea aún por algunas patrias cultas que lo han vuelto virtud patriótica y que rinden a este esperpento una especie de culto(..) Pretenden algunos llamar a eso patriotismo, pero no hay tal. Hacer patria significa, entre muchas otras cosas, aceptar al extranjero pacífico que se une temporalmente o per vita a una nación o que llega a ella por la fama se sus bellezas naturales sin idea alguna de lucro o logro”. Sumar fuerzas y actualizarse con las metodologías modernas: “Al hogar de la Palabra, que llamamos Escuela o Colegio, ha llegado un competidor formidable: la Imagen”. Comentarios, estos, de 1956, donde desarrolla la idea de incorporar el cine y la imagen, en el proceso pedagógico. Confieso que, por motivos obvios, me gustó; me sentí apoyado en el trabajo que hace más de dos décadas desarrollo utilizando el cine en la educación. Un apoyo dulce y amable que me llega de manos de aquella abuelita simpática que me fue presentada en las páginas del ABC, que ahora encuentro transformada en una Maestra que transpira pasión por enseñar, envuelta en estética y en poesía. Una sorpresa, verdadero privilegio que me esperaba en este viaje que, también por esto, se hace inolvidable.

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