María Dueñas: Las Hijas del Capitán. Planeta.Barcelona

Pablo González BlascoLivros Leave a Comment

María Dueñas: Las Hijas del Capitán. Planeta.Barcelona (2018).  624 pgs.

Decir que me gusta María Dueñas no es ninguna novedad; basta leer lo que he escrito en este espacio sobre sus obras anteriores. De modo que tropezarme con el libro recién salido de la imprenta, y comprarlo es todo uno. Digo tropezarme, porque fue lo que pasó; estaba buscando otros de mi lista de pendientes, cuando las hermanas Arenas me guiñaron el ojo, y no quise, ni pude, resistir.

Las Arenas son las Hijas del Capitán, o mejor, de Emilio Arenas, fallecido en un accidente en los muelles de Nueva York, en el Lower East Side. Un emigrante que fue estibador em Marsella y Barcelona, camarero en la plaza  Independencia de Montevideo, vendedor callejero em Manila, pinche de cocina em un carguero holandés. Y que acabó abriendo una casa de comidas -más tasca que restaurante- casi in articulo mortis, con nombre de grandeza: el Capitán.

Así empieza el libro: con lo poco que Emilio deja a las cuatro mujeres de su vida, las muchas deudas, y las dudas de qué estamos haciendo aquí y porque no nos volvemos para España. Y sobre este escenario, la escritora teje un tapiz donde los personajes, magníficamente descritos, son el brillo y el gancho de toda la novela. Eso es lo que María Dueñas sabe hacer con maestría: construir personajes, presentártelos, hacer que intimes con ellos, que no consigas prescindir de lo que hacen, piensan, sufren y sueñan. No importa tanto el argumento, sino los actores que interpretan y que parecen querer saltar de las páginas del libro.

Ahí tenemos, sin ir más lejos, la descripción de las Arenas. “Al fin quedaron sólo ellas cuatro para hacerse cargo de la realidad  (…) La madre, Remedios, amargada, con tres hijas y un hijo que nunca llegó a cuajar, porque murió a los pocos meses. Todo eso le había quedado a la pobre mujer tan aferrado a las entrañas que jamás logró ser la misma cuando la vida la empujó a vivir sin él, sin el varón que tanto había ansiado en todas sus preñeces, el hombrecito entre tanta fémina que nunca llegó a ser”. Mujer analfabeta, que ignora y desprecia el país al que nunca quería haber llegado. Y sufre angustias tremendas por sus hijas: “No estaba dispuesta a consentir que sus hijas se le americanizasen de aquella manera (…) Plantaba en la cara un gesto de zozobra, como siempre que se le proponía cualquier cosa que desbordara su elemental sota, caballo y rey”.

“Mona, era como su nombre abreviado (de Ramona): ágil, viva, con una rapidez casi animal em la vista, la lengua y la mente que la impulsaba a reaccionar con soltura y sin brida cada vez que la coyuntura lo requería. Victoria, solía llevar el pelo recogido y sus rasgos eran algo más sutiles y  poco menos marcados; quizá tenía la belleza más canónica de las tres. A Victoria, le escocían las heridas por el malquerer de ese hombre que le juró pasión perpetua y del que nada había vuelto a saber a pesar de los reclamos desesperados que desde su llegada ella le había lanzado por escrito con tozudez semanal: cartas fogosas rebosantes de faltas de ortografía y desprejuiciadas confesiones de amor.” Y Luz, la pequeña, con un desparpajo insensato, y sueños que le quedan grandes.

“Tres bellezas dolientes que acababan de entrar en su tétrico negocio para alegrale mínimamente el día, si es que algún día podía ser alegre en ese local” . Esa es la impresión que causan a Fidel, el hijo del dueño de la funeraria, otro personaje que alterna con las mujeres, un amigo fiel, casi el hermano que se estropeó por el camino.

La escritora, en los agradecimientos finales deja claro el propósito de la novela, al tiempo que agradece “a todos aquellos que me han acompañado a lo largo del fascinante proceso de reconstrucción de unos escenarios y unas coyunturas vitales sobre cuyos andamiajes me he tomado la libertad de construir una ficción”. Una ficción con tremendo sabor de realidad, y de actualidad, porque la historia se repite, en otros lugares y con otros pueblos, pero es la misma. Un bordado primoroso em forma de homenaje a los emigrantes españoles, que pueblan Nueva York en las primeras décadas del siglo XX. Ese sabor de tiempos añejos en los que, sin haberlos vivido, la escritora se maneja a sus anchas. “Nueva York, donde las cosas son distintas y parece que la gente puede salir del hoyo con más facilidad; parece que una no está sentenciada por haber tenido la perra suerte de nacer donde le tocó nacer”.

Las descripciones salpican el argumento, le dan color: “Un milagro de solidaridad colectiva tan comunes entre los emigrantes. Así funcionaban siempre, em los buenos ratos y en las adversidades, frente a las alegrías y ante los derrumbamientos: al fin y al cabo eran como una balsa de compatriotas que flotaban contra viento y marea em la inmensidad de Nueva York (…) Emigrantes que enviaban cartas al otro lado del océano donde narraban pequeños y grandes aconteceres mientras escondían zozobras, preocupaciones y melancolías (…) Volver, las seis letras que eran el motor de la colonia entera, el carbón que les llenaba las calderas del alma y les permitía seguir trabajando sin tregua para ahorrar lo suficiente y cumplir el sueño ansiado”

María Dueñas escribe con soltura, cuenta muy bien las cosas, con narraciones a varias bandas, lo que te dispersa un poco, porque retoma varios argumentos. Da entrada a uno y otro personaje,  como el director de orquestra hace con los instrumentos; los deja en compás de espera para retomarlos después, y monta una sinfonía de actores, donde mezcla los flashbacks con el presente -y hasta con el futuro en forma de anhelos- creando un estilo que te engancha por ese peculiar suspense argumental.

Hay escritores que te agarran por el argumento, otros por los diálogos. La que nos ocupa seduce por la variedad de personajes plasmados, donde las descripciones son radiografías, o quizá modernas resonancias, que modelan en tres dimensiones los protagonistas, por dentro y por fuera. Ahí desfilan los más variados tipos:  “Don Alfonso de Borbón, el ex príncipe doliente de fogosas pasiones y cuerpo de cristal; Sor Lito, en verdad Consuelito, que atendía por el diminutivo por ser el nombre demasiado largo para ese universo lleno de bullicio y prisa; Máxima Osorio, doña Maxi, tremenda, torrencial, apabullante; Tony, al que le sobraba calle y cintura, para adaptarse a lo inesperado con ligereza de prestidigitador”. Y muchos otros: desde los pudientes, cuyas vestimentas “denotaban clase, se palpaba entre ellos dineros, posición y mundo. Y la revistas del momento, cuyo plato fuerte eran los pecados -veniales y mortales- de la alta sociedad” Hasta los don nadie, que se presentaban en algunos ambientes “tan ajenos como un banderillero vagando por Chinatown”.

Y, siempre, volviendo una vez y otra, a la raíz, a las hermanas Arenas, las Hijas del Capitán, tres jóvenes que despiertan del letargo de una adolescencia quejosa, para transformarse en mujeres de armas tomar: “Hartas. Hartas. Hartas estaban de hombres que no las querían o las querían malamente. Hombres que pretendían usara a su antojo sin que les importara si las defraudaban, o las humillaban o las degradaban, o las herían”

En fin, una lectura que no da tregua, donde las raíces hispánicas -tozudez, salero y genio aventurero- se nos sirven  con sabor de paella y tapas en las calles de Manhattan, donde circulan, con paso firme, los emigrantes y las mujeres que María Dueñas tan bien pinta. Como las tiples de las zarzuelas de aquel tiempo que, ya se nota, también le encantan a la autora.

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