Magda Szabó: “La Balada de Iza”
Magda Szabó: “La Balada de Iza”. Mondadori. Barcelona, 2008. 288 págs. Mondadori. Barcelona, 2008. 288 págs.
En uno de nuestros encuentros mensuales -tertulias literarias- estaba previsto una obra de la escritora húngara. Como tenía tiempo por delante, y este otro libro de la misma autora a mano, decidí “calentar motores” con La Balada de Iza que leí en castellano, porque no lo había disponible en portugués, idioma donde me muevo habitualmente.
De nuevo, los húngaros y su prosa que diseca el alma, me golpearon a fondo. Lo mismo que me pasó con Sandor Márai, con quien también pretendí hacer un calentamiento con El legado de Ester, antes de Las Brasas….y llegué afectivamente agotado. Eso sí, en sintonía y con admiración profunda: por la narrativa existencial y vitalista, por la riqueza literaria, y por la figura de la empleada doméstica que, conforme aprendí de una señora húngara, es casi una tradición del imperio austrohúngaro. Se me ocurrió comentarlo con un amigo -erudito, graduado en Coímbra- y me dijo que en Portugal, se las denomina criadas, porque fueron criadas en la familia. Es decir, nada despectivo, sino todo lo contrario, muy familiar. Volveremos sobre las criadas en la siguiente obra de Magda Szabó.
Ahora la protagonista no es una criada, sino una médico, Iza, que da nombre al título. Es la que pivota este teatro familiar -profundo, desgarrador y también entrañable, porque llega hasta las vísceras- con cuatro personajes: Iza, la médica independiente; su madre, el padre que acaba de morir, y Antal, el marido que la médico abandona, pero que sintiéndose de la familia, cuida de los suegros.
La cortina sube con la muerte de Vince, un juez íntegro que por su postura incorruptible, es removido de su puesto. La hija digiera la vergüenza, y su mujer el sufrimiento. “A Vince dejaron de pagarle, pero ella cobraba una pensión por cortesía del ministro de Justicia: era la viuda de un hombre vivo”. Recuerda el pasado de hace medio siglo: “Sus ojos eran inocentes, curiosos, de un azul manso. En aquel baile de provincias Vince se había enamorado de sus ojos, de sus hermosos ojos puros y honestos (…) Un día la vida se despedirá así de nosotros —pensó Vince—, de repente, sin volver la cabeza siquiera. Me gustaría que lo hiciera así, discretamente, sin anunciarse de antemano”. Y palpa la soledad que la envuelve: “Durante cuarenta y nueve años he sabido cuáles eran todos sus pensamientos. Ahora no sé qué es lo que se lleva con él. Me ha abandonado”.
Es Antal, el yerno, quien viene a dar la noticia a la anciana: “El continuo cambio de color de las ascuas confería a la habitación un peculiar ambiente lleno de vida; aunque no hubiera nadie más en casa, nunca se sentía sola cuando ardía la lumbre (…) La anciana recelaba del teléfono como de una fiera aparentemente mansa, pero de comportamiento impredecible (..) No hay prisa —contestó Antal para sus adentros—, en realidad no tiene sentido ir. Allí ya no hay nadie. Desde esta madrugada, el que está allí ya no es el mismo que conociste. Pero te llevaré, porque tienes derecho a ver a ese nadie”.
La frialdad de la hija ante la muerte del padre descoloca a la viuda: “Qué extraño —pensó la anciana—, lleva semanas junto a Vince y sale así, con los ojos secos, sin mostrar una pizca de compasión. ¿Es que uno puede habituarse a la muerte? (…) Iza tenía mucho que hacer y apenas le quedaba tiempo para llorar o pensar”. La anciana no se conforma, piensa que puede remediar la fatalidad: “Pero, tal vez si ella entrara, él recobraría la conciencia; es imposible que cuarenta y nueve años de vínculo físico y espiritual no tengan ningún efecto ante la muerte”
Iza, resoluta, decide llevarse a su madre a Budapest, para cuidarla. Pero ¿sabe cuidar? ¿de verdad? Ese es el segundo acto de esta narrativa tan corta como punzante. Hay que vender la casa, e irse, asunto concluido. El espíritu práctico de Iza que “siempre pensaba en serio lo que decía”.
La anciana inicia el ritual de despedida: “Aún no sabía lo que Iza pensaba vender de la casa, pero los objetos de los que tendría que desprenderse le dolían ya tanto como si se tratara de seres vivos que, tras vivir con ella largo tiempo, se vieran obligados a emprender un largo viaje hasta llegar a manos extrañas y que, por las noches, cuando los objetos recuperan su voz y sus sentimientos, suspirarían largamente añorando la familiaridad de su tacto (…) Cerró los cajones. No había nada extraordinario, o mejor dicho, estaba todo: cincuenta años de vida en común. Pero entre aquellas cosas no había ningún secreto, ni fotos de mujeres, ni flores marchitas, ni cartas secretas, nada que no estuviera relacionado con la infancia o la vida familiar de Vince. Sentía vergüenza por haber dudado de él aunque fuera un solo instante; debería haber conocido mejor a Vince”.
La mudanza es traumática, porque los recuerdos permanecen, y la nueva vida que se le ofrece no la consuela. Faltan cosas, y la hija le explica sin convencerla: “El pastorcito no está porque tenía el cuello quebrado, y las figuritas rotas siempre resultan demasiado deprimentes, no deben conservarse”. Está claro, piensa la viuda: “no comprende que los viejos sienten un enorme apego a los objetos, que para ellos significan más que para los jóvenes”. Y sigue con sus reflexiones: “Trató de pensar en la cantidad de dinero que había recibido de golpe, pero en vez de felicidad la invadió una profunda vergüenza: así debió sentirse Judas cuando le entregaron los denarios de plata. Como si hubiera vendido a sus parientes, a sus mejores amigos….De pronto sintió envidia por aquella prisa, aquella precipitación en la que nunca se había fijado antes: había alguien esperando a toda esa gente. A ella no la esperaba nadie”.
La anciana intenta substituir su dolor para ocuparse de su hija: “Ardía en deseos de hacer cualquier cosa por su hija, pero nunca tenía la oportunidad”. Y es que Iza “con el paso de los años se había acostumbrado a la triste libertad de la gente solitaria (…) Cada uno de sus pacientes suponía un enigma que había que descifrar; nadie salía de su consulta con la impresión de haber sido arrojado sobre una cinta transportadora de la que, al cabo de dos minutos, una fuerza invisible lo sacaba con una receta en la mano para recibir un tratamiento de electroterapia o hidroterapia (…) Iza se ocupaba de todo el mundo y, de olvidarse de alguien, era de ella misma”
Los compases finales de esta sinfonía patética son acordes que rasgan el alma. La incapacidad de Iza en cuidar a su madre, porque “hacía ya mucho tiempo que no se había parado a reflexionar, solo se había dedicado a recordar (..) Lo tenía que haber tirado todo, pero le hubiera dolido hacerlo: los objetos significaban la proximidad de las personas lejanas, y en el armario había espacio de sobra”. Domokos, el nuevo compañero de Iza, un escritor, a quien “no se le podía hablar de estas cosas, porque era capaz de utilizarlas para una novela. Para él todo, el mundo entero, era material susceptible de ser escrito. A ella misma (la anciana) la sorprendió la aversión que sentía hacia el oficio de Domokos”.
Arpegios turbadores nos aproximan del final: “Eres demasiado irresponsable para hacerte viejo (…) En un entierro la gente se abstiene de manifestar sentimientos que no sean la obligatoria tristeza y seriedad”. Un final aciago, resultado de una aparente buena voluntad de Iza aliada a la inhabilidad en comprender a su madre, y a las personas. Antal, un hombre bueno, nos sirve la explicación final; explica pero no consuela: “No lo entiende —pensó Antal, con una compasión infinita—, la pobre desgraciada es incapaz de entenderlo”. Ya lo había previsto la anciana: “Cuando comprendí que simplemente eras egoísta y que a cada uno le dabas un trozo de ti misma para que no te molestara e interfiriera en tu trabajo, rompí a llorar”.
De la verdadera comprensión, de respetar los sentimientos del otro y admitir que no sabemos casi nada de lo que circula por el alma ajena, de todo esto y de muchas más cosas nos habla este pequeño-gran libro. Hay que leerlo, cada uno a su ritmo, dejándose empapar por esta experiencia vital, tan ardua y tan humana.
Comments 1
Excelente crítica. Ya quisiera yo que me hicieras un estudio así de profundo de una de mis últimas novelas.
Athanatos o Las amantes del Führer.
Un abrazo Pablo.