Miguel de Unamuno: Vida de D. Quijote y Sancho
Miguel de Unamuno: Vida de D. Quijote y Sancho. Alianza Editorial. 2000. 320 págs.
Recientemente comenté en este espacio, el libro de un compañero de colegio, sobre Hitler y sus amantes, y recordamos – a cuatro manos- la cultura a que nos estimularon en el colegio, y el responsable por esto: un profesor, Don Javier Andreu. Pues bien, este libro de Unamuno, es todo él un crédito -y un homenaje- a este profesor que me lo hizo descubrir, y sobre el que vuelvo, con cuidado, con respeto, y con enormes ganas de saborearlo nuevamente. Toda una aventura intelectual, difícil de resumir en algunas líneas. Voy a intentarlo.
Empezando por la introducción, Don Miguel nos advierte de golpe y porrazo, para que nadie se llame a engaño: “Dejando a eruditos, críticos e historiadores la meritoria y utilísima tarea de investigar lo que el Quijote pudo significar en su tiempo y en el ámbito en que se produjo y lo que Cervantes quiso en él expresar y expresó, debe quedarnos a otros libre el tomar su obra inmortal como algo eterno, fuera de época y aun de país, y exponer lo que su lectura nos sugiere (…) Hoy ya es el Quijote de todos y de cada uno de sus lectores, y que puede y debe cada cual darle una interpretación, por así decirlo, mística, como las que a la Biblia suele darse. Es una libre y personal exégesis del Quijote, en que el autor no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diera, sino el que le da él (…) No creo deber repetir que me siento más quijotista que cervantista y que pretendo libertar al Quijote del mismo Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera como Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho. Sancho se le imponía a Cervantes, a pesar suyo”. Está todo dicho. Sobran comentarios, sobre lo que nos espera en esta lectura.
La overture de esta obra, es un ensayo que lleva por título: El sepulcro de D. Quijote. Ahí está la tesitura, la clave, en que Unamuno tocará este concierto singular. “Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón. No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponernos todos en marcha —porque yo iré con ellos y tras de ti— a rescatar el sepulcro de Don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está. Ya nos lo dirá la estrella refulgente y sonora”.
Una condena tremenda y definitiva de la mediocridad, un canto a unirse a las locuras de D. Quijote: “No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué será de nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Esta es la única cuestión. Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que existir (…) Y este sufrimiento, esta pasión, que no es sino la pasión de Dios en nosotros, Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra finitud y nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les haría romper todos esos menguados eslabones lógicos con que tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir”
Ahí encuentro un párrafo que me conmueve, porque hace muchos años -medio siglo tal vez- lo copié, devotamente, con cuidado, en una ficha de papel, y lo he utilizado por doquier, como palanca de mis intentos de humanización y de empujar a la gente a soñar sin miedo. Dice así: “Todo es en ellos sensualidad, y hasta de las ideas, de las grandes ideas, se enamoran sensualmente. Son incapaces de casarse con una grande y pura idea y criar familia de ella; no hacen sino amontonarse con las ideas. Las toman de queridas, menos aún, tal vez de compañeras de una noche”. Criar familia de las grandes ideas!!! Un grito espeluznante -hoy más si cabe- cuando los ideales y proyectos, no perduran, no pasan de la tercera página….como dice un buen amigo mío.
Continua Unamuno, con palabras que más bien son gritos: “Los esclavizadores saben bien que mientras está el esclavo cantando a la libertad se consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas (…) Y ante todo cúrate de una afección terrible, que por mucho que te la sacudes vuelve a ti con terquedad de mosca: cúrate de la afección de preocuparte cómo aparezcas a los demás. Cuídate sólo de cómo aparezcas ante Dios. Estás solo, mucho más solo de lo que te figuras, y aun así no estás sino en camino de la absoluta, de la completa, de la verdadera soledad. La absoluta, la completa, la verdadera soledad consiste en no estar ni aun consigo mismo. Y no estarás de veras completa y absolutamente solo hasta que no te despojes de ti mismo, al borde del sepulcro, ¡Santa soledad!”.
Convoca Unamuno, en paralelismo singular, actores secundarios en esta exégesis suya del Quijote. Iñigo de Loyola, y Teresa de Ávila. Nada menos. Anota Don Miguel: “Y es natural que Loyola fuese del mismo temperamento que Don Quijote, porque había de ser capitán de una milicia, y su arte, arte militar (…) Su heroico espíritu igual habría de ejercerse en una que otra aventura; en la que Dios tuviese a bien depararle. Como Cristo Jesús, de quien fue siempre Don Quijote un fiel discípulo, estaba a lo que la aventura de los caminos le trajese. El divino Maestro, yendo a despertar de su mortal sueño a la hija de Jairo, se detuvo con la mujer de la hemorragia. Lo más urgente es lo de ahora y lo de aquí; en el momento que pasa y en el reducido lugar que ocupamos están nuestra eternidad y nuestra infinitud”.
Y en otro momento: “También ella, Teresa, así como Alonso Quijano anduvo doce años enamorado de Aldonza, así tuvo ella trato con quien por vía de casamiento le pareció podía acabar en bien, y aquel con quien confesaba le dijo que no iba contra Dios”. Y vuelve, una vez y otra, en comparaciones con los caballeros andantes de la mística y de la Compañía: “Esto de la obediencia de Don Quijote a los designios de Dios es una de las cosas que más debemos observar y admirar en su vida. Su obediencia fue de la perfecta, de la que es ciega, pues jamás se le ocurrió pararse a pensar si era o no acomodada a él la aventura que se le presentase; se dejó llevar, como, según Loyola, debe dejarse llevar el perfecto obediente, como un báculo en mano de un viejo, o «como un pequeño crucifijo que se deja volver de una parte otra sin dificultad alguna».
El amor singular del caballero andante, del cual andamos todos tan necesitados, es otro de los estribillos de este canto Unamuniano. “No creáis a quienes os digan que buscan el bien por el bien mismo, sin esperanza de recompensa; de ser ello verdad, serían sus almas como cuerpos sin peso, puramente aparenciales. Para conservar y acrecentar la especie humana se nos dio el instinto y sentimiento del amor entre mujer y hombre, para enriquecerla con grandes obras se nos dio la ambición de gloria. Lo sobrehumano de la perfección toca en lo inhumano, y en ello se hunde (…) Dos mozas del partido hechas por Don Quijote doncellas, ¡oh poder de su locura redentora!, fueron las primeras en servirle con desinteresado cariño. Nunca fuera caballero de damas tan bien servido. Con alma de madres preguntaron las mozas del partido a Don Quijote si quería comer. Ved, pues, si las adoncelló con su locura, pues que toda mujer, cuando se siente madre, se adoncella (…) No recuerdo quién dijo, pero dijo muy bien quienquiera que lo dijese, que para los que aman mucho, es el amor —amor a mujer, se entiende— algo subordinado y secundario en su vida, y es lo principal de ésta para los que aman poco”.
El amor de madre también tiene vez en estos elogios femeninos: “Hay quien no descubre la hondura toda del cariño que su mujer le guarda sino al oírla, en momento de congoja, un desgarrador ¡hijo mío! yendo a estrecharle maternalmente en sus brazos. Todo amor de mujer es, si verdadero y entrañable, amor de madre; la mujer prohíja a quien ama”. Y, como Madre, la Virgen, que consigue regatear hasta con el mismo Dios, cuando anota Unamuno: “Las lágrimas maternales borran las tablas del Decálogo”
Y a continuación, otra afirmación contundente que exalta el amor del hidalgo: “Qué diría el casto y continente Don Quijote si volviendo al mundo viese el chaparrón de incentivos al deseo carnal con que se trata de desviar el amor? ¿Qué diría de todos esos retratos de mujerzuelas en actitudes provocativas? De seguro que movido por su amor a Dulcinea, por su noble y puro amor, emprendería a tajo y mandoble con todos los tenderetes en que esas porquerías se nos muestran, como la emprendió con el retablo de maese Pedro. Ellas nos apartan del amor a Dulcinea, del amor de la gloria. Siendo incentivos a que nos perpetuemos, nos apartan de la verdadera perpetuación. Acaso sea nuestro sino que haya de renunciar la carne a perpetuarse si se ha de perpetuar el espíritu”.
El amor al prójimo -no a la humanidad- también cuajó en alguna ficha, en mi primera lectura. Ésta, por ejemplo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo» —se nos dijo—, y no «ama a la Humanidad», porque ésta es un abstracto que cada cual concreta en sí mismo, y predicar amor a la Humanidad vale, por consiguiente, tanto como predicar el amor propio. Del cual estaba, por pecado original, lleno Don Quijote, no siendo su carrera toda sino una depuración de él. Aprendió a amar todos sus prójimos amándolos en Sancho, pues es en cabeza de un prójimo y no en la comunidad, donde se ama a todos los demás; amor que no cuaja sobre individuo, no es amor de verdad”.
Y la humildad verdadera en esta afirmación rotunda: “La soberbia, la refinada soberbia, es la de abstenerse de obrar por no exponerse a la crítica. El acto más grande de humildad es el de un Dios que crea un mundo que no añade un adarme a su gloria, y luego un linaje humano para que se lo critique”. Con la continuación apropiada: “Si no hiciéramos beneficios sino por las gratitudes que de ellos habríamos de recoger ¿para qué nos servirían en la eternidad? Debe hacerse el bien no sólo a pesar de que no nos lo han de corresponder en el mundo, sino precisamente porque no han de correspondérnoslo. El valor infinito de las buenas obras estriba en que no tienen pago adecuado en la vida, y así rebosan de ella. La vida es un bien muy pobre para los bienes que en ella cabe ejercer (…) Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que sólo es sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella; la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios que dice: «tienes que hacer esto» Entre mi Dios y yo —puede añadir— no hay ley alguna medianera; nos entendemos directa y personalmente, y por eso sé quién soy. ¿No recordáis al héroe de la fe, a Abraham, en el monte Moriá?
Esa es la misión, del Quijote, y la nuestra. Sin remilgos, sin escurrir el bulto, echándole pecho a la misión: “Y así es; que mi humanidad empieza en mí y debe cada uno de nosotros más que pensar en que es descendiente de sus abuelos y estanque a que han venido acaso a juntarse tantas y tan diversas aguas, en que es ascendiente de sus nietos y fuente de los arroyos y ríos que de él han de brotar al porvenir. Miremos más que somos padres de nuestro porvenir que no hijos de nuestro pasado, y en todo caso nodos en que se recogen las fuerzas todas de lo que fue para irradiar a lo que será, y en cuanto al linaje todos nietos de reyes destronados (…) Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir «¡yo sé quién soy!» no dijo sino «¡yo sé quién quiero ser!» Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es mas que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un día; el que quieres ser es tu idea en Dios, Conciencia del Universo, es la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio. Y tu impulso querencioso hacia ese que quieres ser, no es sino la morriña que te arrastra a tu hogar divino. Sólo es hombre hecho y derecho el hombre cuando quiere ser más que hombre”.
Recuerdo que con el entusiasmo de adolescente, me recreaba con la frases de este libro, en condena heroica de la mediocridad, camuflada bajo sentido común, mal vestida de falsa prudencia: “El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyes a derechas. El miedo, sí, y sólo el miedo a la muerte y ti la vida nos hace no ver ni oír a derechas, esto es, no ver ni oír hacia dentro en el mundo sustancial de la fe. El miedo nos tapa la verdad, y el miedo mismo, cuando se adensa en congoja, nos la revela (…) La locura, la verdadera locura nos está haciendo mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común que nos tiene a cada uno ahogado el propio (…) Sospecho que os queda otra dentro, desgraciados rutineros del sentido común. Lo que no queréis es remejer el poso de vuestro espíritu ni que os lo remejan; lo que rehusáis es zahondar en los hondones del alma. Buscáis la estéril tranquilidad de quien descansa en institutos externos, depositarios de dogmas, y os divertís con las necedades de Sancho. Y llamáis paradoja a lo que os cosquillea el ánimo. Estáis perdidos, irremisiblemente perdidos; la haraganería espiritual es vuestra perdición”
Y un apelo, un grito sonoro, que convida a la aventura de vivir la vida: “Sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible. No hay mas que un modo de dar una vez en el clavo, y es dar ciento en la herradura. Y sobre todo no hay más que un modo de triunfar de veras: arrostrar el ridículo. No tendremos vida exterior poderosa y espléndida y gloriosa y fuerte mientras no encendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las eternas inquietudes. Habláis de libertad y buscáis la de fuera; pedís libertad de pensamiento en vez de ejercitaros en pensar (…) Disputaban con Don Quijote su ama y su sobrina, caseros estorbos de su heroísmo. ¿No nos atenemos más bien, como buenos Sanchos, a lo de «más vale pájaro en mano que ciento volando»? ¿No olvidamos hoy y siempre que la esperanza crea lo que la posesión mata? Lo que hemos de acaudalar para nuestra última hora es riqueza de esperanzas, que con ellas, mejor que con recuerdos, se entra en la eternidad”.
El grito de Unamuno, encarnado en la persona del caballero de triste figura, es un desafío a la España apoltronada: ““Es fuerte cosa que por dondequiera que uno vaya en nuestra España, derramando verdades del corazón, le salgan al paso diciéndole que no lo entienden o entendiéndolo al revés de como se explica. Y ello tiene su raíz, y es que van las gentes a oír esto o lo otro o lo de más allá, algo que se les ha dicho ya, y no a oír lo que se les diga”. Y continua con ironía, mezclando a Alonso con Íñigo: “y aquél predicando, el uno alanceando molinos y el otro fundando Compañías. ¡Al carril, al carril todos! ¡Sólo en el carril hay orden!”
La única solución posible es, como siempre, el compromiso personal, la misión: “Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella y tengo vida y ser. ¡Heroicas palabras, que debemos llevar grabadas en el corazón! Palabras que son al quijotismo lo que al cristianismo es aquella sentencia de Pablo de Tarso: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo; no ya yo, mas vive Cristo en mí» (…) No es la inteligencia sino la voluntad la que nos hace el mundo, y al viejo aforismo escolástico de nihil volitum qui praecognitum, nada se quiere sin haberlo antes conocido, hay que corregirlo con un nihil cognitum qui praevolitum, nada se conoce sin haberlo antes querido. Que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira; todo es según el color del cristal con que se mira, como dijo nuestro Campoamor”.
Sí, el compromiso personal, la conciencia de misión, en aquella frase tremenda que también hace eco en mi memoria a lo largo de este medio siglo: “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”. Y concluye Unamuno “Tu hazaña, tu verdadera hazaña, la que hará valer tu vida, no será acaso la que vayas tú a buscar, sino la que venga a buscarte, y ¡ay de los que van en busca de la dicha mientras está ella llamando a las puertas de su casa! Por algo se dijo lo de que las más grandes obras son obra de circunstancias”. Redimir la circunstancias, como diría años después Ortega, y no usarlas como disculpas que a nadie convencen.
Concluye esta obra Unamuno con una reflexión que se le impone: “Es ya de noche, he hablado esta tarde en público y aún se me revuelven en el oído tristemente los aplausos. Y oigo también los reproches, y me digo: ¡tienen razón! Tienen razón: fue un número de feria; tienen razón: me estoy convirtiendo en un cómico, en un histrión, en un profesional de la palabra. Y ya hasta mi sinceridad, esta sinceridad de que he alardeado tanto, se me va convirtiendo en tópico de retórica. ¿No sería mejor que me recogiese en casa una temporada y callase y esperara? Pero ¿es esto hacedero? ¿podré resistir mañana? ¿no es acaso una cobardía desertar? ¿no hago algún bien a alguien con mi palabra aunque ella me desaliente y apesadumbre? Esta voz que me dice: ¡calla, histrión! ¿es voz de un ángel de Dios o es la voz del demonio tentador? ¡Oh Dios mío, Tú sabes que te ofrezco los aplausos lo mismo que las censuras. Tú sabes que no sé por dónde ni adónde me llevas; Tú sabes que si hay quienes me juzguen mal, me juzgo yo peor que ellos; Tú, Señor, sabes la verdad, Tú solo; mejórame la ventura y adóbame el juicio, a ver si enderezo mis pasos por mejor camino del que llevo!”.
Y, al final, recuperado de este bajón reflexivo, levanta la voz como el hidalgo de la Mancha para gritar nuevamente: “¿Hay una filosofía española, mi Don Quijote? Sí, la tuya, la filosofía de Dulcinea, la de no morir, la de creer, la de crear la verdad. Y esta filosofía ni se aprende en cátedras ni se expone por lógica inductiva ni deductiva, ni surge de silogismos, ni de laboratorios, sino surge del corazón (…) Regálanos tu locura, eterno Don Quijote nuestro! Regálame tu locura y deja que en tu regazo me desahogue. Si supieras lo que sufro, Don Quijote mío, entre estos tus paisanos cuyo repuesto todo de locura heroica te llevaste tú, dejándoles tan sólo la petulante presunción que te perdía. ¡Si supieras cómo desdeñan desde su estúpida e insultante vanidad todo hervor de espíritu y todo anhelo de vida íntima! ¡Si supieras con qué asnal gravedad ríen las gracias de la que creen locura y toman gusto de lo que estiman desvaríos! ¡Oh, Don Quijote mío, qué soberbia, qué estúpida soberbia la soberbia silenciosa de estos brutos que llaman paradoja a lo que no estaba etiquetado en su mollera y afán de originalidad a todo revuelo del espíritu! Para ellos no hay quemantes lágrimas vertidas en silencio, en el silencio del misterio, porque estos bárbaros se lo creen tener todo resuelto; para ellos no hay inquietud del alma, pues se creen nacidos en posesión de la verdad absoluta; para ellos no hay sino dogmas y fórmulas y recetas”.
Un canto, casi em ritmo de salmodia, al quijotismo, para oponerse a la sensatez que no es sino desvarío de haraganes, arrogancia de ignorantes. Por eso, a seguir, el autor nos dirige la palabra en confidencia, con cariño de abuelo, de patriarca. Y así cerramos estos comentarios, porque ya está todo dicho: “Mira, lector, aunque no te conozco te quiero tanto que si pudiese tenerte en mis manos te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable. Si no he logrado desasosegarte con mi Quijote es, créemelo bien, por mi torpeza y porque este muerto papel en que escribo ni grita, chilla, ni suspira, ni llora, porque no se hizo lenguaje para que tú y yo nos entendiéramos”. Bravísimo Don Miguel!
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Verdaderamente ha asumido el papel de erudito el Doctor González Blasco en este destacado sobre la obra inmortal de Cervantes. González Blasco nos invita a soñar sin miedo… Y más aún de la mano de Don Miguel de Unamuno. Esta extraordinaria pieza me hizo recordar que Dostoyevsky también era un admirador del Quijote y llegó a decir que el día del juicio final el ser humano no se olvidaría de llevar bajo el brazo al Quijote de la Mancha.
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