Luis Mateo Diez: La Fuente de la Edad

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Editor digital: Titivillus. Epublibre . 1986. 299 págs.

Para los que hacemos de lectura un hábito de vida, es normal estar atento a los premios literarios. No sólo los premios Nobel  -que no siempre traducen un sentir popular, hay de todo- como los que se otorgan en lengua castellana. El Planeta, sin duda, suele coincidir con la aprobación popular, porque tiene impacto en las ventas. El Cervantes, donde también uno encuentra de todo, y para todos los gustos. Escritores que te hacen mella, otros que te agradan, y  alguno que pasa a tu lado sin dejar rastro. 

Fue justamente el último premio Cervantes, lo que me atrajo hasta Luis Mateo Diez, y me hice con un par de obras suyas. Pero cuando enfilé las primeras páginas, el estilo no me era del todo extraño. Consulté mi lista de libros leídos -después de tantos años, confieso que no tengo todo en la cabeza, ni falta que hace- y tropecé con un comentario muy breve, sobre una obra suya que leí hace más de 20 años (El diablo meridiano), donde anoté: “Son tres cuentos de estructura muy peculiar, vitalista, intuitiva. Mantiene la atención, pero le falta argumento. Tiene reflejos de literatura fantástica. No agradará a cualquiera”. Es decir, que pasó por mí, casi sin pena ni  gloria.

Con esa advertencia presente, me zambullí en la lectura de La Fuente de la Edad, y encontré algo similar -en estilo, y en evolución del argumento- a lo que había leído hace años. Una prosa que se me hace enrevesada, quizá por exceso de detalles y de epítetos: “Una bombilla colgaba la desnuda miseria en el limitado rellano final, y el mugriento lucernario colaba a duras penas las cenitales lumbres del oscurecer”.

Y el desenfado, casi irreverente, con que mezcla lo elevado con las pasiones humanas: “Nuestro Padre Gerónides —dijo— y su nombre sea por siempre alabado, de quien tu tío Floro, Paco, Aquilino Rabanal y un servidor, somos evangelistas, exhortaba, querido Chamín, como signo de salud y bienestar, a la mística conjunción del lupanar y la taberna. La saya de Afrodita y el laurel de Baco (….) Permitirme una invocación a Nuestro Padre Gerónides, que desde su alcohólica gloria por nosotros vela”

Aquí, cada uno va a lo suyo, es decir, a por la tal fuente de la edad, que te mantiene joven, según reza la tradición. “Por satisfechos nos daremos si alcanzamos el Mágico Venero de don José María. Esas aguas de juventud que encierran el poder medicinal del tiempo”. Y el resto, por ejemplo los  desastres familiares, se ventilan como si fueran cosas de poca monta: “Pelines —dijo Paco Bodes— llevaba al cuello la esquela y de ella se vanagloriaba. Acordaros de la tarjeta que imprimió en Navidades: lo que queda de Jesús Pelines, agente comercial, le felicita a usted las pascuas. . —Es que no tuvo suerte con esa Benilde que se agenció para aliviar la soledad del viudo —comentó Melendres—. Abres la puerta buscando un consuelo y un respiro, y te entra un vendaval que te arrasa la vida. —No se sabe lo que pasa, pero hay que reconocer que con frecuencia al pobre pardal se lo lleva la pájara de más cuidado —dijo Avelino—. Será difícil olvidar ese duelo: el féretro de Pelines por la costanilla y la Benilde en el balcón, guiñándole el ojo al cerillas del Autobar”.

Desastres y aventuras donjuanescas, que tampoco se sabe como encajan en todo este tinglado. Dice uno de los confrades de la fuente: “Compaginar la legítima y la cuñada es andar ensayando equilibrios de riesgo perentorio. Tal concilio, y en la propia choza familiar, apenas lo encuentras entre motilones y otros pueblos bárbaros, y eso contando con las bendiciones del brujo de la tribu. A ti Olegario, te pierden las costumbres primitivas”. La prosa, sugestiva pero enrevesada, como en los sufrimientos de otro confrade: “Paco Bodes aliviaba la espera reconstruyendo, apostado en la esquina de la calle y vigilando el panorama de la Plaza, uno de aquellos poemas que su mujer le había destruido, en el trance de sus más duras desavenencias, poco antes de lo que él denominaba el Portazo de la Liberación. Aurelia Lucillo había hecho desaparecer casi el setenta y cinco por ciento de su obra inédita, por el ignominioso procedimiento de irla tirando en la taza del retrete y en el cubo de la basura. La antigua musa llegó a convertirse en una obcecada vengadora de la desdicha conyugal. Y la lírica, que un día sublimara aquella relación tan predispuesta al infarto amoroso, acaparó todo el odio, como si los versos fermentasen corrompiendo las enaltecidas imágenes, destilando los más rastreros gusanos de la inquina y el desamor (….) El dolor es siempre más generoso que la dicha —corroboró Paco Bodes—, perdura y se reparte con mucha mayor prodigalidad”.

En el itinerario hacia la fuente -que no me ha quedado claro en ningún momento, el argumento no aparece como noté en la obra anterior- se contemplan situaciones grotescas de personajes secundarios. “Tenemos los Lisiados —dijo Nazario, atrayendo la atención de todos, especialmente la de Benjamín, hacia los dos únicos dedos de su mano derecha, con los que cogía el vaso como si formaran una pinza— la condición de lo incompleto, la conciencia de que aquello que nos falta es ya patrimonio de la muerte, preludio de ese porvenir fatal. Aquí en la Peña nos cobijamos, los seis que fuimos al fundarla, dispuestos a alejar el recuerdo de lo que estamos privados”.

O este otro, que habla en verso. Tiene su mérito, pero confieso que no se cómo encajarlo en todo este berenjenal: “Mi nombre es Publio Andarraso, donde nací no hace al caso. Ni me duermo ni me siento, de pie mi vida sustento. Soy oráculo y vigía, de esta ciudad que no es mía. Paso la noche vagando, y oteo lo que va pasando. Nunca me muevo de día, soy una estatua vacía. En cualquier esquina quieto, como guardando un secreto. Mi verbo es fiel pareado, para hablar claro y rimado. Más cosas no preguntéis, porque más que yo sabréis”.

Ya que estamos hablando del Premio Cervantes, en medio del libro, saltan frases que podrían ser refranes si estuvieran en boca de Sancho, dirigiéndose al Hidalgo de la Mancha. Algunas muestras: “No es la investigación una lotería sino un barómetro de la constancia (…) Nosotros sabemos dirimir, con la holgura y la atención precisa, esos términos de ciencia y tradición por donde zascandilea el auténtico conocimiento de las cosas (…) Pero, con todo, sigue uno fiel a lo que en el escudo de armas, que luego les enseño, se lee: De García arriba nadie diga, De García abajo ni caso (…) Cada cual debe saber cómo perder el tiempo. No hay pájaro que no vuele más de lo debido ni enredadera que no crezca más de la cuenta”.

Figuras grotescas, empeñadas en encontrar el venero de la juventud eterna. Pero hay que reconocer que  esto no es Fausto, ni el Retrato de Dorian Gray, y los personajes son de poca monta, aunque afirmen lo contrario: “Y que veas por nuestra parte precisamente eso, el intento de rescatar la obra y la figura de alguien que está a mil años luz del medio pelo que por ahí tanto abunda”. Y lógicamente se les ve el plumero, antes o después: “Sólo digo que entre el homo rusticus y el urbanus me quedé con el segundo, y defiendo mi derecho de tal. La belleza de un árbol, por otra parte, jamás me pareció mayor que la de una farola, para qué voy a engañaros”. Y el desenfado chabacano: “Písame, paloma, no tengas cuidado, que si la noche es pródiga hasta que se apague la hoguera nadie podrá pararnos. —Dios me libre, si es usted el que me tiene breada. —Trátame de tú, que no hay cosa que me guste tanto como que me pierdan el respeto. —Desde luego lo que tienes de simpático lo tienes de mal bailarín”.

¿Dónde me ha llevado la fuente de la edad? Pues a lo mismo que concluí hace años: un asomo de literatura fantástica, con prosa barroca, de lo que me temo no me quedará mucho para nutrirme. En un párrafo que subrayé me parece vislumbrar algo de este estilo con el que no sintonizo: “En la ficción quise encontrar el refugio de mi vida, invadido por la rara melancolía de los primeros vasos, pero ya en ella no logro esconderme, porque al fin, en todos mis personajes me he descubierto, como si hasta la saciedad me repitieran a mí mismo, como si ninguno tuviese sustancia propia: todos surgidos en el espejo de lo que yo soy, abrumado con tanta repetición de mi penosa existencia. El refugio de la ficción se convirtió, a la postre, en un sueño vanidoso y estúpido, porque de todas las cosas que hay en el mundo nada aborrezco más que a mí mismo, a quien con la ficción estuve perpetuando más que olvidando”. Talvez eso sea el alter ego de Mateo Diez. ¿Quién sabe? Pero, al final, como es un premio Cervantes -que contempla la obra entera del escritor- hay que darle el respeto debido y entender los gustos del momento. Y también habrá que dejar pasar bastante tiempo antes de aventurarme con la otra obra suya que tengo separada.

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