Maria Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra
Maria Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español Ed. Siruela, Madrid, 2016. 671 págs.
Me lo he pensado varias veces sin llegar a una conclusión clara. Intentar resumir en estas líneas la obra que nos ocupa es una pretensión inútil, quizá vecina a la arrogancia. Pero dejar de anotar algunas ideas que me impactaron -pocas, porque son muchísimas- tampoco me parece justo. Y es de justicia de lo que estamos hablando con Roca Barea. Porque lo que tenemos delante no es un tratado o una opinión, sino un estudio histórico de extraordinaria seriedad, como se puede comprobar por la bibliografía enorme donde se apoya. Basta consultar las referencias, lo que te lleva a avergonzarte por tu poca cultura. Esa es la primera advertencia que se impone.
La segunda es que no es una obra confesional, que viene a defender nada. La autora lo deja claro. “No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal. Siempre he tenido dificultades para decidir si soy de izquierdas o de derechas”. Y al final del libro, para que nadie tenga duda, ni se le olvide lo que ya advirtió, añade: “Es una cosa muy rara, pero los católicos no se defienden. Como no soy católica más que de refilón, esto no lo comprendo. Las causas deben estar en el subsuelo de la mentalidad católica y no llego a ellas (…) El mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo”.
Y la tercera es que escribo este comentario en español, aunque la mayoría de mis lectores son de lengua portuguesa. Porque es un libro para españoles, ya que al final, como se deduce, el complejo lo hemos inventado nosotros. Por eso, el prólogo de Arcadi Espada advierte: “Nuestra ensayista ha conseguido con este libro algo de extremada dificultad en esta época. Ha hecho de España un país simpático”.
Dicho esto, conviene incluir la advertencia de abertura de pluma de la autora: “Se procurará en lo que sigue no incurrir en resbaladizas disquisiciones morales sino dejar constancia de los hechos. El juicio moral en la historia es planta muy delicada y suele ser arrastrada por prejuicios conscientes e inconscientes. Alguien manda siempre, y solemos odiar o admirar a quien lo hace por el mero hecho en sí, ciega e irreflexivamente, cuando el verdadero asunto moral es cómo manda el que manda cuando le toca mandar. Porque nadie manda mucho tiempo sin el consentimiento explícito o silencioso de los mandados. El mando es responsabilidad, y el que manda tiene que asumir muchas responsabilidades y hacerles frente. No puede desertar de ellas o perderá el mando. Asume riesgos, toma decisiones, enfrenta errores. Por eso es tan cómodo que mande otro (….) Las leyendas negras son como el principio de acción y reacción de la física aplicado a los imperios. Nuestro propósito con este libro es comprender por qué surgen, qué tópicos las configuran y cómo se expanden hasta llegar a ser opinión pública y sustituto de la historia”.
La Primera Parte se aventura en el tema de los Imperios y la Leyenda Negra, como pareja inseparable. Y empezando por el segundo término de la ecuación, advierte Roca Barea: “La palabra leyenda procede del protestantismo y de las guerras de religión. La leyenda negra falsea nuestro carácter, ignora nuestra psicología, y reemplaza nuestra historia contemporánea con una novela, una relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos. Relatos fantásticos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado sobre España fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad, y, finalmente, la afirmación contenida en libros al parecer respetables y verídicos y muchas veces reproducida, comentada y ampliada en la Prensa extranjera, de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas”.
Y continua: “La leyenda negra es la opinión según la cual en realidad los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas cualidades que comúnmente se consideran civilizadas. Leyenda negra es opinión, es contra España y es infundada. Si hubiera reflejado un prejuicio antisemita o contra los negros, hace tiempo que constituiría delito, pero la hispanofobia pertenece a una clase de racismo que, por su nacimiento vinculado a un imperio, vive bajo el camuflaje de la verdad y arropado por el prestigio de la respetabilidad intelectual. Creo que la idea de que la leyenda negra es producto de los complejos españoles, así como de nuestra neurótica preocupación por la opinión ajena es de origen francés. La leyenda negra no es más que «la imagen exterior de España tal como España la percibe. Consiste… en los rasgos negativos… que la conciencia española descubre en la imagen de ella misma. Las expulsiones de judíos fueron una constante en la Europa tardomedieval y moderna: Inglaterra en 1290, Francia en 1306, etcétera, y no cosa particularmente española. Todas fueron más duras que la que aquí se produjo y no se dio a los judíos la posibilidad de convertirse ni de enajenar sus bienes. Dice un conocido refrán que no hay mayor mentira que una verdad a medias. Mentir con la verdad no deja de ser mentir”. Ahí queda eso, y podríamos encerrar aquí los comentarios. No lo hago, por aquello de que podría parece un espasmo de una hinchada fanática, restando seriedad al trabajo histórico de investigación. Es decir, habrá que continuar”
El tema de los Imperios alcanza otras naciones que también fueron, o son, de carácter imperial. Es decir, no es exclusivo español -eso lo deja para otra parte del libro- y la fobia se extiende a todos los que gozan del predicado imperial. Explica: “Dos parecen ser las notas dominantes en la noción de imperio a simple vista: poder y extensión territorial. El diccionario Oxford, un poco más dispuesto a arriesgarse con definiciones sociohistóricas, dice que un imperio se caracteriza por ser una organización que engloba a pueblos diversos, con lenguas distintas y casi siempre religiones distintas. En los imperios, hay siempre un grupo étnico o un pueblo, o como lo queramos llamar, que encabeza la nueva estructura político-territorial y que los otros (galeses, languedocianos, escoceses, catalanes, alsacianos, calabreses, pomeranos…) se unen al proyecto estatal bien de grado o por la fuerza o las dos cosas al mismo tiempo. Entiéndase bien esto. Hay no pocas ocasiones en la vida en que hay que dar a la gente un empujoncito para que haga lo que en realidad desean y les conviene. Este «de grado o por la fuerza o las dos cosas» no puede producirse más que entre gentes que ya tienen una larga convivencia por proximidad geográfica, y costumbres afines, por comercio, por guerras y por otras formas de intercambio humano”.
¿Cómo se forma un Imperio? Y responde: “Son obra de dos generaciones a lo sumo y nada hacía pensar que surgirían unas décadas antes. Las siguientes generaciones se limitan a consolidar, a veces a ampliar y luego a ir perdiendo poco a poco el imperio. Pero lo grande, el trabajo sustancial, lo hacen aproximadamente dos generaciones, a veces una (…) Los historiadores pagan peaje a las ideologías y acaban embarrancando en juicios morales que varían según el catecismo que se aplique. Esto dificulta enormemente no ya la comprensión de los hechos, sino su mera exposición y hasta identificación (..) La confusión imperialismo/imperio era esperable porque la tentación del juicio moral era irresistible. El que manda tiene siempre mala prensa. La manipulación consciente del lenguaje es siempre visible y grosera, y por lo tanto, ayuda a ver aquello que la manipulación misma quiere tapar. En esta investigación el lenguaje será uno de nuestros principales aliados. Seguiremos a menudo las pistas que las palabras y expresiones han dejado tras de sí en varias lenguas europeas. Comprobaremos cómo nos ayudarán muchísimo a ver con mayor claridad lo que estudiamos: Imperiofobia y leyenda negra. Porque este es nuestro objetivo: ver mejor y quizá comprender”.
Sobre el tamaño de los Imperios, la autora apunta: “Si nos atenemos al criterio de la extensión territorial, los cuatro imperios más grandes han sido: 1. Imperio británico: 31 millones de km2 (en 1938). 2. Imperio mongol: 24 millones de km2 (mediados del siglo XIII). 3. Imperio ruso: 23 millones de km2 (en 1913). 4. Imperio español: 20 millones de km2 (alrededor de 1750)”.
Y sobre la génesis, el estudio profundiza, con seriedad y también con ironía. Por ejemplo, la teoría del Imperio Inconsciente con la que se ataca a los británicos “según la cual los británicos aparentemente adquirieron su imperio in a fit of absense of mind (un ataque de despiste). En realidad, el imperio se construyó en medio de una generalizada apatía que permitió que algunos hicieran lo que les apetecía: expandirse por 31 millones de kilómetros cuadrados en un momento de distracción (…) Por un lado se pretende con él disminuir la grandeza, la eminencia que un pueblo determinado puede alcanzar por el hecho de haber levantado un imperio. El Imperio Inconsciente remite en última instancia a las fuerzas ciegas e involuntarias de la naturaleza. Ciegas para nosotros, naturalmente. En realidad nosotros somos los ciegos”. Y añade el núcleo de la génesis imperial: “El imperio es un fenómeno histórico que solo se torna inteligible desde la perspectiva del caos, porque es en gran medida un fenómeno de auto estructuración. Esta es una de las razones por las que triunfan los imperios. Rompen estructuras de poder locales, viejas y cuasi sacralizadas, con redes clientelares muy consolidadas y, por tanto, poco flexibles. Las oportunidades de prosperar en estas sociedades férreamente locales son escasas. Los imperios son principalmente meritocracias”.
Evidentemente, todo esto es molesto y levanta críticas, muchas. “La propaganda anti imperial de los intelectuales es un mecanismo para crear opinión pública formado consciente y deliberadamente por poderes locales que defienden su posición frente a un imperio en expansión. Tenían que soportar el hecho hiriente para el orgullo de cualquiera, y mucho más para un intelectual, que suele tenerlo multiplicado por dos o tres, de que su tierra natal estaba sometida a un poder exterior. Este poder no tenía más remedio que ser bárbaro e inferior, y si había alcanzado una posición dominante tenía que ser por necesidad en virtud de su propia barbarie, a la que uno no puede enfrentarse sin convertirse en bárbaro también. Es una reflexión que puede aplicarse muy sosegadamente a todos los imperios. Cuando estos pierden su poder, ¿los distintos pueblos de ese imperio mejoran su vida?”.
Después organiza un largo paseo por los Imperios, que es mejor leer que comentar. Pero lo que no resisto es a incluir algunas de las críticas que van salpicando, con humor, toda esta génesis imperial. Evidentemente Francia es la cuna del antiimperialismo, y la autora no deja títere con cabeza: “Recordemos que fue en Francia donde alcanzó su mayor apogeo la teoría de la degeneración americana de la que ya hemos hablado. ¿Quién quiere un imperio en América si cuanto allí está es fruto de la degeneración o está inevitablemente destinado a degenerar? Igualmente se buscará como ejemplo de todo aquello que se considera anticuado y despreciable al gran imperio americano de entonces: España. Esta actitud es semejante a la de la zorra con las uvas inalcanzables y demuestra una inteligencia práctica extraordinaria y admirable en las élites francesas. El menosprecio para con los imperios coetáneos o nacientes, que son bárbaros, atrasados, degenerados y casi dignos de compasión, no afecta solo a España y a Estados Unidos. El amor-odio por Rusia forma parte de ello (…) Realmente la opinión pública francesa está convencida de que todo cuanto sucede en Rusia y en Estados Unidos es obra de sus ilustrados”.
Es decir los franceses piensan, pero no se mueven, porque “hay que estar dispuesto a salir de los salones, de los encajes y las pelucas para afrontar una empresa de esa envergadura. Francia tuvo muchos y notables ilustrados, pero no tuvo imperio, porque puso su admiración en un modelo de hombre que es poco partidario de dormir al raso (…) Esta idea fija con los imperios forma parte solo de la Ilustración francesa y afecta a todos los imperios. Si son nuevos (Rusia), están sin civilizar. Si son viejos (España), están corrompidos, degradados y atrasados. Si están germinando (Estados Unidos), van a degenerar rápidamente (…) Se permiten dar consejos sobre cómo hay que gobernar el Imperio ruso, después de haber perdido el suyo. Esto lo harán también con España y con Estados Unidos. Todos participan de esta sabiduría para el gobierno de los imperios: Montesquieu, Voltaire, Diderot, Jaucourt, Baudeau. Opinar sobre Rusia —y España— es, en la segunda mitad del siglo XVIII, casi un deporte intelectual en Francia”
También a los pensadores de moda -actuales o antiguos- no les ahorra críticas contundentes: “Chomsky mezcla medias verdades y medias mentiras (mecanismo habitual de la leyenda negra). Nadie se atreverá a reprochárselo porque vive protegido por la armadura moral de ser un intelectual de izquierdas y estar, por tanto, en el lado de la justicia y la verdad. Tampoco nadie levantó su voz en España para acusar a fray Bartolomé de Las Casas de verter acusaciones terribles a partir de medias verdades o de ninguna. También él estaba protegido por la barbacana de la integridad moral, puesto que era un hombre de la Iglesia. Fray Bartolomé fue escuchado y atendido en las más altas instancias políticas y sociales de su tiempo, exactamente igual que hoy lo es Noam Chomsky (…) En cuanto al número de muertos ocasionados por los españoles en América tenemos que, si dividimos los millones que fray Bartolomé dice por el número de españoles que llegaron a las Indias, cada español —incluidos mujeres y niños— tuvo que matar a unos catorce indios al día hasta la independencia de las repúblicas”.
Y concluye de modo definitivo con esta afirmación tremenda: “Es el haberse puesto al servicio de los prejuicios anti imperiales lo que los llevó a la cumbre y los convirtió en personajes históricos. Los prejuicios anti imperiales no se originan como consecuencia de unos motivos, sino que son anteriores al rosario de tópicos en torno a los cuales se articulan. Nacen del complejo de inferioridad que resulta de ocupar una posición secundaria al servicio de otro o con respecto a otro, incluso cuando esto beneficia o no perjudica. Nada nos hace sentir más incómodos que tener que estar agradecidos. El resquemor de vecinos y aliados puede ser mucho más intenso que el de un enemigo. Por esto las distintas imperiofobias se parecen tanto unas a otras, porque nacen del mismo pozo de frustración”.
Y el corolario de esta conclusión es servido de esta manera: “Todas las leyendas negras arraigan y se alimentan de las partes menos nobles del ser humano, aunque su elaboración requiera de mecanismos de manipulación que son muy conscientemente manejados por los agentes que le dan forma en cada caso. Si se expanden y cunden con tanta facilidad es porque halagan el racismo consustancial a la especie en su versión más básica: para ser yo superior tiene que haber un inferior. Como esto es difícil de mostrar frente a pueblos que no son precisamente insignificantes en la carrera de la historia, la Imperiofobia es una forma de racismo que requiere de una orquestación adicional, una andamiaje intelectual que alimente y reconforte a los pueblos con el ego dolorido (…) La Imperiofobia es un prejuicio feliz porque goza de prestigio intelectual. No es una creencia popularmente extendida y errónea que cualquier persona con un mínimo de cultura rechazaría por falsa y arbitraria. Halla su acomodo más perfecto entre las clases letradas, y esto es lógico puesto que a ellas debe si no el haber nacido, sí el haberse desarrollado y extendido hasta convertirse en opinión pública. Solo las élites letradas están en condiciones de solidificar un prejuicio difuso en forma de propaganda, textos y literatura, y, llegado el caso, de Historia con mayúscula. No hay leyenda negra donde no haya una clase letrada con capacidad para convertir el malestar de un pueblo que orbita alrededor de un imperio o se opone a él, en un conjunto de motivos bien organizados que justifiquen la opinión común de que el pueblo imperial es bárbaro, cruel, inmoral y poco dotado intelectualmente (…) La otra cara de la moneda es el racismo que desarrollan los pueblos que ocupan una posición subalterna con respecto al pueblo que desencadena un proceso imperial y lo sostiene. Molesta sobremanera saberse en la segunda división de la historia y, en cierto modo, subsidiarios y dependientes. Este complejo de inferioridad es el que busca su alivio en la Imperiofobia. Hay que disminuir la talla del pueblo imperial, y como no es posible agarrarse a las condiciones materiales de su existencia, es necesario demostrar que son espiritualmente inferiores. El racismo tiene siempre una connotación de inferioridad moral e intelectual”.
No sería necesario agregar comentarios sobre lasegunda parte, específica de la Hispanofobia en la época imperial, pero, de nuevo, no quiero -ni puedo- resistir a la tentación apetitosa. Arranca el estudio por Italia, donde empieza la leyenda negra, “simplemente porque la primera expansión imperial española se hizo hacia el Mediterráneo. Su semejanza resulta de las circunstancias análogas que provocan su nacimiento: orgullo herido y necesidad de no sentirse inferior (o agradecido), y oligarquías regionales asentadas desde antiguo que se ven en peligro. Los españoles no son descendientes de los romanos, como lo son los italianos, porque se han mezclado con judíos y moros, y además son medio godos, de manera que poco les queda de la noble estirpe romana de la que descienden sin mezcla alguna los italianos. En esta versión del prejuicio se critica a los españoles por su excesiva tolerancia con moros y judíos, y por no haberse recatado de mezclarse con ellos. En una versión más tardía, que nace vinculada al liberalismo, el prejuicio gira sobre sí mismo, y la relación de los españoles con el mundo semita sirve ahora para acusar a estos de intolerancia con moros y judíos. No hay salvación: los españoles o son demasiado semitas o son perseguidores de semitas”.
Y añade, golpeando nuevamente a los italianos: “el Renacimiento se produjo a pesar de que España estaba al mando en la Europa Occidental, y no porque España mandaba. Esta aberrante idea ha vivido y vive con holgura en la historiografía y el ensayo, como si una revolución en las costumbres, en la cultura, en la manera de ver el mundo de tal envergadura como el Renacimiento, pudiera producirse no ya contra el grupo dirigente, sino al margen de este (…) El dominio español no tuvo en lo material consecuencias desgraciadas para el sur de Italia y Sicilia. El imperio existe porque mejora las condiciones de vida en amplios territorios mucho más que las empeora en determinados momentos y lugares. El prejuicio precede a las causas, las busca y las fabrica. No al revés. De otro modo dejaría de ser un prejuicio”. Y no podría faltar una apunte sobre el Papa Borgia: “Alejandro VI no fue distinto de otros papas que lo precedieron o lo sucedieron. ¿Qué es lo diferente en él? Que es español, y no italiano”.
Muy esclarecedor el trecho dedicado a Erasmo de Rotterdam, “que dedicó a Carlos V su Institutio principis christiani donde desarrolla su proyecto político: una doctrina opuesta a la de Maquiavelo en la que lo compartido, esto es, los principios del cristianismo, es capaz de unir la diversidad y ligar políticamente a las naciones de Europa. Erasmo expresa su convencimiento de que el príncipe cristiano deber regir su política por la Philosophia Christi y cree que el nieto de Maximiliano es el hombre adecuado para tamaña empresa (…) Que Erasmo aceptara y compartiera los muchos prejuicios raciales que pululaban por Europa en aquel momento no fue obstáculo para que fuera venerado por los intelectuales españoles del momento. Por eso, cuando fue invitado por el cardenal Cisneros a ocupar una cátedra en Alcalá de Henares, Erasmo no quiso venir a España. En carta escrita a su amigo Tomás Moro el 10 de junio de 1510 explica su negativa con la famosa frase Hispania non placet. Erasmo ha asumido el prejuicio humanista, tan abundantemente esparcido por los italianos, de que los españoles son un pueblo cuya sangre y cultura están mezcladas de lo moro y lo judío y, profundamente antisemita como era, rechaza España sin tomarse la molestia de conocerla. Del poder de los prejuicios raciales desdichadamente no se libran ni las mentes más preclaras. Dicen que en la madurez de su vida, después de haber conocido a muchos españoles por los caminos de Europa, porque fue un viajero incesante, se arrepintió de no haber aceptado la propuesta de Cisneros”.
La Hispanofobia de génesis protestante, en amplio espectro, también es abordada con detalle. “La identidad colectiva de los pueblos protestantes está levantada sobre la denigración de los católicos y, entre estos, España ocupa un lugar de honor. Cada nación protestante construyó su ser, su necesidad de ser, por oposición y contraste con los demonios del Mediodía. Si este apoyo faltara, ¿dónde buscar el soporte que sostenga la diferencia? A los pueblos católicos les cuesta entender esto porque no hay nada parecido en los mimbres de su identidad. El católico no necesita pensar en el protestante para existir, ni busca considerarlo un ser inferior y moralmente degradado para creer que su catolicismo es lo correcto. Piensa que están equivocados y nada más. No requiere del otro para justificar su existencia en el mundo. Su ser católico no crece ni mengua porque el protestante exista. En cambio, las iglesias protestantes se levantaron contra algo y ese algo tenía y tiene que ser necesariamente muy malo. (…) En general, los imperios no suelen ocuparse de defender su reputación. Tienen asuntos más graves entre manos. Los imperios reaccionan con un ataque propagandístico en regla cuando este procede de un poder lo suficientemente sólido como para ser una amenaza. Ni Inglaterra ni los Países Bajos fueron nunca una amenaza seria para el Imperio español”
Le llega, naturalmente, la vez a Lutero “que se presenta ante la opinión pública como el campeón germánico que se levanta contra la opresión latina, el Hércules germánico. Lutero era profundamente antisemita. Algunos historiadores del nazismo no han querido ocultar que los textos de Lutero sirvieron a los nazis para justificar el holocausto. El historiador británico Paul Johnson, Robert Michael y otros consideran que el origen del antisemitismo alemán que llevó a aquella tragedia está en Lutero”. Pero nada de esto es obstáculo para la relectura a que se somete la historia, donde el campeón germánico protestante “liga su destino a unas oligarquías locales que tienen problemas por arriba (Carlos V) y por abajo (campesinado empobrecido y rebelde)”.
La autora, en este punto, advierte algo esencial, muy poco ventilado: “Uno de los mayores empeños de la historia oficialmente reconstruida por los nacionalismos en el siglo XIX ha sido el de soslayar que las guerras anti imperiales fueron guerras civiles. Hubo españoles en aquel conflicto, pero hubo sobre todo y principalmente alemanes que apoyaban la unidad política y religiosa del Imperio y que perdieron la guerra. La reconstrucción nacionalista de los hechos se empeña en presentar una versión distinta, según la cual los alemanes, como un solo hombre, estaban todos del mismo lado, y los pocos que estaban en el otro bando eran un residuo de traidores en los que no merece la pena fijarse. Hubo en muchísimas ocasiones más alemanes que españoles en las tropas del emperador Carlos V y también en las de su hijo Felipe. Destacado fue su papel en la batalla de Pavía en 1525, en las guerras de Italia y en la invasión de Túnez de 1535, y podrían multiplicarse los ejemplos. La participación de los alemanes en los asuntos del imperio, antes y después de Carlos V, fue bastante más importante de lo que habitualmente se dice, porque, como todo imperio, el español era un conglomerado multinacional. En la Armada que Felipe II envió contra Inglaterra en 1596 había 19 galeones de Castilla, 9 de Portugal y 53 navíos flamencos y alemanes, entre otros buques”.
Calvino es convocado también al banco de los reos: “El número total de víctimas de la intolerancia calvinista alcanza las 500 personas en un periodo de unos diez años en una ciudad con menos de 10.000 habitantes. Manteniendo la proporción, la Inquisición española hubiera debido matar a un millón de personas por siglo, más o menos, para igualarse en el ranking de la intolerancia. En el Parque de los Bastiones en Ginebra se levantó en 1909, con motivo del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Calvino, un monumento que tiene varios cientos de metros y que representa las imponentes figuras de Guillaume Farel, Calvino, Teodoro de Beza y John Knox. Habría que preguntarse qué pasaría si a alguien se le ocurriera hacerle un monumento a Torquemada, que, comparado con Calvino, parece una mascota. La realidad es que el católico Imperio español representó la defensa de una Europa unida y plurinacional que los protestantes nacionalistas procuraron destruir, aunque esto no se estudia así”
A seguir, Inglaterra, y su especifica hispanofobia: “El caso inglés comparte con ambos el haber convertido la hispanofobia en parte de su religión. William Cobbet, autor protestante, afirma en su History of the Protestant Reformation in England and Ireland que la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia. Cobbet no investigó exhaustivamente en los archivos de la Suprema, órgano rector de la Inquisición, pero es que no hacía falta hacerlo para llegar a tal conclusión. Solo era preciso sobreponerse a los prejuicios, escarbar en el fango de la propaganda y aplicar la lógica. Acusar a un pueblo de genocidio es una cosa muy seria y no puede hacerse a la ligera. Dieciséis años antes de que la ley inglesa permitiera que un obispo católico pudiera poner el pie en las islas, había dejado de existir en la oscura y atrasada España la institución encargada de velar por la pureza católica”
Muy interesante lo que se comenta de Shakespeare, y de las “sombras que envuelven su vida, que se tornan comprensibles cuando se sabe que hay fundadas sospechas de que el genial dramaturgo era católico. Eran católicos su padre y su hija Susanne, ambos recusantes declarados. Tuvo estrecha amistad con jesuitas que fueron mártires, vivió protegido por un noble católico y nombró albaceas católicos en su testamento. Una conspiración de silencio ha impedido hasta ahora hablar abiertamente de que la mayor gloria de las letras inglesas pudiera no haber pertenecido a la Iglesia nacional. Sin embargo, en las últimas décadas el asunto ha salido a la luz pública y hasta el primado de la Iglesia anglicana, Roman Williams, ha admitido oficialmente que Shakespeare era católico”. Y, como apéndice cómico, hasta Francis Drake sale a colación: “Drake era un buen pirata, no un almirante. Y ahí empezaron los problemas. Un buen militar se reconoce porque nunca se deja sorprender por el hambre, como dejó bien explicado Julio César. Resulta cómico que, generación tras generación, se haya justificado la piratería inglesa con el argumento de que era una actividad necesaria en pro del libre comercio, porque el Imperio español impedía que se pudiera comerciar libremente con América”.
Obviamente los Países Bajos -la cuna del Emperador- es tema ampliamente abordado. “El galimatías legal era casi inverosímil: antes de Carlos V existían 700 códigos legales diferentes. De ahí la necesidad de las instituciones que Carlos V creó con tanto esfuerzo y la oposición de la nobleza y las oligarquías urbanas (…) Hay un imperio en expansión que pretende construir una unidad europea sobre la base de la común religión compartida. Los poderes regionales se enfrentarán a este proyecto de unidad rompiendo en primer lugar lo que unía: la religión. En tres frentes distintos: Alemania, Inglaterra y los Países Bajos. El caso de los Países Bajos era especialmente complicado porque estos territorios tenían como rey y señor natural (poder legítimo) al que mandaba en aquel imperio. Felipe II era tan rey de Castilla como lo era de los Países Bajos, de manera que era difícil convencer a la opinión pública. Una rebelión contra el rey legítimo en la Europa del siglo XVI no se digería fácilmente. Habrá que esperar hasta la Revolución francesa para romper ese tabú. Y sin embargo, algunos flamencos lo hicieron mucho antes. Sin la ayuda de la propaganda y del calvinismo, sin la genial idea de unir nacionalismo y religión, hubiera sido imposible».
Continua Roca Barea poniendo al desnudo las leyendas hispano-fóbicas de los países bajos: “La Administración imperial se apoya en las mesocracias, en los buenos profesionales de la nobleza baja y media, y la burguesía, y esto deja a la casta a la que Orange pertenecía por nacimiento si no arrinconada, sí disminuida. De hecho, los cambios introducidos en estos territorios por los españoles pusieron las bases del Estado holandés. El grupo dirigente de la insurrección, después de haber rechazado estos cambios como si de auténticas infamias se tratara y de haberlos convertido en argumentos para el levantamiento, terminó por adoptarlos tras la independencia. No podía ser de otro modo. La situación previa a los cambios introducidos por Carlos V era absolutamente ingobernable (…) De todo lo dicho, el lector habrá deducido que la versión canónica de la rebelión del pueblo holandés contra la tiranía española es una narración nacionalista inspirada en la propaganda más que en los hechos. Que las guerras protestantes tuvieron el carácter de guerras civiles es uno más de los aspectos ocultos de la historia de Europa, según esa ley del silencio que tapa aquello que no conviene a la versión triunfadora. Y estaría bien cuantificar si hubo, como sospecho, más extranjeros en las tropas orangistas que españoles en las tropas realistas a lo largo de los años. Dicho en otros términos, hay razones de peso para creer que hubo más holandeses luchando en el lado realista que en el orangista”.
El tema del financiamiento es también revelador: “Una historia que quiera reflejar lo que realmente pasó en los Países Bajos no debe olvidarse del dinero. ¿Quién pagaba a los soldados? En el bando realista viene casi todo de España. En la otra parte sale de Francia, Inglaterra, de varios príncipes alemanes protestantes y de algunas casas nobles holandesas, pero en mucha menor medida”.
Y algo que ya pertenece casi al folclore anti hispánico: “La ley de Alba era dura, pero era ley, no aplicación arbitraria de castigos. Sus Ordenanzas Criminales supusieron la introducción de un código unificado de aplicación universal que consolidó la centralización del orden jurídico y eliminó muchas prácticas abusivas y corruptas de las administraciones de justicia local. Gustaaf Janssens explica que el hecho de que las leyes penales del duque hayan constituido la base práctica del procedimiento penal y del Derecho Penal en los Países Bajos durante dos siglos y medio aproximadamente demuestra que fueron ejemplares en su tiempo (…) Si has sido un niño malo en Holanda, puede que no solo no recibas juguetes en Navidad, sino que te lleven a España, que es la sucursal del infierno más próxima. Y todo esto, porque, o el rey legítimo de los Países Bajos era un monstruo inconcebible y un engendro de Lucifer, o Guillermo de Orange era un traidor. El poder legítimo estaba cosido al rey en el siglo XVI dentro de todas las cabezas europeas. Por eso una rebelión contra el rey era tocar la sintaxis del poder, y Orange no quiere tener problemas con los adverbios. Es imprescindible si quiere tener alguna legitimidad ante su pueblo hacerle creer que ese rey ofende a Dios de mil maneras. Solo Dios está por encima y solo Él puede legitimar a Orange”.
Un intento de unir todo este estudio enorme converge, inevitablemente, para la religión. No hay otro modo de interpretar la historia, si realmente se busca la verdad. “Una religión hace un servicio inestimable a la Imperiofobia pues administra y reparte las cédulas identificativas de demonios y anticristos, y convierte la rebelión anti imperial en guerra santa”.
Y aquí entra otro tema crucial: La Inquisición Española, asunto que se ventila desde películas y libros, hasta comedias musicales como My Fair Lady! “Hay algo que debe quedar bien claro: la Inquisición no es una de las causas de la leyenda negra, sino que el prejuicio la eligió como uno de sus argumentos y, por lo tanto, creó una realidad ficticia en la que sostenerse sobre una mínima verdad. El proceso es siempre el mismo: una pequeña parte de verdad sirve para levantar una gran mentira (…) Una de las grandes preocupaciones del protestantismo desde el momento mismo en que Lutero se convierte en el creador de una nueva iglesia para los príncipes alemanes es la venerable antigüedad de la Iglesia católica. Era difícil de obviar. Había, por tanto, que construir una doctrina, un catecismo y una liturgia, pero sobre todo había que aprontar una historia nueva de la cristiandad, según la cual la Iglesia verdadera (cada confesión protestante considera que ella es la verdadera) ha vivido oculta y aplastada por la persecución de una falsa Iglesia, corrupta e infame, que creó a la diabólica Inquisición para acabar con la auténtica Iglesia de Dios. El último asalto del Anticristo para aplastar a la Iglesia verdadera ha sido España, sus ejércitos y su perfeccionada Inquisición, pero su victoria será breve porque ya se acerca su fin. Este es, en apretado resumen, el propósito de los libros mentados. Como se ve, la condena moral de España y la Inquisición estaban ligadas en el seno del protestantismo desde los comienzos por razones muy profundas de autojustificación”
Y la autora inicia el desfile de ejemplos y de números, a modo de demonstración, empezando naturalmente por Galileo: “Un 30 por ciento de los estudiantes piensa que Galileo fue quemado en la hoguera por la Inquisición. El 97 por ciento está convencido de que antes de eso fue torturado y casi el cien por cien cree que la frase Eppur si muove fue realmente pronunciada por el italiano. Esto no tiene nada que ver ya con la leyenda negra, pero ilustra muy bien sobre el poder de los mitos. El afortunado invento de esta frase se debió a Giuseppe Baretti en Londres en 1757. Galileo jamás fue torturado. Ni siquiera estuvo en prisión. Su condena consistió en rezar sesenta veces los salmos penitenciales bajo arresto domiciliario, pena que pasó en Villa Médici, uno de los más bellos palacios de Roma, con fuentes y jardines, propiedad del gran duque de Toscana, su protector. Abandonó Villa Médici para irse a Siena al palacio del arzobispo Ascanio Piccolomini a descansar”.
Continua el desfile: “La Inquisición nació en 1184 en el Languedoc para luchar contra la herejía de los cátaros en tiempos de grandes turbulencias espirituales y sociales. También nació para evitar linchamientos y atropellos indiscriminados, y que cuatro vecinos de un villorrio decidieran quemarle la casa o colgar de un árbol a un compadre al que detestaban, con la excusa de que era un hereje. Su propósito, por tanto, eran también evitar desórdenes públicos y someter el delito de herejía a un procedimiento reglamentado de forma que nadie pudiera tomarse la justicia por su mano (…) Estudios sobre la Inquisición entre 1540 y 1700 dan una cifra de 1.346 personas condenadas a muerte por el Santo Oficio. Henry Kamen eleva la cifra a unas 3.000 víctimas en toda su historia y territorios en que existió. Sir James Stephen calculó que el número de condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos alcanzó la escalofriante cifra de 264.000 personas!”
Más datos: “La Inquisición fue el primer tribunal del mundo que prohibió la tortura, cien años antes de que esta prohibición se generalizara. En contra de la opinión común, nunca se aceptaron las denuncias anónimas. El solo hecho de que la palabra haya pasado al uso común ya indica que hace tiempo que la Inquisición pasó de ser una institución histórica para evocar un complejo mundo de representaciones inventadas. Henningsen calcula que en la Edad Moderna fueron quemadas unas 50.000 brujas: la mitad en los territorios alemanes; 4.000 en Suiza; 1.500 en Inglaterra; 4.000 en Francia… El estudioso danés insiste en que sus datos son extrapolaciones y que el número total de víctimas es imposible de determinar con precisión. No titubea en cuanto al número de víctimas del Santo Oficio. Son 27”. A estas alturas no se puede ya dudar de que la historia del Imperio español es una cosa y otra la historia propagandística e ideológica que de él se ha hecho”.
Le llega la vez al Nuevo Mundo, inaugurado en pleno Imperio Español. Otro plato apetitoso que tiene tela marinera. Escribe la autora: “el Nuevo Mundo nunca fue colonia de España y sus habitantes indígenas fueron tan súbditos de la Corona como lo eran los españoles peninsulares. Ni en la época de los Reyes Católicos ni en el tiempo de los Habsburgo se habló de las Indias como colonias: El concepto básico del Imperio español no fue lo que nosotros llamamos hoy día colonial. Más bien puede calificársele como el de varios reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona con los similares de la Madre Patria […]. En general, la Corona no intentó imponer en América algo extraño o inferior a lo que regía en la Península (…) El uso de la palabra «colonia» que los franceses empleaban para referirse a los territorios de ultramar implica estatutos jurídicos diferenciados con respecto a la Francia europea y la conciencia política de que Francia y sus regiones ultramarinas eran dos realidades completamente distintas (..) El imperio se distingue del colonialismo y otras formas de expansión territorial porque avanza replicándose a sí mismo e integrando territorios y poblaciones. El colonialismo en cambio no. El mantenimiento de la diferencia entre colonia y metrópoli es su esencia”.
Este modus vivendi -el imperio se replica a si mismo, sin mentalidad colonialista- tiene consecuencias magníficas, como apunta Roca Barea: “En 1957, el catedrático de farmacología Francisco Guerra produjo general estupor en la Universidad de California cuando puso de manifiesto que «Lima, Perú, en los días coloniales tenía más hospitales que iglesias, y por término medio, había una cama por cada 101 habitantes, índice considerablemente superior al que tiene hoy en día una ciudad como Los Ángeles». Y continua: “Fueron los Reyes Católicos quienes separaron netamente el ejercicio de la profesión médica de la caridad religiosa y negaron validez a los grados médicos dados por la Iglesia (primer lugar de Europa donde esto sucede) con el fin de orientar la salud y la gestión de los hospitales hacia la competencia del Estado. En 1563 Felipe II exigió título universitario y dos años de prácticas para poder ejercer legalmente la medicina. Siguiendo esta misma política, en 1570 el rey extendió el Protomedicato a las Indias, de forma que los profesionales formados en América no tenían que venir a España a examinarse. Ya en 1551 el mismo rey había dispuesto y dotado una cátedra de Medicina en la Universidad de México. En 1603, en tiempos de Felipe III, se exigía a los cirujanos cinco años de prácticas, tres de ellos en hospitales. En 1635 se abrió la cátedra de Lima y en 1636, la de Bogotá. La primera cátedra de Medicina en los territorios ingleses de Norteamérica data de 1765. Se fundaron en América más de veinte centros de educación superior. Hasta la independencia salieron de ellos aproximadamente 150.000 licenciados de todos los colores, castas y mezclas. Ni portugueses ni holandeses abrieron una sola universidad en sus imperios”.
Y añade con ironía y realismo: “Hay que sumar la totalidad de las universidades creadas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia en la expansión colonial de los siglos XIX y XX para acercarse a la cifra de las universidades hispanoamericanas durante la época imperial. Los jesuitas, en América, tenían prohibido hacer profesión solemne si no sabían alguna lengua de indios. La Administración borbónica, que jamás entendió el sistema imperial habsburguiano, tan generoso y flexible, hizo cuanto estuvo en su mano por convertir América en una colonia al modo francés o inglés, en un proceso que reyes como Carlos III entendieron que era «modernizar», pero que no eran más que «des-imperializar» un territorio inmenso que no podía administrarse de aquella manera. De hecho, el sistema expansionista según el modelo metrópoli-colonia se demostró incapaz de generar estabilidad y no pudo durar más que unas décadas, tras provocar catástrofes continentales en cadena”.
Vuelve a las leyendas americanas, cuando subraya: “Tengo para mí que muy pocas personas han leído la Brevísima relación de fray Bartolomé de Las Casas. Su mera lectura es suficiente para desacreditarla como documento fidedigno y no hace falta desarrollar ningún tipo de razonamiento. Produce estupor y lástima a partes iguales. Nadie con un poco de serenidad intelectual o sentido común defiende una causa, por noble que sea, como lo hizo el dominico. La propaganda es un invento protestante y el mundo católico no ha sabido usarlo adecuadamente hasta hace muy poco, si es que lo ha logrado. Hasta entonces nadie se había planteado que los pueblos conquistados pudieran tener derechos o que los individuos de una civilización salvaje, considerada universalmente no cristiana e inferior, fuesen también seres humanos que merecían respeto. Y esto, que ha cambiado nuestra noción de lo humano a nivel planetario es, nos guste o no, un trabajo de la Iglesia romana. En general, las iglesias protestantes no sintieron por los indios interés ni cultural ni religioso, con algunas excepciones dignas de admiración”
Y la conclusión para que nadie se llame a engaño: “Culpar al Imperio español del fracaso económico de Sudamérica es como achacar al Imperio romano lo que sucedía en la península Ibérica en tiempos de Atanagildo y Leovigildo (siglo VI exime de responsabilidad a los contemporáneos y ofrece como chivo expiatorio a un enemigo que tenía ya una gran tradición literaria e histórica como demonio causante de males). Una de las fuentes nutritivas de la leyenda negra en particular, y de toda Imperiofobia en general, es ofrecer un confortable asiento a la autojustificación que busca librarse de culpas o responsabilidades. Si la culpa es del Imperio español (o del imperio que haya), es que no es mía. Esto ya es mucho. Todo imperio en su desarrollo tiene que plantearse el problema de la integración de las gentes diversas que lo habitan. Y o lo hace con franqueza y valentía, como lo hizo el Imperio español en su momento, o provocará su propia perdición”
Y el necesario contraste, para resaltar lo que hasta aquí se afirma: “Los españoles llegaron a América en 1492, y en cincuenta años habían conquistado más de 15 millones de kilómetros cuadrados. Los prófugos del Mayflower arribaron a la costa en 1620, y ciento cincuenta años después, el territorio que habían podido controlar era aproximadamente como España. No es esta flaca expansión la que se debe comparar con el Imperio español, sino la que tuvo lugar desde 1783, fecha de la independencia de Estados Unidos, que en sesenta años multiplica por ocho su superficie con la compra de Luisiana, la incorporación de Florida, la compra de Alaska y la anexión de territorio mexicano por el tratado de Guadalupe Hidalgo. En uno y otro caso, el español y el estadounidense, el procedimiento de expansión es la replicación de sí mismo, no la creación de una colonia, como son los casos de Inglaterra, Francia u Holanda. El imperio del Norte se construyó «después» de la independencia y es el fruto del esfuerzo de los emigrantes venidos luego. En cambio, en el Sur, el imperio se alzó «antes» de aquella, y la prosperidad fue resultado de la Administración imperial y del mestizaje. El declive económico del Sur se produjo después de la década de 1830, no antes. El Imperio español hizo durante varios siglos que el milagro e pluribus unum fuera posible, y cuando el imperio faltó, afloraron todas las diferencias de sustrato, que eran enormes, y lo que triunfó fue ex uno, plures”
La tercera parte, aborda la leyenda negra desde la ilustración a nuestros días. De nuevo Francia en protagonismo persecutorio, porque “la hispanofobia en Francia no ocupa un lugar excéntrico y marginal, sino que forma parte del cuerpo central de ideas de la Ilustración. Viene a probar el carácter mítico, seudorreligioso del cambio social que conduce de la fe en Dios a la fe en la Diosa Razón, y su nuevo cuerpo de administradores. Porque la Ilustración es, no se olvide esto o no se entenderá nada, la primera élite intelectual en Occidente que pretende administrar la moral social y todas sus rentas. Reducir cualquier forma de eminencia histórica que hubiera en el horizonte es necesario para el ego social francés en este momento. Muy necesario. A partir de ahora la autoestima social de Francia será la de su clase intelectual. Y los ilustrados cumplirán a la perfección con su papel convirtiéndose en la tabla de salvación de su país. Francia ha perdido toda esperanza de convertirse en un imperio. Por el Tratado de París en 1763, se ha visto obligada a ceder todas sus posesiones coloniales continentales. La frustración imperial de la Ilustración francesa se manifiesta en tres frentes: leyenda negra, rusofobia y antiamericanismo. Todos los imperios, viejos o en ciernes, que conviven con Francia son una desgracia. Son bárbaros, atrasados o degenerados. Rusia, España y Estados Unidos ofrecen un lamentable espectáculo”. Y volviendo a la ironía -una cosa son las ideas ilustradas, otra la realidad- comenta: “Con admirable discernimiento, Voltaire pensó siempre que una cosa eran las ideas, y otra, la economía personal. Comprendió que su dinero era más rentable y estaba más seguro en la América española que en las colonias francesas. Murió siendo inmensamente rico. En Ferney, el castillo que se compró en la frontera suiza pasó años y años echando de menos los salones de París. Un ilustrado sin salón es como un jardín sin flores”.
Continua la autora describiendo el esfuerzo sistemático de la ilustración, y desmintiéndolo: “Si una parte de los esfuerzos ilustrados va a modernizar y reescribir la hispanofobia, otra, nada desdeñable, se dirige a desprestigiar a América. La expulsión de la Compañía no tardó en provocar un estado de abandono instantáneo en los pueblos misionados. Los Jesuitas que consiguen reunir un tesoro bibliográfico que a mediados del siglo XVIII superaba los 40.000 volúmenes. Pocas bibliotecas había en Europa que pudieran compararse con ella y ninguna en América. En estas fechas, la biblioteca de la Universidad de Harvard no sobrepasa los 4.000 libros (…) La mayor parte de los grandes descubrimientos (agricultura, ganadería, descubrimiento de América…) se hicieron en tiempos en que los hombres creían en los dioses y respetaban a los sacerdotes (…) No hay forma de entender el fenómeno de la leyenda negra más que desde el punto de vista del lenguaje y la manipulación del lenguaje. Esto el mundo católico no ha sido capaz de verlo ni de analizarlo nunca. Y mucho menos de responder adecuadamente a ello. Y sus intelectuales han estado tan ocupados imitando «las novedades» que no han atinado ni a planteárselo”.
Lo que, una vez más, nos lleva a la articulación religiosa, como palanca eficaz para fomentar la leyenda negra: “Consiste en hacer invisible todo logro cultural, científico o social que se produce en el mundo católico al mismo tiempo que se resaltan y se destacan continuamente los que se producen en el mundo protestante, de tal manera que los primeros parecen un hecho excepcional y los segundos, una constante. Esta operación de borrado y subrayado va acompañada de su contraria: todo problema o dificultad sucedida en el mundo católico es repetida y destacada hasta la saciedad, de tal forma que parece que las sociedades católicas siempre funcionan mal. Al mismo tiempo los problemas o hechos poco edificantes que tienen lugar en el mundo protestante son presentados como excepción en una trayectoria perfecta y rápidamente olvidados”.
Pero los españoles no están libres de culpa, ni mucho menos. La historiadora no ahorra críticas feroces a los españoles decadentes, y este es un punto que interesa, y mucho, en la auto fabricación del complejo: “Hay que echarle la culpa a alguien de la postración nacional y la leyenda negra, con todos sus tópicos (Inquisición, barbarie lascasiana, intolerancia religiosa, etcétera), ofrece un mecanismo de eficacia probada para que los contemporáneos puedan, con razones admitidas por todos, eludir su responsabilidad. La España del siglo XIX necesita de los tópicos de la leyenda negra como ninguna otra nación del mundo, porque solo así encuentra alivio y explicación a su propia situación (…) Atrincherados tras cortinas de humo cuidadosamente argumentadas para eludir todo sentimiento de responsabilidad o culpabilidad por haber perdido la herencia de los antepasados, por haber fracasado donde ellos triunfaron, el español decimonónico se define a sí mismo. El proceso había empezado en el siglo XVIII como anuncio de lo que todavía no se veía pero se sentía: que el imperio se acababa y había que ir buscando culpables. Y esos culpables no vamos a ser nosotros, los que hemos llevado el imperio a su decadencia y fin, sino aquellos que lo levantaron. Es un argumento disparatado, que solo la leyenda negra hace creíble (…) Lo que hay que preguntarse no es por qué el Imperio español se vino abajo en la primera mitad siglo XIX, sino cómo consiguió mantenerse en pie tres siglos, porque ningún fenómeno de expansión nacido desde la Europa Occidental (y nunca dentro de ella) ha conseguido producir un periodo más largo de expansión con estabilidad y prosperidad. Y esto es lo que hay que ponerse a investigar”. Sobran comentarios!!!
Me cuesta encerrar estos comentarios, ya larguísimos, porque me dejo mucha cosa en el tintero. Siento, incluso, que la lectura de estas líneas -para los que hayan conseguido llegar hasta aquí- pueda sugerir dispensarse de leer la obra completa, lo que sería un error. Por eso, concluyo con un par de párrafos entresacados del libro, que me parecen un buen colofón a estas reflexiones provocadas por el trabajo ciclópeo de Roca Barea. Copio textualmente: “El factor «anti» es una de las diferencias principales que existen entre el patriotismo y el nacionalismo. El primero puede existir por sí mismo y el segundo necesita de un enemigo, y si no lo tiene, lo fabrica. Se confunden habitualmente el uno y el otro, pero no pueden ser más distintos. El primero es un amor generoso y sin posesión, mientras que el segundo le dice al objeto de su amor «eres mía o de nadie; de ahora en adelante, yo decidiré cómo tienes que ser y lo que te conviene». Hay un último rasgo que los distingue. El nacionalismo suele servir de trampolín a un grupo que por medio de él consigue riqueza y engrandecimiento social, mientras que el patriotismo no reporta beneficios, sino más bien disgustos y esfuerzo. El nacionalismo es una enfermedad que, como las tercianas, reaparece una y otra vez en Europa. A ella le debe la mayor parte de sus desgracias. La hispanofobia forma parte indisoluble de una buena parte de los nacionalismos europeos”.
Y el recado final, haciendo blanco en los españoles: “El olvido de la historia, que es ahora un fenómeno generalizado en Occidente, no tiene nada que ver con el deseo de los españoles de olvidar la historia de España. Este es un hecho complejísimo cuyas honduras no pretendo en absoluto agotar aquí. Las nuevas generaciones cuando no pueden, no ya ampliar sino meramente sostener, la herencia recibida tienen que desentenderse del pasado para seguir adelante, porque hace más daño que beneficio recordar qué glorias alcanzaron los antepasados y cuán lejos estamos ahora de ellas. El pensamiento de que la gloria es siempre efímera no consuela mucho. Este olvido es deseado y probablemente necesario porque hay que vivir con lo que se tiene cada día y levantarse mañana. No es una peculiaridad de los españoles posimperiales, además. Se quejaba amargamente Casiodoro del olvido en que los romanos tenían las gloriosas hazañas de sus antepasados”. Ya se ve que las nuevas generaciones insisten en practicar bailes bizarros para postar en Instagram, en vez de vivir la máxima de siempre: “Que nos quiten lo bailado!”
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Enhorabuena Pablo. Tuve la ocasión de leer este magnífico libro días después de publicarse y, te confieso, que tu me has descubierto algunos matices que me pasaron inadvertidos. Una vez más la visión de un maestro indispensable para extraer la esencia de las cosas complejas.
Un abrazo