Karina Sainz Borgo: La Hija de la Española
De Bolsillo. 2020. 224 págs.

Hace algunos años -creo que fue durante la pandemia- un amigo, gran lector, me pasó este libro. “Muy bueno, pero muy duro. Hay que leerlo, quizá sentirlo”. Creo recordar que ese fue su comentario-dedicatoria cuando me envió la versión digital.
En aquellos días, yo andaba liado con otras lecturas, y lo dejé reposar. Ahora, hace algunas semanas que otro amigo, Venezolano, decidió viajar a Caracas -de donde estaba ausente hace 12 años- pensé que sería la ocasión para ver lo que esta escritora, paisana de mi amigo, tenía que contar. O mejor, cómo lo contaba, porque ese es el nervio de la novela: el modo crudo, directo, de narrar, disecando la realidad -cuerpos y almas. Eso sí, de modo primoroso, con una prosa elegante, rica en léxico, lo que no ameniza los golpes que el lector recibe. Quizá los aumenta, por el realismo que contiene. Se me ocurrió pensar que, aun siendo una escritora joven, tiene la genética de una naturalista, algo de Zola, casi una Pardo Bazán latinoamericana.
La muerte de la madre de la narradora/protagonista -que tiene su mismo nombre, Adelaida Falcón- es la overture de la novela. Y el lector entiende la tesitura donde se encuentra. “El cadáver de Adelaida Falcón, mi mamá, era eso: un fiambre, un cuerpo sin vida que se amontonaba junto a muchos otros. Aquellos hombres la trataban como al resto: sin compasión”.
La muerte y el relacionamiento do dos mujeres que vivían una para la otra: “El pegamento de los años nos soldó como a las partes de una espada con la cual defendernos la una a la otra. Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado. Convertirlos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron y terminaron en un tiempo extinto. Aquello que fue y no será más. La verdad era esa: mi madre ya solo existiría conjugada de otra forma”. Y de la tumba, al país, destrozado, donde vive: “Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos. Al observar el césped rasurado alrededor de su tumba, entendí que mi único muerto me ataba a una tierra que expulsaba a los suyos con la misma fuerza con la que los engullía. Aquella no era una nación, era una picadora”.
La escritora escapó de Venezuela, cuando le fue propicio, y el mismo deseo ronda a la protagonista. A pesar de la advertencia que encontramos al final del libro “Esta es una historia de ficción. Algunos episodios y personajes de esta novela están inspirados en hechos reales, pero no atienden a la exigencia del dato. Se desprenden de la realidad con una vocación literaria, no testimonial”- no hay como separar ficción de realidad.
Y así describe esas ansias de libertad -donde mezcla recuerdos maternos con el presente- de un modo en que lo poético no dispensa lo aciago: “Entonces volví a morir. Jamás pude resucitar de las muertes que se acumularon en mi biografía aquella tarde. Ese día me convertí en mi única familia. La última parte de una vida que no tardarían en arrebatarme, a machetazos. A sangre y fuego, como todo lo que ocurre en esta ciudad (…) Por mis venas corría una sangre que nunca me ayudaría a escapar. En aquel país en el que todos estaban hechos de alguien más, nosotras no teníamos a nadie. Aquella tierra era nuestra única biografía”
El presente del país, Venezuela, es trazado también a cuchilladas sangrientas: “Vivir se había convertido en salir a cazar y regresar vivo. En eso consistían nuestros actos más elementales, incluso el de sepultar a nuestros muertos (…) Sus conductores vestían las camisetas rojas que la administración pública había repartido en los primeros años de Gobierno. Era el uniforme de los Motorizados de la Patria, una infantería con la que la Revolución barría cualquier protesta contra el Comandante Presidente —así llamaron al líder de los revolucionarios tras la cuarta victoria electoral— y que con el tiempo desbordó sus territorios, competencias y objetivos. Cualquiera que cayese en sus manos se convertía en víctima… ¿De qué? Eso dependía del día y de la patrulla”.
El destrozo incluye la situación económica, una miseria disfrazada con atuendos de progreso revolucionario: “Gloria no dejó de hablar de dinero ni un solo instante. Algo en sus ojitos roedores insistía en detectar qué tajada podía sacar ella de mi situación o al menos enterarse de cómo mejorar la suya a partir de la mía. Así vivíamos todos entonces: mirando qué había en la bolsa de la compra del otro y olisqueando si el vecino llevaba algo que escaseara para buscar dónde conseguirlo. Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación (…) Eran necesarias dos torres de billetes de a cien para comprar, cuando la había, una botella de aceite; a veces tres para un cuarto de kilo de queso. Rascacielos sin valor; eso era la moneda nacional: un cuento chino. A los pocos meses ocurrió lo contrario: el dinero desapareció. Entonces ya no tuvimos nada que entregarnos a cambio de lo poco que se conseguía”.
Las promesas eran lo único que circulaba, intentando empañar la escasez abrumadora: “Prometieron. Que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución (…) Vimos los mejores años del Comandante y luego el lento ascenso de sus sucesores; conocimos las primeras versiones de los Hijos de la Revolución y los Motorizados de la Patria. Vimos cómo el país se transformaba en un esperpento (…) A los infelices no les iba a llegar ni un gramo de café, ni siquiera una bolsa de arroz de aquellas cajas de comida subsidiada. La Revolución que los redimía los robaba de todas las formas posibles. Al primer robo esencial, el de la dignidad, se sumaba el de la Mariscala, que les arrebataba sus cestas de productos para venderlas en el mercado negro y ganar el doble o el triple, a costa del soborno travestido en caridad. Me alivió saber que no era yo la única a la que expoliaban. Me alegró que en ese imperio de basura y pillaje todos se robaran entre ellos”.
Y en alternancia, acuden una vez y otra, los recuerdos de la madre, su defensora, una mujer que llevaba las riendas de la propia existencia a quien la protagonista añora, pero no consigue alcanzar en su estatura moral: “En casa había comida suficiente para dos meses, la reserva que mi madre y yo fuimos acumulando tras los saqueos que asolaron el país años atrás y que habían dejado de ser eventos excepcionales para convertirse en una rutina (…) Mi madre extendió un billete de veinte bolívares, aquellos viejos y alargados papeles de color verde. Entonces valían lo que su denominación real: veinte bolívares. No veinte millones, ni veinte bolívares fuertes —esos a los que les añadieron ceros y luego se los arrebataron para disimular lo poco que valían—. Del dinero que existió antes de los Hijos de la Revolución, aquel era el billete que más me gustaba. Veinte bolívares de entonces alcanzaban para tres o cuatro desayunos. Varios kilos de cualquier cosa. Era una fortuna (…) Mi madre estaba vestida de negro. Nunca usaba ese color, la hacía parecer de pueblo. Lo era, claro, pero el luto volvía a recordárselo. Se le pegaba a la piel, como si viniera en sus genes y se manifestara de golpe (…) Como mi mamá descubriese que había chupado caña, estábamos apañadas. La glucosa concentrada del tallo terroso aflojaba el estómago como el ron el seso a los hombres brutos del campo. Hacer de vientre como una borrachera del alma. La purga de todo cuanto llevábamos en la sangre y el corazón”.
A cierta altura hace aparición Aurora Peralta -la hija de la Española- , que “sufría la maldición de quienes nacen muy pronto en un lugar y llegan demasiado tarde al siguiente”. Nuevos espasmos descriptivos, que disecan la realidad y conmueven al lector: “Había removido cajones buscando dinero y terminé por descubrir la biografía ignorada de esas mujeres con las que viví, pared con pared, durante años (…) No podía hacer nada por ella y ella tampoco podía hacer nada por mí. Estábamos condenadas, como el resto del país, a desconocernos. Era la culpa del superviviente, algo parecido a lo que padecieron los que se marchaban del país, una sensación de oprobio y vergüenza: darse de baja del sufrimiento era otra forma de traición. En aquella ciudad sin desenlaces, peleábamos por un sitio para morir. Quién quiere velar a un muerto ajeno cuando barrunta el suyo”
Y entre recuerdos y presente, deseos y anhelos, se hilvana el final de la obra -no del argumento, porque como tal no existe- y se lleva al lector del brazo, una vez y otra, para sobrevivir en las aflicciones que describe con maestría: “Yo me metí a la ducha. Me froté con una pastilla de jabón verde que olía a jazmín mientras el agua borraba de mi piel las horas de autobús. La espera inútil de aquel viaje de vuelta a casa. Cerré los ojos e inspiré con fuerza las sobras de una biografía hecha a palos. La vida fue aquello que pasó. Aquello que hicimos y nos hicieron. La bandeja donde nos abrieron por la mitad como un pan a punto de crecer (…) Allá era un pasado. Un lugar del que parecían haber salido con la condición de no mencionarlo jamás. Una palabra que escocía como el muñón de un brazo amputado. Conocer es modificar la propia ignorancia”. Y la dedicatoria final, como una firma de sangre: “Maldije, con mis dientes rotos, al país que me expulsó y al que todavía pertenecía sin formar ya parte de él. En mí había crecido el odio. Se endurecía, como una boñiga en mi vientre. A mi tierra, siempre rota. Repartida a ambos lados del mar”. Las doscientes páginas del libro se te hacen cortas. Pero también muy densas, dependiendo de como recibas los golpes que con tino y prosa fascinante te propina la escritora. No hay como describirlo: la lectura es una verdadera experiencia fenomenológica, un zambullido que te sacude de la modorra. La de una vida mediocre, y también la de la indiferencia por la literatura, cuando tropiezas con una novela como esta.