(Español) Maria Dueñas: “La Templanza”
Maria Dueñas: “La Templanza”. Planeta. Barcelona (2015). 540 pgs.
Me tropecé con La Templanza en el aeropuerto de Bogotá, durante una escala. La verdad es que me hicieron tropezar con ella los que viajaban a mi lado, conocedores de mi gusto por la escritora hispánica. “¿Has visto que Maria Dueñas ha publicado otro libro? No nos habías dicho nada”. Nada podía haber dicho, pues desconocía el asunto. O no me habían llegado noticias, o se me había pasado; o quizá estábamos contemplando un ejemplar calentito, recién salido de la editora. Imagino que la expresión de mi cara fue de tal sorpresa, o desconsuelo, o quizá de ambos (¿se me habrá pegado el modo de escribir de la novelista?) que me lo regalaron. “Para tu cumpleaños. Que lo disfrutes Y después nos cuentas”. Le edad tiene estas cosas: te esfuerzas por olvidar los años que pasan y los otros te lo recuerdan con ternura. Y con libros. Y con pedidos, claro.
Disfruté de lo lindo. Ya en las primeras páginas. Un amigo a quien acabo de prestarle el libro, me escribe: “independientemente del argumento, cómo escribe bien”. Es verdad. Escribe bien, describe mejor, y te hace imaginar lo que no dice, porque lo piensa, te lo hace pensar. Un recurso interesante que diseca la psicología de los personajes y sus actitudes morales. Lo que podría ser, o haber sido, o dejar de ser; contempla las opciones variadas de respuesta a situaciones y desafíos, que después se resuelven con la sencillez con que se pide un bistec con patatas, después de correr calmamente los ojos por todo el menú. Se me antoja como un vaivén muy femenino que la autora se atreve a colocar dentro de la cabeza de un hombre. Un hombre que dialoga con su conciencia, aunque a veces ésta se personifique en la figura de su amigo y administrador. “A mi amigo Andrade, que es mi razón y mi hermano, lo tengo con una mordaza en la conciencia para que no me grite que me estoy comportando como un descerebrado”.
El hombre es Mauro Larrea, un español emigrante que hace fortuna en el Nuevo Mundo. Sube, baja, se revuelca, vuelve a subir, sin desistir jamás. Un hombre íntegro, de temple singular, como describe su inseparable Andrade: “Había encajado su descomunal revés. En el mundo siempre cambiante en el que ambos llevaban moviéndose desde hacía décadas, los dos habían sido testigo de numerosos descalabros a su alrededor: hombres encumbrados que en su caída perdían el juicio y cometían todos los desatinos imaginables; seres cuya entereza se mecía como un junco apenas se sentían despojados de su riqueza. A muy pocos había visto portarse como él cuando la suerte les mordía la yugular de una manera tan atroz como imprevista. Jamás había visto a nadie perder tanto y perderlo tan bien como al hombre que estaba a su lado”.
Los avatares de Mauro Larrea, caballero a la antigua usanza, tienen su contrapunto en Santos Huesos Quevedo Calderón que solo podría ser un indio mexicano, su fiel escudero, compañero de alegrías y desgracias. La analogía que de inmediato surge en la mente, es confirmada por la escritora. “Echó a andar calle Verónica abajo, acompañado por Santos Huesos: el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”.
Y, naturalmente, una dama. Sin ser Dulcinea, porque tiene más versatilidad que la moza del Toboso, es una luz desafiadora (quizá un sueño imposible, como en la película de Peter O’Toole y Sofia Loren, El Hombre de la Mancha). Una pareja de clase: “Fueron prácticamente los últimos en llegar, provocando sin quererlo que todas las miradas giraran hacia ellos como un solo hombre. La nieta expatriada del gran Matías Montalvo dentro del espectacular vestido azul de Prusia que exhibió tras dejar resbalar desde los hombros la capa de piel; el indiano con un frac intachable y estampa de próspero hombre del Nuevo Mundo de regreso a la vieja piel del toro”.
Cuando me encontraba a mitad del libro, me llegaron los primeros comentarios de la obra en cuestión. Que si no alcanza la clase de El Tiempo entre Costuras, que si riza el rizo. Lo de siempre, y los de siempre. Los que no creen en segundas partes, y al mismo tiempo anhelan por ellas. Son novelas diferentes, situaciones diversas. En una se encajan personajes ficticios en un contexto histórico verdadero. En la otra todo es ficticio, salvo la topografía. Y el lenguaje, lo que tiene su mérito. Aunque no soy perito, he convivido con mexicanos y es notable la zambullida en el estilo idiomático, con los dejes, las exclamaciones y hasta los palabros y los tacos que rezuman sabor a tequila y tonadillas de mariachis.
Creo que lo que le gusta a Maria Dueñas es contar historias. Y como las cuenta muy bien, se recrea en la suerte, la estética te cautiva. “Oyeron el crujido de una puerta lateral…Apenas comenzó a abrirse, tres gatos ágiles como soplos de viento se escurrieron dentro de las dependencias. Luego asomó el ruedo de una falda del color de la mostaza. Y finalmente, cuando la puerta quedó del todo abierta entró una mujer de edad indefinida. Ni joven ni vieja, ni guapa ni fea. Ni lo contrario. (…) Una mujer como cientos de mujeres, de las que no dejan poso en la retina cuando un hombre se las cruza por la calle; una fémina de las que tampoco resultan nunca ingratas o desagradables. Así era ella, vista desde la distancia que les separaba; una mujer del montón”. Con todo lo que de femenino rezuma, la escritora es cruel y realista cuando describe a las personas. Y no ahorra a las mujeres en su realismo descriptivo: “La condesa se levantó con cierto esfuerzo. Malditas reumas, farfulló. Y para su desconcierto y su embarazo, dio un par de pasos hacia él y le abrazó, clavándole en el cuerpo sus huesos artríticos como puñales. Olía a lavanda y algo más que no fue capaz de identificar. Quizá, simplemente, a vejez”.
México, Cuba, Jerez de la Frontera. Minas de oro y plata, comercio de esclavos, partidas de billar donde uno se juega la vida y el honor, y el olor embriagante del Jerez. Todo esto condimentado con aderezos británicos de paladar decimonónico. “Los rasos, sedas y terciopelos de las señoras cambiaban de tono bajo las luces; abundaban las joyas discretas pero elocuentes. Entre los varones, barbas bien recortadas, trajes de etiqueta, fragancias de Atkinsons de Old Bond Street, y un buen puñado de condecoraciones. Refinamiento y lujo sobrio, sin ostentación”.
María Dueñas describe con regodeo esta síntesis peculiar que emplaza en la protagonista, dejándonos, una vez más, la eterna pregunta en las novelas que las mujeres escriben de otras mujeres: dónde acaba la escritora y dónde empieza el personaje. “A la distinguida señorita andaluza criada entre encajes , nannies inglesas y misas de domingo, y a la mujer exquisita y mundana de las compras en Londres se le superpuso su nuevo desdoblamiento. El de la consumada comerciante y dura negociadora, fiel discípula de su marido marchante y de su astuto abuelo heredera del alma de los viejos fenicios que tres mil años atrás llevaron desde el Mediterráneo las primeras cepas a esas tierra que ellos llamaron Xera y que los siglos acabaron convirtiendo en Jerez”.
Disfruté con la lectura. Y las evocaciones fueron muchas. Mauro Larrea, el indiano, trajo, primero a mi memoria y después a mis oídos, las romanzas de Los Gavilanes (parte 1, parte 2), que narran las desventuras de aquel otro indiano, Juan, que quería comprar el cariño de Rosaura con el oro de las Indias. Y, de un barítono salté al otro, al Vidal de Luisa Fernanda, tan rico e íntegro como el primero, y al que también le dan calabazas por aquello de que “no se compra con dinero la juventud y el amor”. Mauro Larrea, que no canta nada en la novela, debe ser sin duda un barítono. Sin vuelta de hoja. Lo aseguran el aluvión de recuerdos de infancia, salteados con romanzas de zarzuela, mezclados en las líneas de La Templanza. Una sensación extraña, única, agradable. Y, al fin, caí en la cuenta. Igual son los 40 años que llevo fuera de España, haciendo la vida en el que se llamó Nuevo Mundo. Sin oro, plata o riquezas; pero con los mismos sueños y conquistas, disfrutando la aventura de la vida. Si, debe ser eso. Igual soy un indiano y no me había dado cuenta hasta ahora que Maria Dueñas viene a recordármelo.
Comments 1
Como siempre -escrito en un idioma español de primera categoría- con una estupenda sintaxis. Pablo González Blasco escribe una magnífica reseña del último libro de «María Dueñas»… que puedo decir: ¡excelente texto! Sólo en un punto no estoy de acuerdo, me refiero al párrafo en que Pablo comenta: «…Igual son los 40 años que llevo fuera de España, haciendo la vida en el
que se llamó Nuevo Mundo. Sin oro, plata o riquezas; pero con los mismos
sueños y conquistas…» por supuesto que no concuerdo… Pablo ha sembrado más que riquezas materiales ha sembrado paradigmas de beneficiencia, sabiduría y amor por el servicio a los demás.
En la Facultad de Medicina de la UNAM (en México) tenemos una locución latina como distintiva de la Facultad: «Allis Vivere» pues bien,
Pablo González Blasco es precisamente el arquetipo de esa aspiración; que estoy convencido debe animar no sólo a todo médico sino a todo humano, y más aún si ese «ser humano» pretende ser cristiano.