(Español) Rosa Montero : El peso del Corazón.
Rosa Montero : El peso del Corazón. Seix Barral. Barcelona. 2015. 397 pgs.
El título me había llamado la atención, cuando tropecé con él en una página de crítica literaria. Debe ser ese el peso del corazón, de los afectos que no estaban previstos. Si, mucha técnica, y ¿dónde quedan las emociones, la afectividad, el corazón? Fue lo que pensé. Me hice con el libro aprovechando una conexión de vuelos en Barajas.
En la portada se advierte que es el regreso de Bruna Husky. No habíamos sido presentados, de modo que el regreso, para mí, era sencillamente el debut de esta androide con sentimientos. Demasiados sentimientos, se les fue la mano al fabricarla. “No sabía cómo manejar sus emociones ni su sentido de culpa ni su maldita pena y su violencia. Por eso había tenido la absurda idea de hacerse cargo de la niña rusa”.
En las primeras páginas se me ocurrió que el argumento daría una buna película, llena de efectos especiales, pues no carece de aventuras, suspense, luchas, sorpresas. El desafío es como presentar lo “otro”, la dimensión afectiva, en el celuloide. Con credibilidad, dando el peso debido al corazón, que parece ser el objetivo de la escritora.
Los androides, familiarmente denominados Tecnos, son máquinas que empiezan su vida a los 25 años, y se acaban –se autodestruyen, con los mensajes de Misión Imposible- cuando alcanzan los 35. Diez años de validez; una vida con deadline previsto. Y como tienen que relacionarse con seres humanos, su fabricación implica algunos ingredientes “humanizantes”. “Todos los tecnohumanos recibían un juego de reminiscencias infantiles; aunque sabían que eran falsas se había demostrado que tener una biografía que contarse consolidaba y estabilizaba la personalidad del androide”.
En Bruna, nuestra protagonista, la dimensión afectiva es mayor que lo habitual. O por equivoco de fabricación, o por capricho del fabricante que le advierte: “Eres una tecnohumana muy especial, ya lo sabes. Más humana que la mayoría de los tecnos”. Y por eso, además del aluvión de sentimientos, le agobia la cuenta atrás de su tiempo útil. “Todo su tiempo siempre le pareció demasiado poco. Una vida robada desde el primer momento”.
Por eso Bruna, que es una detective fabricada y entrenada para habérselas con el crimen, destila reflexiones que le martirizan más, si cabe, que los propios sentimientos. Quizá porque, como advierte la escritora, los buenos sentimientos hacia los demás no son sino una manera de cuidarnos a nosotros mismos. “Aquella tecnología neurótica, donde se retocan las fotos para ocultar el retoque quirúrgico que ocultaba la decadencia de la edad. El mundo era un loco juego de apariencias (…) Reflexiones, e imaginación creativa: el resultado de los afectos que transbordan el reducto tecnológico, como el tigre que pasea en la jaula, atento a la primera brecha entre las rejas, para escapar. “Bruna suspiró, intentando colocarse mentalmente en ese mundo que ella misma había inventado. Qué extraordinario pensamiento: ella había inventado un mundo. Ella que era un puro invento de los demás. De los ingenieros genéticos. De la voluntad de su memorista”.
La novela tiene su mérito. Y sus recados que, puestos en boca de un androide, no resultan políticamente incorrectos. ¿Cuánto del sexo es amor, o impulso, o espasmo fisiológico? “Bruna sabía perfectamente qué hacer con su necesidad sexual, pero la necesidad sentimental la dejaba desconcertada, reduciéndola a una criatura menesterosa y patética. Una androide ridícula”. Si este dilema se redujera a los tecnohumanos, y no a la juventud – y a los maduros- que nos rodean…..Son las metáforas modernas: proyectar en los robots, en los animales, en criaturas de fantasía, los conflictos que nos desconciertan.
La idea de la novela es interesante, aunque no original. El Frankenstein de Mary Shelley lo estampó de modo perdurable. Rosa Montero parece evocarlo en los momentos de mayor crisis existencial de Bruna: “No, ella no era un tigre, ella no era nada, no era nadie. Demasiado humana para ser tecno, pero decepcionantemente tecno para los humanos. La soledad del monstruo era absoluta”. Pero el resultado final me sabe un poco a fast-food: muy directo y rápido, sugestivo quizá para una película entretenida, pero le falta la cocina de fuego lento, el horno gourmet de Frankenstein. No estoy seguro si resalta el peso del corazón –la víscera símbolo de la afectividad en todas sus dimensiones- o del miocardio. Atrapado en la tecnología, en el mecanicismo del que intenta escapar, sin conexión con el alma. “¿Yo tengo alma –le pregunta la criatura a Viktor Frankenstein- o te has olvidado de ese detalle?” Pues eso, mucho sentimiento, poca alma; se le ha olvidado ese detalle.