(Español) Ignacio Martínez de Pisón: «La buena reputación»
Ignacio Martínez de Pisón: «La buena reputación”. Seix Barral. Barcelona. 640 pgs.
Un cuadro de costumbres. La saga de una familia que arranca en Melilla, en los años de la pos guerra, y se arrastra hasta casi finales del siglo pasado, ya dentro de la Península. Lo mejor, sin duda, el modo de contarlo, una narrativa envolvente, donde los personajes van cobrando vida, y acabas intimando con cada uno de ellos. Y es que el modo de relatarlo es tan sólido, que evoca -por lo menos a los que vivimos esa época siendo críos- recuerdos de tu propia familia. Los cortes de pelo a domicilio, por ejemplo, que me recordaban los domingos cuando los 6 hombres de la familia, uno después de otro, pasábamos por las manos y las tijeras de nuestro peluquero. Porfirio, se llamaba. No hay como olvidarlo. O esta magnífica descripción que todos hemos vivido: “Todo seguía más o menos igual, sólo que más pequeño, como si hubiera encogido con el paso de los años” Una sensación que a todos nos pasa cuando visitamos después de mucho tiempo los ambientes de la infancia.
Los recuerdos vividos, que cuando se relatan se amplían con fantasía. “Paris: aquellas estancias fugaces y aisladas se ensanchaban en el recuerdo, se dilataban hasta perder la noción de los límites y convertirse en muchas más estancias, o en una sola pero tan difusa que se diría que había durado meses e inclusos años. Las cosas que les habían pasado en París parecían haberles pasado a lo largo de mucho tiempo y tanto en verano como en invierno bajo un sol inclemente o en medio de una gélida ventisca, rodeados de turistas y de simples parisinos, en lugares ilustres o en esquinas corrientes, y su familiaridad con los nombres de algunas calles y plazas sugería una vinculación profunda y duradera. (…) Las palabras mágicas eran: “En París”, e inmediatamente se sentían transportados a ese lugar y ese pasado mítico, y el caudal de anécdotas e historias gloriosas que la ciudad alimentaba parecía no tener fin.
Los personajes están magníficamente delineados, con sus virtudes y miserias apareciendo sin pudor, como en pijama, es decir, en familia. “Delante de unos y de otros fingía saber más de lo que sabía y conocer a más gente de la que de verdad conocía. Restaba importancia a las informaciones que recibía y exageraba el valor de las que podía dar”. Este es Samuel, el patriarca, un judío que se casa con una buena católica, y que no sintoniza con los sueños sionistas. “Nuestro sitio está aquí y no en Jerusalén. ¿Somos de aquí o de allí? No entiendo esa nostalgia vuestra por un lugar en el que nunca habéis estado. De hecho, no entiendo al pueblo judío, que siempre cree pertenecer a un lugar distinto del suyo”. Aunque, reconoce, la culpa puede ser suya, porque no es fervoroso. “Algunas veces se decía que le habría gustado ser una persona más religiosa para poder dar gracias a Dios por todo lo que tenía”
Mercedes, la mujer, el apoyo de la familia, sobre la que se articula el relato que acompaña su envejecer. “En realidad, la imagen que tenía de sí misma se parecía más a la que mostraba en las fotos de la cómoda (las más recientes, de diez o doce años antes) que a la que le devolvía aquel espejo. Era como un hechizo: ahora que las fotos no estaban a la vista, había dejado de ser ella misma para convertirse en esa mujer fea y mayor que le escrutaba desde el espejo”. El autor consigue proyectar verdaderas radiografías del alma de Mercedes, con descripciones claras, sugestivas: “La prosa epistolar la convertía en mejor persona, como su hubiera dos Mercedes: la de la realidad, con sus miserias y suspicacias, y la de las cartas, en las que se mostraba siempre como un dechado de magnanimidad, entereza y buenos sentimientos. Los problemas de la vida real quedaban reducidos a bien poca cosa cuando se ponía a escribir sobre ellos (..) El mero hecho de escribir la colocaba por encima del mundo la hacía volar hasta una cumbre indeterminada desde la que todo le parecía pequeño, insignificante, y en la que resultaba más fácil estar a buenas consigo misma y con los demás.”
Las dificultades de la época vivida, el paso del tiempo, descrito con maestría. “Esa casa mutilada e incompleta estaba condenada a quedar como un monumento a su vida pasada, a lo peor de ella, a lo más averiado e inútil, como averiados e inútiles se le antojaban ya la butaca en la que le gustaba leer el periódico o el biombo del salón, que tan elegante les pareció cuando lo compraron, veintitantos años atrás, y tan anticuado y vulgar les parecía ahora. Había en ello algo simbólico, como si todos se hubieran puesto de acuerdo en purgar sus vidas, en desprenderse de lastres para llegar renovados y limpios a ese futuro inminente (…) Un año y pico después de solicitar la instalación, lo tenían todo menos el teléfono, y esa esquina del salón recordaba una triste hornacina de la que hubieran robado la talla de un santo”.
No falta la empleada doméstica, que es parte de la familia, donde gasta su juventud, y sus talentos, y sueña hojeando los álbumes. “Eran fotos de una vida posible, y junto a ellas había pocas, muy pocas fotos de su vida real”. Y los hijos que van creciendo y viviendo los desafíos, y la vida que no te sale como la tenías planeada. “Pensó que en eso consistía la edad adulta: en tener que preocuparse a la vez por los padres y por los hijos. Porque también nuestros padres nos parecían los mejores, los más guapos, los más simpáticos. ¿En eso consisten las infancias felices? ¿En sentir que tu familia es la mejor que podía tocarte en suerte? …Cuando ella y su hermana eran pequeñas, sí que parecía que el mundo de los hechos y el de las posibilidades avanzaban al mismo paso. La vida podías ser hermosa sin ser perfecta. Más aún: la vida podía ser hermosa en su imperfección. Pensaba que el amor estaba unido a la belleza: o nos enamoramos de lo que nos parece hermoso o aquello que amamos nos lo acaba pareciendo”.
Un intento de vuelta a Melilla, que no es la de antes, como cuando se nos ocurre rever una película que vimos cuando niños, y salimos decepcionados, porque hemos cambiado, nuestra sensibilidad es otra. “En Melilla nadie parecía ser de allí, y los que lo eran parecían ansiosos por marcharse”. Y los nietos que entran en escena con sus sueños y locuras; tampoco nos salen como teníamos previsto. A esta altura, el escritor nos brinda con una descripción de la culpa que, por lo atinado, me hizo recordar Crimen y Castigo: “La culpa era otra cosa. La culpa era algo que estaba en su interior y no dependía de lo que hicieran otros. A lo que más se parecía era a una infección que había invadido su organismo. (…) La culpa estaba en toda parte. Era como un barniz que, aplicado sobre la realidad, la degradaba hasta volverla intolerable. (…) No quería odiar, pero odiaba. Odiaba a todos los que le rodeaban, cualquiera que fuera su comportamiento y aunque sabía que no eran responsables de su situación. Odiaba. Odiaba a todo el mundo y aguardaba con ansia el momento de quedarse a solas porque entonces sólo se odiaba a sí mismo”
Y, después de copiar estos trechos como botón de muestra, me pregunto: Yo, ¿con qué me quedo? Con dos cosas. La primera el arte de contar, la narración primorosa, hilvanando personajes y situaciones con el sabor de un clásico. La segunda, un recado magnífico que es la suma de todas las sensaciones vividas al leerlo, y que uno de los nietos resume con precisión cuando al final mira a todos sus seres queridos; los ve, uno por uno, los acaricia con la imaginación, y entiende algo que a todos nos afecta: “No era la mejor familia del mundo, pero era su familia.” Así son las cosas. Es lo que hay.
Martínez de Pisón nos dice lo que todos sospechamos. Lo que te pasa muchas veces, y no te enteras porque nadie se atreve a contarlo de un modo neutro, como un observador desapasionado. Que la familia ideal no existe, o mejor, la familia sin problemas y desafíos. Lo que en realidad tenemos son seres humanos, con sus limitaciones y defectos, que el amor va construyendo con toneladas de comprensión y de cariño. Y en esa construcción -que dura toda la vida, una verdadera saga- es donde todos crecemos y nos realizamos. Y somos felices.