(Español) Juan Manuel de Prada: Mirlo Blanco, Cisne Negro.
Juan Manuel de Prada: Mirlo Blanco, Cisne Negro. Espasa. Barcelona (2016). 440 págs.
Una obra sincera donde el autor revela su alma. Eso -o algo similar- decía la propaganda del libro. No es que me deje guiar por los guiños de los anuncios, pero reconozco que esta vez me animó. Vamos a ver -pensé- quién es Juan Manuel de Prada, después de haber leído varias obras suyas, con ondulaciones: altibajos que te levantan por las ideas, y te deprimen por la forma; o mejor, por el envoltorio de la forma.
El argumento, si no del alma, seguro que tiene que ver con la trayectoria de Prada como escritor. Un escritor novel, el Mirlo Blanco, busca la fama a cualquier costo, y empieza a frecuentar los saraos literarios. Los describe magníficamente, clava los personajes: “poetisos carininfos, escuchando con arrobo a su antólogo de cabecera, muy emperifollado y con gafas de montura fosforescente, que peroraba con voz de gramófono hembra y ponía morritos de mejillón cocido”.
Un cromo. Y a todo color, porque las descripciones son definitivas. Como lo que sobra del protagonista al frecuentar estos ambientes. “Y así había ido abjurando de las lecturas germinales que habían suscitado mi vocación, hasta convertirme en un epígono dócil de escuelas de humo y tendencias de chichinabo, tan perecederas e invertebradas como los gustos cambiantes de los popes que las encumbran (…) Todo quedó sepultado por la hojarasca de pacotillas condimentadas con las especias de la moda que los popes literarios nos obligan a tragar, como quien comulga -gustosamente, pues una vez convertidos en rebaño nos tragamos lo que nos echen- ruedas de molino”
El escrito aprendiz se encuentra con el Cisne Negro; un escritor consagrado, alabado, venido a menos, y ahora demonizado por la crítica. Otro personaje magníficamente delineado: “divertido y preciso: me había contado intimidades suyas que completaban un cuadro un poco delirante, como de película de Almodóvar mezclada con un cólico miserere”. Un elemento desconcertante que sorprende, a veces da miedo, otras asco, provoca admiración, y nunca sabes por donde va a salir. Un escritor genial de los que “logran mojar en tinta infernal la pluma que arrancan del ala de un arcángel”.
El escritor novel se echa una novia que le cuida. “Me fui enamorando sin que yo me diese cuenta, porque el roce hace el cariño (..) Era una mujer de una generosidad que nunca dejaba de sorprenderme, tal vez porque estamos demasiado acostumbrados al amor que codicia y ya ni siquiera concebimos un amor que viva para darse”. Y le aguanta, lo que no es nada fácil.
De nuevo: no sé cuánto del alma de Prada hay aquí retratada, pero la combinación de verdades geniales con actitudes miserables da un cierto vértigo, y hasta suenan a confesión. “Y es que a veces llamamos odio a nuestro amor sangrante, a nuestro amor herido de muerte que sin embargo se resiste a morir y para el que no encontramos bálsamo que lo anestesie ni medicina que lo restaure”.
El estilo castizo de las descripciones me hizo reír más de una vez. Por ejemplo, el sujeto que se presenta al programa de radio con empaque de gente importante: “Iba vestido con una chaqueta loden, como si viniera de excursión por el Tirol, que le hacía sudar la gota gorda; y tenía los ojos con bolsas muy abultadas, y las mejillas tumefactas, como si le acabase de zurrar la badana algún rufián en una disputa de burdel (o tal vez, echándole imaginación, algún rojo malísimo y liberticida)”. O el restaurante de moda que “tenía una decoración entre rococó y soplagaitas. Pretendía tener un ambiente a la vez desenfadado y estiradillo, como de pijos en asueto que se quitan la corbata y se despechugan un poco, para lucir pectorales de gimnasio y moreno de rayos uve”. Se ve que el autor se divierte riéndose por su cuenta, y arrastra al lector al jolgorio cómico.
Y con todo esto, sin darle vueltas al meollo de la novela por si alguno se anima a leerla, ¿qué me resta decir? Pues que me sentí como el escritor aprendiz viendo como su prosa era rectificada, corregida, mejorada (¿o cambiada?) por el veterano. Y se queja, aquel, de que éste le mete unas ‘morcillas’ de su cosecha; de la del veterano, se entiende.
Me explico. Prada escribe bien, con estilo, ironía castiza. Y con ideas de fondo que tienen densidad. Plasma en una frase la escena como si encuadrara una tomada de cine: “Lo esperé con la puerta abierta, en el rellano de la escalera, que es el vestíbulo de los pobres”. Retrata lo que ocurre a los escritores, lo que seguramente le pasa a él, y a todos los que nos aventuramos a hilvanar algunos párrafos para decir algo. “Lo que había sido planeado como una simple novela de espías…y que se transformó en otra cosa…Lo que demuestra que el escritor verdadero no es dueño de sus propias decisiones”.
Destroza con acidez corrosiva a los críticos literarios mediocres con los que, imagino, se las habrá tenido que ver muchas veces. “¿Y todos estos esfuerzos y riesgos asumidos por autores, editores, distribuidores y libreros para qué sirven? Para nada, porque hay un puñado de tipejos, patanes que escupen perdigones de canapé al hablar y miran el culo a las señoritas (…) que después de leerse la contraportada y espigar media docena de pasajes de la obra en cuestión la pondrán a escurrir con el mismo desparpajo con el que se suenan los mocos(…) Nos dirán que lo hacen porque lo consideran una obligación moral hacia sus lectores, que no pueden defraudar a la gente que os ha elegido como guías y consejeros, que no pueden permitir que sus seguidores gasten quince o veinte euros y muchas hora de lectura en una obra que consideran deplorable (..) Destrozan la obra sobresaliente porque decapitar a quien descuella es el rito central de la misa democrática; y estos patanes, como obedientes acólitos del rito que les garantiza el cocido, pasan el rasero de su mediocridad sobre el panorama literario, cortando todo aquello que sobresale. Lo hacen para aplacar el resentimiento y la envidia que la superioridad ajena les provoca (…) Saben que son una panda de miserables; pero también saben que su miseria nunca será desenmascarada, porque los avala la religión democrática, que como dijo Unamuno, ha convertido en virtud civil el pecado de la envidia”.
La cita es casi textual. Los puntos suspensivos son las ‘morcillas’ que nos coloca, y que provocan indigestión. Como tropezones molestos en un plato suculento. Y este es el asunto que me impide una recomendación nihil obstat al Mirlo Blanco. Una objeción estética, un olor a morcilla, rancio, desagradable. Nada contra el argumento -que seguramente tiene el palpitar de lo vivido-, ni contra la prosa, magnífica, rica, cautivante. Sólo contra los tropezones.
No sé si ayuda -no quiero dar consejos a nadie, menos al autor- pero cuando me deparo con estas situaciones, viene a mi memoria cierta escena de una película de David Lean, de los años 70, La hija de Ryan. Rosie cabalga sobre la yegua y, a su lado, el oficial inglés en su caballo. Los relinchos de ambos son de tal fuerza que se intuye el adulterio y llegan a ser molestos. Pero estéticamente no hay necesidad de enseñar nada. Quién sabe hacer buen cine, domina la perífrasis, pinta los contornos con eufemismos visuales, respeta la estética con rodeos. Lo mismo con la literatura. Para el que tiene un dominio de la palabra como Juan Manuel de Prada, no es difícil encontrar esas sendas, y obsequiarnos con una culinaria exquisita. Sin morcillas ni tropezones.