(Español) Lorenzo Silva: «La niebla y la doncella»
Lorenzo Silva: “La niebla y la doncella”. Destino. Barcelona (2002). 355 pgs.
He acompañado a lo largo de los últimos años la producción de Lorenzo Silva, en sus entregas aventureras de la guardia civil, protagonizadas por Bevilacqua y Chamorro. Pero se me había pasado esta, con la que tropecé mientras ordenada un estante de libros. Me adjudiqué el libro y lo metí en la maleta de mano, con vistas al próximo vuelo que tenía programado esa semana. Combinan bien las novelas de Silva y los viajes de avión que se te hacen más cortos y llevaderos.
Y no tanto por el argumento que ventila -aunque me los he leído casi todos, soy incapaz de recordar la mayoría de ellos, y mucho menos con detalle- sino por los personajes. Esa es la gran diversión, el plato fuerte de la producción de Lorenzo Silva. Trabaja bien los personajes, y no pierde la ocasión de hacer sus pinitos en análisis psicológicos, favoreciendo la formación académica del sargento Vila, a quien no le gustan los psicoanálisis ni los cree, pero parece que al autor si le hacen bastante tilín. “En la vida hay clases incluso entre los muertos. Y un muerto en un ajuste de cuentas por droga es poco más que un muerto en accidente de tráfico. Apenas un detalle del paisaje”. Así transcurre el argumento de esta novela, sin pena ni gloria, como un detalle, una disculpa, donde los personajes se lucen cada uno por su cuenta.
La presentación que el sargento Vila nos hace de su jefe es una buena abertura: “Pereira, mi comandante, siempre había sido un hombre de fundamentos, sólido catolicismo y recia salud mental. Por eso era tan bueno, casi inmejorable, llevando un negocio de tarados como lo éramos algunos de los que estábamos a sus órdenes, y prácticamente toda la clientela”. Y de su compañera, la cabo Chamorro, reservada, casi tímida, y de lo más eficaz, por la que tiene una debilidad que no disimula: “Sin poder evitar que me enterneciera un poco aquel color en el que había quedado plasmada sobre el papel cuadriculado su letra de niña aplicada”.
Vila es protagonista y narrador, le toma la alternativa al escritor, y se convierte en el que distribuye el juego. Sale a relucir el filósofo que dice no querer ser, pero del que no consigue escapar: “Mientras aguardaba sin prisa y paladeaba el café que acababan de servirme, tuve una súbita intuición de lo que de divino tiene habitar el pellejo de un hombre. Es una morada precaria, angosta, a veces grotesca. Y, sin embargo, dentro de ella puede experimentarse momentáneamente la paz y la plenitud”. Y cargas de profundidad, en momentos de tensión y de muerte, resaltando lo que realmente importa en la vida: “Me pareció, de pronto, que la muerte las había hermanado. Eso bueno tiene, al menos. Que nos muestra lo fútiles que son nuestras diferencias”.
Un filósofo que se regodea confesando sus limitaciones cotidianas, y que se divierte contrastándolas con la austeridad de sus colegas policías. “Volvió a los dos minutos con un montón de fruta y un trozo de queso blanco. Los restos pringosos de mis huevos revueltos con Bacon y salchichas me observaron desde el plato, ominosamente reprobadores. (…) La otra también se cogió fruta y un yogur natural. Me fastidiaba, en cierto modo, que las dos fueran tan saludables. Y encima mujeres, y jóvenes. Para terminar de proclamar mi inferioridad, y revolcarme un poco en ella, como aún tenía algo de hambre, fui a procurarme unos chorizos fritos”.
Limitaciones y faltas, que en esta entrega aparecen sin pudor, en los deslices que el protagonista se permite a sabiendas. “Estaba saltándome a la torera algunas de mis convicciones respecto de la separación entre trabajo y vida privada, prescindiendo de cualquier atisbo de sentido práctico y posiblemente faltando a mi deber de suboficial. (…) Pequé pues, y fue adrede. No me mueve, al construir mi relato, el afán de presentarme como un sujeto intachable. No lo soy, como nadie lo es. Y acaso necesito contarlo para expiar mis faltas y poder convivir con ellas, que es una de las misiones más cruciales que le incumben a cualquier ser humano. Convivir con los aciertos, o con los méritos, no requiere mayor competencia, ni especial habilidad”.
Y con todo, Vila es el hombre duro que no quiere ni puede huir de su deber. Es el motivo de su existir, como anotaba Fernando Pessoa, cantando la gloria de aquel rey de Portugal: “Meu dever fez-me, como Deus ao mundo”. Es el deber el que esculpe lo que somos, cuando nos mantenemos fieles a la misión para la que hemos sido creados. “En ocasiones, aquella era una de ellas, no celebro especialmente tener que hacer lo que tengo que hacer. Me pasa cuando se me hace evidente que me encargo de algo de lo que nadie querría encargarse. En esa tesitura, contra lo que pudiera parecer, me siento más impelido a cumplir con mi misión. Es una especie de orgullo. Soy yo el que está ahí. El que tiene que hacerlo. El que lo va a hacer y, va a conseguir, por añadidura, que sirva para algo”. Cumplir el deber y ser leal, porque eso no es negociable: “Uno nunca termina de saber si es justa o verdadera la causa por la que lucha. Pero lo que está fuera de cuestión es la indignidad de quien da la espalda al que tiene a su lado”.
Quizá por eso, Vila pone como despertador en su teléfono móvil, el himno de la Legión, y se despereza al son de los compases de ‘soy el novio de la muerte’. Eso no aparece en esta novela, pero sí en muchas otras. Da igual, porque los personajes son los compañeros de estas lecturas que te divierten y amenizan, incluso, un viaje de avión apretujado como sardinas en lata.