Emma Reyes: Memoria por Correspondencia
Emma Reyes: Memoria por Correspondencia. Libros del Asteroide. Barcelona, 2015. 232 pgs.
La correspondencia que compone esta memoria, son 23 cartas que la pintora colombiana Emma Reyes envía desde Francia, donde vivó la mayor parte de su vida, a Germán Arciniegas, su amigo historiador que se encargará de transmitirlas después de la muerte de la artista.
Una poderosa descripción de superación, no solo de la pobreza y de las miserables condiciones en que nació, incluido el analfabetismo hasta los 18 años, sino de los sentimientos causados por los recuerdos. Lo que en otra persona, el lector incluido, podrían provocar espasmos de ira, de venganza, y de odio, está por completo ausente en el relato de Emma. Escribe con ojos de niña -de la niña que fue y sufrió- y con pluma de mujer adulta, madura. “A ti -escribe en una de sus cartas- te parecerá extraño que yo pueda contarte en detalle y con tanta precisión los acontecimientos de esa época tan lejana. Yo pienso como tú, que un niño de cinco años que lleva una vida normal no podría reproducir con esa fidelidad su infancia. Nosotros la recordamos como si fuera hoy y la razón no te la puedo explicar. Nada se nos escapaba, ni los gestos, ni las palabras, ni los ruidos, ni los colores, todo era ya claro para nosotras”.
El alma infantil preside todo el relato, haciéndolo leve y sencillo; escribe con una ingenuidad encantadora, que saca agradecimiento de las cosas buenas, de los pequeñísimos detalles. “Plantas que colgaban del techo como si estuvieran sembradas en el cielo (..) Me preguntó si yo tenía papá y mamá, yo le pregunté que qué era eso y me dijo que él tampoco sabía (..)Yo le pregunté que qué era el alma y ella me dijo que era todo lo que uno tenía por dentro”.
Y los momentos durísimos que vivió los describe también sin rencor, sin permitir que se le agrie el ánimo con los abusos y sufrimientos. “Mi hermana mayor Helena, con quien establecí el pacto secreto, un sentimiento inconsciente de que éramos solas y que solo nos pertenecíamos la una a la otra (…) Creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra”. Emma describe este universo con serenidad, y hasta las crueldades que sufre -desde su más tierna infancia- no permite que cuajen en odio.
En gran parte de las cartas narra las vicisitudes de los muchos años que pasó en una inclusa, después de ser abandonada junto con su hermana. El orfanato estaba a cargo de unas monjas que educaban a las huérfanas; y cuando de educar se trata, ya sabemos que existe una variedad enorme de métodos, no todos de lo más ortodoxo. El repertorio de religiosas diferentes, también en función de los diversos cargos y ocupaciones, transmite un cuadro que, siendo a veces un poco siniestro, no deja de ser pintoresco. Monjas de todo tipo, de aquellas que creen que la letra con sangre entra, y están más atentas a las normas que a las personas, con actitudes que hoy nos darían escalofríos. Y también las que se deshacen en delicadezas y cariño con las niñas. “No es que con ella aprendiera más que con sor Evangelina, no, pero como me hablaba más simplemente y además sentía que me quería, pues me parecía más fácil y más claro”.
La formación religiosa que reciben, también es muy de aquella época, donde más se atendía a evitar el mal, que a hacer el bien. “Nuestro único enemigo era el Diablo. Del Diablo sabíamos todo, sabíamos más del Diablo que de Dios (…) Nuestro grupo seguía sólidamente unido, unido en la complicidad y en la gran soledad y esterilidad de nuestra vida interior”.
Y, aun así, en medio de contrastes y actitudes que en muchos causarían verdadera alergia a la práctica religiosa, cristaliza en Emma una devoción personal fruto de su enorme sencillez. Lo describe con la candidez de la infancia, en quien ya se está haciendo mujer. Quizá porque no hay odio y se busca la persona, no las ideas, o el credo. “Corrí a la capilla, me arrodillé frente a la estatua de Maria Auxiliadora…Era linda, parecía que sonreía y con los ojos veía que ella también me miraba…Yo la miraba frente a los ojos y empecé a contarle todo lo que sabía de mí misma (…) Quería que ella fuera mi amiga y poder contarle todo. Cuando la dejé, sentí yo misma que ya l quería mucho y desde ese día decidí pasar con ella todo el tiempo que me daban para el recreo…Cuando no me quedaba más empecé a contarla las historias que yo sabía de mis amigas y cuando terminé con ellas empecé a inventar historias divertidas para entretenerla, la pobre pasaba casi todo el día y la noche sola con su hijo”.
Acabo el libro impactado. No por lo que cuenta, sino por el modo como lo cuenta. Porque, confieso, surge como un ánimo de envidia buena -emulación me parece que se llama- al preguntarme cómo se puede vivir todo esto, y no sobrar ningún resabio vengativo, ninguna rebelión contra todo lo constituido, contra el mundo, contra la miseria humana. Así, sin darse importancia, con una sencillez abrumadora, presenta sus recuerdos advirtiéndole al amigo que los publicará: “Tú crees que basta tener las ideas, yo te digo que si uno no sabe cómo escribirlas para que sean comprensibles es igual que si uno no tuviera ideas”. Quizá porque, como alguien comentaba de sus pinturas, no las pintaba con aceite sino con lágrimas; y más que pintar sus cuadros los escribía. Y el impacto que nos causa al leerlo, es porque talvez nos sobra a todos soberbia, que rezuma y tizna los recuerdos, y nos hace crear mala sangre. Un libro purificador de los propios sentimientos, una luz optimista y agradecida sobre tantas cosas buenas que vivimos y ni notamos. Una especie de “Gracias a la vida que me ha dado tanto”, en clásica tonada Sudamericana.