Lorenzo Silva: El Mal de Corcira.
Lorenzo Silva: El Mal de Corcira. Ed. Destino, Planeta. Barcelona. 2020. 460 págs.
Enfrento otra entrega de Lorenzo Silva, y sus guardias civiles, pero ya sé lo que me espera por la trayectoria de sus últimos libros. Una reflexión cada vez más personal, donde más importa el fondo que la forma, y mucho más que el nudo del argumento que, confieso, casi me deja indiferente. Surge con el tiempo el filósofo-psicólogo, y desaparece el guardia civil. El protagonista se las ve con el mundo y el ser humano, y no sólo con la investigación de crímenes. La serie es cada vez menos policiaca y más antropológica. Por eso, lo que vale es la lectura, paladeándola, degustando los decires que, eso sí, no tienen desperdicio.
El subteniente Bevilacqua – Vila para los amigos y lectores-, a propósito de un crimen en las Baleares (Formentera) se transporta, en flash back, a sus primordios como guardia civil, y la lucha encarnizada contra ETA. “Sentí la necesidad de hacer algo más: intentar conocer y comprender mejor a qué me enfrentaba, tratar de aportar a la empresa algo más que mi cuerpo ofreciendo blanco en los cruces en los que a mis superiores se les ocurriera apostarme”.
En aquellos inicios, los superiores visualizan de inmediato que, por detrás del guardia novato, hay un pensador, que es el que va emergiendo a lo largo de los libros de esta serie. “He estado mirando su expediente. Se licenció en Psicología. —Todos cometemos errores. —¿Por qué lo dice? —Escogí esa carrera porque no tenía muy claro qué hacer. Creí que era una forma de profundizar en los misterios del alma humana y que de paso podía servirme para ganarme decentemente la vida. —¿Y? —Ni lo uno ni lo otro. Sobre los misterios del alma humana sigo más o menos como estaba y me tiré un buen tiempo en el paro (…) Hay en ti algo que me gusta, y me gusta bastante. Eres un tío raro, como no hay muchos por aquí. Basta con verte y escucharte, con fijarse en lo que dices y cómo lo dices. Tienes ideas propias, no te las callas y eres un observador agudo. A ratos hasta me parece que no deberías estar aquí, pero eso, lejos de disuadirme, me predispone a tu favor”.
Transcurridas algunas décadas, Vila ha aprendido a reírse de sí mismo, a no llevarse muy en serio, y reconoce las culpas con facilidad. Como la overture del caso que nos ocupa, una operación que no salió bien: “Nadie se saltó el plan previsto ni se comportó con negligencia o con temeridad. Simplemente existía el resquicio, y por ahí se coló la catástrofe (…) Se supone que por mi oficio debería haber adquirido alguna competencia en aquella clase de conversaciones, pero siempre que me veía obligado a tenerlas me sentía como el más torpe y desafortunado de los hombres. Más que nunca en aquella coyuntura en la que el desastre llevaba mi firma”
Y también plasma la experiencia acumulada con los avatares del oficio: “Después del percance siempre proliferan los peritos en prevenirlo (..) Esto no es una ciencia exacta: tratamos con gente y la gente es impredecible y nunca se la termina de conocer del todo, y el que crea otra cosa que venga a hacer lo que hacemos y a ver si le sale mejor (…) La inercia que siempre prevalece en los asuntos humanos, y en cuya virtud los hechos se suceden como consecuencia de hechos anteriores. Se encadenan los errores y los agravios, en la perentoriedad de los acontecimientos deja de seguirse el curso de las causas hasta las causas primeras, y el obrar acaba obedeciendo, sin demasiada reflexión, a los golpes y los estímulos que se tienen más recientes en la memoria”
Reflexión y atisbos de transcendencia con los que viste algunos de sus personajes. Es aquí donde las reflexiones toman cuerpo, entretienen, te hacen pensar. Por ejemplo, el comandante Ferrer: “un miembro convencido de esa minoría de la sociedad, en constante disminución, que aún no había sustituido la fe en el Sumo Hacedor por la fiebre de consumir cuantas golosinas pusieran en sus manos los prestidigitadores que se dedicaban a rellenar el vacío moral y existencial de sus semejantes. Exhibía, además, lo que me parecía admirable, una suerte de orgullo militante al invocar a alguien que ya casi no formaba parte de la conversación cotidiana y mainstream”. Y en un diálogo apunta: “Ya no confiesa casi nadie. Eso era de cuando se creía en la culpa. Cuando alguien creía aún tener la culpa de algo, quiero decir. Ahora todo el mundo tiene una justificación, o un culpable alternativo”.
No ahorra elogios al carácter íntegro de algunos miembros del Cuerpo: “Pertenecía a una generación que no tenía entre sus hábitos el de buscar excusas para esquivar el sacrificio. No estaba del todo seguro de que fuera el caso de la mía, y me daba la sensación de que las posteriores eran aún menos receptivas a la idea de abandonar sus asuntos para anteponer los de otro”. Y apuntala su condición de guardia civil honorario, sin ningún pudor en los diálogos que tienen mucha miga: “Esa frase tremenda que el duque de Ahumada escribió en la cartilla que ya me contaste que te leíste algo más que por encima. —¿Cuál de todas? —«Prudente sin debilidad, firme sin violencia, político sin bajeza.» Dondequiera que hay alguien que se siente guardia civil, está entero ese espíritu, que es el que más daño puede hacerles. No imaginan que debajo de un tricornio pueda haber, sin ir más lejos, un individuo como tú o como yo”.
La novela salta del presente al pasado, rescata la construcción de la carrera de Vila y de sus compañeros. Apunta méritos: “Llegar a jefe máximo en otros sitios puede ser cuestión de tiempo o de suerte, pero hacerlo en el cuerpo en el que ambos servíamos era algo que había que sudar y merecer día a día, durante décadas”. Destaca la importancia del protocolo, del orden necesario para encarnar el espíritu del Duque de Ahumada: “Las formas tienen importancia, algo que ignoran todos los que las han olvidado, con el derrumbe del sistema educativo y la fiebre de las redes sociales (…) Lo que importa es entender que tanto el interés como el miedo y el orgullo pueden hacer un asesino y un guerrero de cualquiera, si concurren en la medida suficiente. Entender lo que la gente y los pueblos temen, les interesa o les hiere el orgullo de una manera insoportable es entender también las guerras y los crímenes. No los evita, pero los explica”.
Y, por conocer la pasta de la que está hecha el ser humano, también recuerda que las formas ayudan a protegerse de las propias debilidades: “Sin el uniforme estaríamos más expuestos a las flaquezas de nuestro carácter, que a él no le habían pasado inadvertidas (…) (…) No me confortaba percibir entre los míos el mismo encono que veía en los de enfrente, pero menos aún me gustaba advertirlo dentro de mí: ver cómo la espita del odio, que no deja de tener cualquier corazón humano, se abría en lo más profundo del mío (…) Es otro de los dudosos privilegios del investigador criminal: acceder una y otra vez a los secretos del prójimo, verse invitado al escrutinio del alma de las personas, desde un alma tan averiada como cualquier otra (…) Hay que tener en el alma algo de lo que carezco para disfrutar de ver a un hombre humillado”.
La familia, pequeña, hace acto de presencia. Cada vez más, desde que su hijo decidió seguir por el mismo camino del tricornio. “La condición humana tiene estas paradojas: padres que se empeñan en inculcar a sus hijos la necesidad de continuar un negocio familiar que estos acaban aborreciendo por culpa de esa insistencia, y otros que sin hacer jamás ninguna apología del oficio al que se dedican, o incluso advirtiendo contra sus penurias y sinsabores, se encuentran con que a sus descendientes les acaba dando por ejercerlo. Lo que demuestra una sola verdad universal: los hijos siempre nos dan esquinazo”
Diálogos y reflexiones con enjundia; en fin, el filósofo que desplaza al guardia civil. “Un beso, mamá. —Otro para ti. Y no hagas tonterías. —¿Cuándo las he hecho? —Cuándo dejarás de hacerlas. Así va la vida. Puede permitirte rodar por sus caminos durante los años que sea, que nunca dejarás de estar desnudo a los ojos de quien tras darte el ser se ocupó de ampararlo y encauzarlo en la medida de sus fuerzas y posibilidades (…) Era la ventaja de llevar una familia tan corta en el cofre del corazón: se la atendía pronto, y podía dejar que la investigación devorara el grueso de mi existencia”
Y naturalmente la cultura, que es la marca registrada del filósofo Vila. “Soy buen lector, desde siempre. Lo bien dicho es expresión de lo bien razonado. Me pareció que en lo que escribió aquel hombre hace siglo y medio había algo con lo que me podía identificar. Esa idea de ayudar y proteger a la gente, a toda la gente, sin distinguir, sea quien sea y respire como respire (…) Antes de pagar el libro, me detuve a hojearlo, esa sensación cada vez más olvidada de examinar un objeto potencialmente valioso, en la propia mano y hecho materia ante uno, en lugar de revisar una ficha digital en una página web que sólo ofrece la imagen de una portada y como mucho un extracto o un avance. Quizá ese hábito cada vez más extendido en todos los órdenes de la vida, y no sólo en el comercio de libros, nos haya conducido a un pensamiento cada vez más hecho de sinopsis y de tráileres, sin una verdadera profundidad, sin la entrega de tiempo, y, al tiempo, la combinación de conjunto y detalle que lleva a entender de verdad las cosas”.
Las muchas horas de vuelo, se dejan notar a lo largo de las páginas. Vila se las ve venir, no por su currículo como guardia civil, sino como pensador. Acumula experiencia antropológica de la que hace partícipe al lector que, a estas alturas, poco se le da quién sea el asesino de turno. “Hacía tiempo que había renunciado a oponerme al curso arrollador de los acontecimientos; ya sólo trataba de desentonar lo menos posible (…) Me preguntaba a menudo cuánto aguantaría el tinglado, sometido a la tensión derivada de esa brecha creciente entre quienes se lo podían permitir todo y quienes apenas podían permitirse nada (…) Y, sin embargo, cuando estabas detrás de ellos todo el tiempo, te dabas con lo mismo que te das siempre bajo un pellejo humano: con alguien que se esforzaba, desfallecía más veces de lo que deseaba, disfrutaba menos de lo que le apetecía, se distraía, se aburría, se equivocaba y del conjunto de sus actos se desprendía que había tratado de levantar ante sí mismo, con mayor o menor éxito y mayor o menor convicción, un proyecto que le hiciera mejor a sus propios ojos y a los del resto”
De los muchos libros que he leído del autor -creo que no me falta ninguno de la serie Vila-Chamorro- poco podría contar de los argumentos que se pierden en la memoria, incluso por lo enrevesado de los temas. Lo que uno guarda con gusto, son las reflexiones disparadas con diálogos y monólogos, como quien no quiere la cosa. La verdad -me parece- es que eso es justamente lo que Silva se propone. Y eso es lo que anoto en estas líneas para poder leerlas de vez en cuando. Como esta que viene como anillo al dedo para rematar estas líneas: “Uno de los privilegios del hombre de edad, es poder recordar sólo aquello que le hace sentir bien y le invita a agradecer el regalo de la vida, y sepultar en un plácido olvido, tras asumir la responsabilidad que le incumbe, todo aquello que por alguna razón produce el efecto contrario. Para perdonar, antes hay que perdonarse, y para eso hay que aceptar el mal que tiene que ver con uno. Limitarse a olvidarlo no sirve de nada”. Es Vila pensando en voz alta, pero debe ser también Lorenzo Silva, y un servidor que tiene más años que el escritor. Porque como dice el protagonista a su superior: “El pasado no se cierra nunca, mi comandante, se acarrea”. Pues en eso estamos.