José Luis Olaizola: La guerra del general Escobar

Pablo González BlascoLivros Leave a Comment

Planeta, Barcelona, 1990. 192 págs.

José Luis Olaizola, autor del que he leído algunos libros siempre con agrado, ha fallecido recientemente. Y consultando lo que tengo escrito sobre sus obras, veo que falta la primera que me fue presentada, hace más de treinta años, que le valió el Premio Planeta. A modo de tributo al escritor, me zambullo de nuevo en la guerra del general Escobar, de quien  en estas tres décadas volví a oír hablar en la obra de Lorenzo Silva, Recordarán tu nombre: ahí están el general Aranguren y Escobar, compañeros y amigos leales, cumplidores en conciencia de su deber militar, en el lado que perdió la guerra civil española.

Así presenta Olaizola el relato:  “Este libro no contiene el relato de una guerra, sino la historia de un hombre que vivió una guerra. No es un libro de historia, sino una novela, para así atenuar la tristeza y aun crueldad de lo que sucedió, porque es sabido que las novelas son obras de ficción. Ojalá lo que aquí se cuenta hubiera sido ficción.”

Entre las muchas cosas que recordaba de mi primera lectura, era la perplejidad de Escobar, católico fervoroso, delante de la aparente indiferencia de los que decían haber ganado una guerra, por Dios y por España. Relata el general, ya en prisión: “Ahora ser católico forma parte de la disciplina del régimen, pero cuando el otro día el capellán consiguió que me permitieran asistir a la misa que celebra diariamente a las ocho de la mañana, me quedé asombrado porque sólo estábamos allí dos personas. El otro era un soldado que en cuanto le licencien piensa entrar en el seminario. El chico me miraba de reojo”.

Recordaba también la hermana y la hija de Escobar, que eran monjas; y que el desconcierto aumenta cuando nota que en ningún momento de su juicio se hace referencia a la fe que profesa: “Desde el año 34 soy terciario franciscano. A eso no se ha referido el fiscal en ningún momento. Yo tampoco digo nada porque pienso que, en estos momentos, a la Orden le puede perjudicar el tener, o haber tenido, un terciario como yo.  La gente está muy confundida al respecto y piensa que ser terciario es como ser fraile, con la única diferencia de que en lugar de llevar hábito se lleva uniforme, en este caso de la Guardia Civil. Y, sin embargo, es tan sencillo que se explica en tres líneas. Somos unos señores tan corrientes como los demás. Lo único especial es que participamos, dentro de nuestro estado y condición, del espíritu de la Orden a la que nos adherimos, que en el caso de los franciscanos es el espíritu de pobreza (….) Por eso solía ir yo los sábados  Pero no me vestí de paisano por el calor, sino porque no me gustaba ir a los franciscanos de uniforme. Iba todos los sábados, a menos que tuviera algún servicio especial, a confesarme y a prestar mi colaboración económica. Daba lo que podía de mi dinero, que al final era bastante ya que desde que doté a Emilia para profesar como religiosa no tenía más gastos que los estudios de José. Yo apenas tenía ocasión de gastar”.

La lealtad a su vocación militar y la amistad con Aranguren también aparecen, en varios momentos: “El general y yo teníamos fama de ser los jefes más elegantes del Cuerpo e incluso parecía que competíamos en ello. Qué chiquillada. El uniforme de gala de la Guardia Civil, azul oscuro, recamado en oro, con entorchados en el tricornio, era el más hermoso de todos los uniformes de los ejércitos de España. Cuando nos tocaba lucirlo en alguna solemnidad, nos mirábamos de reojo. Aranguren me solía decir: —Caramba, Escobar, qué elegante va usted. —Es el uniforme, mi general —le respondía—. ¿No se ha mirado vuecencia en el espejo? —No. Me ha vestido mi asistente. Qué tiempos aquéllos. Yo era un poco más alto que mi general, pero él tenía un aire más aristocrático (…) Nos impresionaba, especialmente, el cañoneo de la artillería, que es un arma desconocida para la Guardia Civil. El cañón es un arma de guerra y la Guardia Civil está para mantener la paz. Los militares no tenemos visión política, pero somos más prácticos. Los militares que se meten en política son un desastre”

Y en alternancia serena y continua -algo que también recordaba de hace tres décadas- Escobar no diferencia la fidelidad a su puesto como militar, el juramento al estado constituido, y su rectitud como católico. Una postura de vida ejemplar y nada fácil. Ni en los tiempos presentes ni, mucho menos, en aquellos momentos críticos: “Estoy orgulloso de ser militar y me siento muy honrado de ser católico, pero no de ambas cosas juntas. Es decir, no me gusta ser una especie dentro de un género, como si los militares católicos formáramos un grupo separado de los demás. La prueba es que, ahora, todos los militares que han ganado la guerra —que ha resultado ser una Cruzada— son católicos. Incluso algunos cuya adscripción a la masonería era sobradamente conocida. Es más lógico hablar de militares que son católicos, o de católicos que son militares (…) Es curioso que así sea porque yo he combatido en un bando con el que tan pocas afinidades tenía por no faltar a mi juramento. Pero para el otro bando mi juramento no vale nada. Afortunadamente, al que en definitiva corresponde interpretar mi juramento es a Dios, pues invocando su nombre lo formulé”.

Algunos episodios de la guerra -siempre en segundo plano, pues la guerra que interesa a Olaizola y al lector,  es la Escobar- hacen acto de presencia. “Fue antes de ese momento, cuando todavía eran pocos los anarquistas armados, cuando se pudo y se debió cortar lo que luego degeneraría en una revolución dentro del régimen legalmente constituido. Durante mi marcha por la Vía Layetana al frente de mis hombres creía que era doble el objetivo que me correspondía: sofocar una rebelión que —por lo menos en lo que a Barcelona se refería— no parecía demasiado bien preparada y desarmar a los anarquistas. Lo primero se consiguió fácilmente; para lo segundo hicieron falta meses y costó mucha sangre, incluida algunos litros de la mía (…) Los militantes marxistas aprovechaban la aglomeración de gentes en aquellos refugios improvisados para colocarles sus mítines. Siempre pensé que a los que hablaban tanto no les quedaba tiempo para ir al frente. Siempre he pensado que los que hablaban tanto, de uno y otro bando, fueron los que dieron lugar a la guerra. No eran demasiados, pero hacían mucho ruido. Eso es lo malo de los políticos. Repiten tanto las cosas que uno saca la impresión de que no están convencidos de lo que dicen”.

El buen humor y la cortesía no le faltan a Escobar, aun rodeado del ambiente bélico: “Al día siguiente fui a la guerra en Metro. Lo tomamos en la Estación de Atocha e hicimos transbordo en Sol para ir a Ópera. Mi ayudante comentó: —Mi coronel, me da la impresión de que en lugar de ir al frente voy al cine (…) Me parecía importante, en circunstancias tan tristes y excepcionales, hacer las cosas de la vida ordinaria y no consentir que una señora fuera de pie si yo iba sentado. A alguno le parecerán tonterías, pero los Escobar, pese a nuestros defectos, siempre hemos sido de cortés comportamiento, y el primero de todos, mi padre, que nadie diría que procedía de una aldea de paisanos iletrados. A mí me conforta mucho ver lo que puede hacer la honradez y el valor de un solo hombre”.

Y el encuentro con Azaña, presidente del gobierno de la República, también es un momento que describe de modo afectuoso: “La felicitación fue más que cordial y con un punto de contrición. Siempre había recelado de mí por lo que él llamaba mi militancia católica. A pesar de ser hombre tan bien dotado e informado creía que los que íbamos a misa cada día recibíamos consignas del Vaticano. A pesar de todo, éramos amigos. Si no se puede ser amigos en el desacuerdo, ¿qué sentido tiene la vida? (…) Aun siendo comentario amargo, no lo dijo con la acritud en él habitual, por lo muy satisfecho que estaba, según me explicó, de que hubiéramos terminado con la revolución dentro de la República. —¿Cómo podríamos —me dijo— acusar de rebelión a los militares sublevados si nosotros mismos consentimos una rebelión en nuestro propio seno? Luego, reflexivo, como cuestión que tuviera muy ponderada, añadió: —Mientras mantengamos contra los rebeldes el Gobierno legal, todos los errores los cometen ellos”.

Y la sorpresa que Azaña se lleva con el pedido del general: “Me gustaría ir a Lourdes. A la Virgen de Lourdes en peregrinación —le aclaré. —¿Cómo dice?, —se sorprendió”. Azaña, saliendo de su asombro continua: “Supongo que ustedes, los católicos, me tendrán bastante recelo. No lo digo por usted, Escobar, sino en general (…) No soy tan necio, ni tan inculto, como para pensar que una nación deje de ser religiosa por decisión parlamentaria. Lo único que quise decir es que España había dejado de ser clerical. Que las instituciones de la Iglesia, o por lo menos determinadas instituciones, habían dejado de tener influencia en la vida civil. A mí me pareció un grandísimo honor que el presidente Azaña me diese tal explicación. Me salió espontáneo el decirle: —Le agradezco su aclaración y quiero que sepa que me parece muy bien que los católicos dejemos de ser clericales”.

Otro general de la República, de los vencidos, hace su aparición en el relato: “Vicente Rojo era católico como yo, muy practicante, y padeció con la confusión que sobre tema tan importante se creó como consecuencia del alzamiento. Abrió, por tanto, un paréntesis para desahogarse con alguien que sabía pensaba igual que él. Su natural sereno se quebró al hablar de la cuestión y acusó a Franco, a Aranda, a Mola… de haberse apropiado de nuestra religión. Citó a casi todos los que mandaban los ejércitos nacionalistas y me dijo cuáles de ellos eran masones. No lo repito porque en mis circunstancias debo evitar los juicios que puedan ser temerarios. Si antes he mencionado la condición de masón del general Cabanellas, primer jefe de la Junta de Burgos, ha sido por ser hecho notoriamente conocido. Esa apropiación indebida hacía que cuando nuestras tropas eran atacadas por los sublevados, tan prolíficos en estandartes con la cruz, creían que eran embestidas por los emisarios de Cristo, exacerbando así el anticlericalismo de nuestra zona, que ya era suficiente sin necesidad de tal provocación”.

De los recuerdos, Escobar pasa a sus comentarios sobre el tema, que es el gran protagonista del libro: “Me resigno a que me juzguen por no haberme adherido a un movimiento rebelde que dejó de serlo cuando resultó vencedor; en todo caso será por mi culpa de no saber que la rebeldía queda purificada por el triunfo (…) En el otro bando, sus dirigentes se apropiaban de nuestra religión para reducirla, en muchas ocasiones, a un simple código moral. Pienso, Dios me perdone, que en nuestro bando las cosas estaban más claras: ser católico era un peligro, pero no una obligación. Qué difícil es contar la Historia, sobre todo cuando es tan próxima; por eso yo procuro contar sólo la mía. Y la de los míos”.

Acaba la guerra, Escobar está en el bando de los perdedores, y le ofrecen que, como otros oficiales republicanos, salga del país. Un diálogo que también recordaba, porque transpira audacia e ingenio: “Este coche, con una escolta —miró hacia los legionarios que aguardaban—le acompañará hasta una avioneta que le llevará a Portugal. Desde allí le será fácil trasladarse al país que más le convenga. —Gracias, general, pero no me voy a ir. —¿Por qué? —No veo ningún motivo. —¿Le parece poco haber perdido una guerra? Procuré decir amablemente lo que había de ser, desde entonces, mi frase preferida: —Señores, las guerras hay que saber perderlas—Y ¿quién le garantiza a usted que nosotros vamos a saber ganarla?”

Y explica al lector: “Algunas personas se han extrañado de que yo no aprovechara las oportunidades que tuve de irme al extranjero para apartarme de esta guerra tan cruenta, pero siempre he pensado que un militar sólo puede serlo dentro de un ejército, y que aunque las guerras sean un horror, de hacerlas alguien, debemos ser los militares los que las hagamos (…) No es cierto, como pretenden los vencedores, que nuestro ejército fuera un ejército comunista. Me parece de mal gusto por parte del general Franco, e impropio de un militar de honor, como supongo lo es, el que haya firmado su último parte de guerra refiriéndose a nosotros como al ejército rojo. No merecen tan despectiva calificación tantos militares de honor que sacrificaron sus vidas para conseguir un ejército regular, integrando en él como sufridos soldados a los que al principio de la guerra eran alocados revolucionarios. Pienso en muchos de mis guardias civiles, buenos padres de familia con menguado sueldo, que perdieron sus vidas en las batallas de Madrid, Brunete, el Ebro, Extremadura… Me pesa seguir escribiendo”.

Acaba el relato, en variaciones sobre el tema principal: “Yo me acuerdo muy bien de todas las personas que he conocido en mi vida, pues al ser un poco sordo suplo el defecto fijándome mucho en la gente. Por mucho que me arguyan sigo pensando que los vencedores han convertido la fe cristiana en una creencia social. Eso me temo que a la larga no ha de ser bueno para nuestra religión en cuyo regazo quiero morir —es de temer que en tiempo no distante—, aunque, ahora, oficialmente, todos los vencedores sean católicos. Mi religión no me permite creer que Dios esté con una determinada clase de gentes y excluya a otras. Ante mi tumba ya abierta afirmo que prefiero estar en contradicción con la Historia antes que con mi conciencia”. El general Escobar, su guerra, su postura peculiar -rezumando honradez y una sorprendente unidad de pensamiento y de vida- le trajo a Olaizola el premio Planeta, y ciertos  desentendimientos, que tuve ocasión de leer en una de sus memorias. Parece que algún amigo, que no se identificaba políticamente con el escritor, cuando supo lo del premio le escribió: ‘Querido José Luis. Me siento feliz con tu conquista. Naturalmente no pienso comprar el libro, ni leerlo. Pero te mando un abrazo enorme de enhorabuena’. Y Olaizola comenta a seguir: “Así se vive la libertad de pensamiento y de opinión entre los verdaderos amigos”. Sobran comentarios.

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