Lorenzo Silva: “Recordarán tu nombre”.
Lorenzo Silva: “Recordarán tu nombre”. Ed. Planeta (Destino).
Barcelona. 2017. 495 págs.
El nombre que Lorenzo Silva se propone recodar para la posteridad es el del General Aranguren, de la Guardia Civil, que plantó cara al alzamiento militar en Barcelona, comandado por el General Goded. Este último fue fusilado tres semanas después que el golpe militar fracasó en la ciudad condal, y Aranguren tuvo el mismo destino, cuando acabó la guerra. Tanto uno como otro -que habían estado juntos en la guerra africana de Marruecos- guardan relación con los abuelos de Silva. Y lo que en el fondo le duele al escritor es el olvido en que cayeron esos dos personajes retratados en el libro: “Todo esto se decide entre dos hombres de los que, para rematar la paradoja histórica, la inmensa mayoría de los catalanes y españoles de hoy no guardan ni el más mínimo recuerdo. Dos actores secundarios de la Historia, llamados, por eso mismo, a convertirse en literatura”.
Por eso Silva se anima a escribir. “El tipo que ochenta años después escribe estas líneas no tenía otro remedio que acabar contando su historia, por múltiples y poderosas razones, que esta vez, a diferencia de otras, me disuaden además de interponer otro narrador que encarne la voz del cuento. Para rematar este prólogo, me limitaré a consignar dos de esas razones, ambas vinculadas a la sangre que circula por mis venas. La sangre no nos condena a ser ni creer nada, pero impone que ciertos asuntos no puedan dejar de concernirnos (…) Tras medio siglo de indagaciones y lecturas, prestando oídos a unos y a otros, y tratando de hacer juicio crítico del relato y la propaganda perpetrados desde ambos lados de la trinchera ideológica, esta memoria de los míos mantiene para mí su valor de soporte primordial, porque nada de lo que he averiguado y conocido me ha llevado a renegar de ellos, y menos aún a creer que fuera justo lo que para ellos no lo fue”.
De hecho, más que una novela (aunque así la denomine el autor) el libro es un relato que nada se parece a las entregas policiacas que con regularidad nos ha ido ofreciendo en los últimos años. “El asunto de la novela que ahora tengo entre manos no es uno cualquiera: me remite al episodio histórico que mantiene aún dividido al país en el que vivo desde hace medio siglo. Un acontecimiento sobre el que se han despachado toneladas de literatura propagandística y sectaria y, en comparación, muy pocas páginas de literatura ecuánime, que no es la que algunos, desde su trinchera, confunden interesadamente con la equidistante o descomprometida, sino la que asume como compromiso primero la búsqueda de la verdad de los hechos, hasta donde puede discernir una mente humana siempre sometida a las limitaciones del conocimiento incompleto y los prejuicios de los que nadie puede pretenderse libre. Se trata de una historia que requiere, a mi juicio, un semejante ejercicio de honestidad. Aclarar, en definitiva, desde dónde la escribo”
La teórica buena voluntad de Silva, no implica imparcialidad. Y lo deja claro; a mi modo de ver, con excesivas explicaciones. “Y no es que pretenda ser aséptico, concepto no ya voluntarista, sino incluso estrafalario para cualquier español que se proponga emprender una narración referida, en todo o en parte, al suceso medular de la historia reciente del país, conformador de su presente y condicionante aún de su futuro. Lo que trato de decir es que mis ideas y simpatías, que son inequívocas y explícitas, cuentan con un nada desdeñable contrapeso (…) Poco o nada me preocupa que esta declaración pueda ser interpretada por quienes la lean desde una visión fanática, la que sea, como una forma de nadar y guardar la ropa, un situarse a medio camino de todo y de nada, un ejercicio de tibieza u otra fórmula de descrédito de las usualmente arrojadas sobre quienes no se pliegan a los imperativos de la adhesión incondicional. He vivido en mi país el tiempo suficiente para juzgar cómicos los argumentos de quienes tratan de hacer ver que no ser férreo partidario de algo es un comportamiento dictado por la conveniencia, cuando a la vista está que en el solar hispano, ya desde antes de 1936, quienes han recaudado las más jugosas plusvalías, económicas y de otra índole, son justamente quienes con más ahínco levantaban el brazo, fuera cual fuera la forma que adoptaba la mano en el extremo. Y son quienes se negaron a secundar las consignas y los ademanes, fueran cuales fueran, los que sistemáticamente acabaron cosechando el desprecio, el ostracismo y el olvido, sin poder volverse, ni a diestro ni a siniestro, a una santa cofradía que les diera el amparo de la pertenencia, la cálida caricia de la aprobación gregaria”.
En medio de esa avalancha de sentimientos y opiniones, el párrafo quizá más objetivo sobre la guerra civil, es el que sigue: “Durante los tres años siguientes, los insurrectos extenderán una y otra vez por los campos y ciudades de España la barbarie frente a la que dicen alzarse. En cuanto al gobierno legalmente constituido, lo que vale tanto para el de la República como el de la Generalitat, no sabrá ni podrá, tras verse despojado de la autoridad y de los medios naturales para el mantenimiento de la ley, impedir que en la zona por él administrada campen a placer asesinos de la peor índole, que con sus atropellos suministrarán a su vez munición moral al enemigo. Con ello se ahondará la zanja abierta entre los españoles, hasta el punto de arruinarles la conciencia de formar una sola comunidad y sumirlos en una división agria y persistente, quién sabe por cuánto tiempo aún”.
Son casi quinientas páginas donde se plasma la investigación exhaustiva, los contactos con familiares de Aranguren, con destaque para uno de los nietos, ya mayor, en quien encuentra una serenidad aplastante mientras contemplan ambos una figura de Franco: “Todo esto lo leo en su mirada en la que hay un deje de ironía y amargura, o quizá me lo invento por contagio de la percepción que a partir de los avatares de mi gente marca e impregna mi propia mirada. Lo que creo poder asegurar es que en la manera en que contempla la efigie impasible del hombre que mandó asesinar a su abuelo, tras un simulacro de juicio encaminado a convertir la lealtad en su contrario, no hay encono ni rencor”.
Aranguren es, naturalmente, el hilo conductor de toda la narrativa. “De su personalidad, y de su dedicación como padre, dan testimonio las libretas que mantenía respecto de cada uno de sus hijos, y donde recogía meticulosamente los hitos más significativos de sus vidas”. Entra en juego una teoría publicada en cierto diario, donde Aranguren, ya curtido guardia civil, postula que la cruz de Santiago debería ser el emblema del cuerpo: “En Galicia no pueden ser atropellados los débiles, ni asesinados los que se acogen a su hospitalidad […] porque hay esforzados caballeros, de corazón varonil y brazo fuerte, dispuestos siempre a romper una lanza a favor de quien precisa su auxilio o pide justicia. El alma de la Guardia Civil y la de la Orden de Santiago son iguales: Honor, valor y justicia. Por eso vivieron siempre con pujanza y no morirán. Lo que se edifica sobre tan sólidas bases es inconmovible. La Bula, Estatuto y Regla de los caballeros de Santiago fueron recogidos en su espíritu y letra por el duque de Ahumada para escribir la Cartilla y Reglamento de la Guardia Civil. Son hoy nuestros guardias civiles los soldados de la Orden de Caballería de Santiago, y por eso deben llevar su insignia”. Y aun advirtiendo “que el tono de estas líneas casa poco con la llaneza que el propio cronista señala como rasgo de Aranguren, hay algo en el fondo, en esa visión caballeresca, en la profunda religiosidad que la sostiene, y en la querencia por el paisaje y el alma de Galicia, que puede considerarse sustancialmente veraz y peculiar del personaje. Otro tanto cabe decir del compromiso insobornable con el honor y con la justicia, que obliga a quien lo asume a demostrar el valor necesario para defender uno y otra aun estando en inferioridad ante quienes los amenazan, o bajo el rigor de cualquier otra coyuntura desfavorable”.
Del general Goded, compañero de armas de Aranguren en Africa, y su adversario em 1936 em Barcelona, -y que tuvo relación con uno de los abuelos de Silva- también se fornecen datos, y se nota la simpatía del autor por el que considera el único general del “alzamiento militar” que se encaja en los cánones de integridad (los del escritor, se entiende). Vea-se la descripción homenaje que Goded ofrece al contemplar los cadáveres de los enemigos en Marruecos: “Entre los cadáveres que encontramos en las trincheras de la Cala de los Islotes, estaba el de un caíd, hombre fuerte en plenitud de su edad; a su lado tenía su mosquetón Mauser nuevo, bien cuidado, caliente aún el cañón; en su bolsa de costado (la «skara» mora), un Corán con una señal en la hoja cuyos versículos fueron seguramente los últimos que leyó la noche anterior. Recogí ambos objetos, el fusil y el Corán, que tengo entre mis recuerdos de la campaña, en el cuarto árabe que constituye mi pequeño museo de guerra, e hice enterrar el cadáver, sintiendo profunda emoción y respeto ante la muerte de aquel creyente sostenido por su fe religiosa. Cualquiera que sea la religión de un hombre, la fe en ella es la más poderosa fuerza […]. A mi memoria acudió en aquel momento el recuerdo de parecido episodio visto por mí en el frente de Rumanía cuando estuve en la guerra europea. Al recorrer las trincheras del Sereth […], en un puesto de observación en primera línea, encontré absolutamente solo a un pequeño soldado húngaro que, con el fusil preparado en la aspillera del escudo de trinchera, a su inmediación el gong empleado para la alarma en caso de ataque, leía, silencioso, en un pequeño libro su oración del domingo ante un tosco crucifijo de madera tallado por él mismo”. Y concluye Silva: “Estas reflexiones, propias de un hombre de mundo, pero también de alguien que ha aprendido a indagar en las motivaciones profundas de las personas, vienen aquí más que a propósito”.
Los datos de la guerra de Africa son, a mi modo de ver, exhaustivos. Se nota que lo ha investigado a fondo, que le gusta el tema. Donde quizá se le va la mano es en la interpretación. Una cosa son los hechos y otra atreverse a adivinar las intenciones de las gentes, y juzgarlas. Es decir, que no se puede ser historiador y guardia civil al mismo tiempo, cronista y detective por decirlo de otro modo. Aunque Silva no delega en esta «novela» me parece que hay mucho de Bevilacqua en la interpretaciones.
Y, sin duda, la presencia constante de la pasión que le conduce aquí, y en las novelas policiacas: el amor incondicional a la Guardia Civil, de la que nos ofrece sobrados motivos. Copio textualmente algunos párrafos. “Francisco Javier María Girón Ezpeleta las Casas y Enrile, segundo duque de Ahumada, un hombre que, siguiendo las orientaciones de su padre, Pedro Agustín Girón las Casas Moctezuma Aragorri y Ahumada, primer duque de Ahumada (y, como sus apellidos indican, descendiente del emperador azteca Moctezuma), quiso poner en pie un cuerpo de seguridad al servicio del Estado y de los ciudadanos, y no de los caciques, a quienes tendía fatalmente a servir la Milicia Nacional que en 1844 era la fuerza de seguridad repartida por el territorio (…) En la Cartilla del guardia civil, de 1845, se pueden leer cosas como estas: El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás (Cap. I, art. 1º)”
“Esa continuidad de la identidad de la Guardia Civil, y también de su filosofía y carácter fundacionales, simbolizada en el característico tricornio que sus miembros siguen calzando, no es algo que pueda decirse en la España contemporánea de muchas instituciones, sometidas a mutaciones en muchos casos traumáticas, por la erosión sufrida al ponerse al servicio de los sucesivos regímenes, y muy en especial de los autoritarios. La tradición del cuerpo había sido la férrea neutralidad política. La pregunta que en este punto surge es por qué la Guardia Civil no ha dejado nunca de llamarse así, por qué ha mantenido esa continuidad que a otros les fue inasequible, y por qué sus hombres, y más recientemente mujeres, han podido sentirse, durante un siglo y casi tres cuartos, herederos directos de los guardias que allá por 1844 empezaron a dejarse ver por los caminos y las calles de España. Una primera respuesta es la que suele darse: porque, como le dijo Julián Besteiro en su día a Manuel Azaña, la Guardia Civil funciona, y quien accede al poder se da cuenta de inmediato de la utilidad que le presta un cuerpo de varias decenas de miles de servidores públicos profesionalmente competentes, militarmente disciplinados, personalmente sacrificados y, por añadidura, concienciados de su deber de servir al poder constituido con arreglo a la ley y al imperio de esta”.
“La Guardia Civil era una de las pocas cosas que funcionaban bien en España. Acaso más importante que el hardware, las piezas materiales y humanas que conforman la máquina, es el software, esto es, la programación, los principios, el ideario y en suma el espíritu que impregna el funcionamiento de esas piezas intercambiables, y no siempre de primera calidad. Aquí es donde está la clave, en la filosofía de la que dotó al cuerpo el escaldado liberal, el Duque de Ahumada. Pero quizá la diferencia, lo que marca el carácter singular de la Guardia Civil como institución, fruto del impulso moral que su organizador supo darle y que, con los inevitables rasguños y raspones, algunos de ellos severos, ha sabido preservar a lo largo de los años, es que han sido muchos los guardias civiles que no sólo se han creído lo que se les inculcó, sino que lo han seguido hasta las últimas consecuencias, incluida la más desfavorable que un ser humano puede asumir: la pérdida de la propia vida”. La internet nos advierte que Lorenzo Silva fue nombrado em 2010, guarda civil honorario por su contribución para la imagen del cuerpo. Leyendo lo que escribe -aquí y en sus novelas- no es para menos.
Aranguren, que encarna el ideal de la Guardia Civil, conduce sus decisiones “para bien de la patria y la República. No puede uno reprimir un estremecimiento, no sólo a la vista del contenido casi premonitorio de esas palabras, sino del ánimo que encierran, y que es el de un hombre que asume, de una forma casi ingenua, el compromiso que prácticamente nadie sostiene a su alrededor. Porque en aquellos días hay muchos que anteponen ya la patria (o, como suele suceder, su idea de ella) a la República; no pocos para los que la República va antes que la patria, sea esta lo que sea; y muchos que no creen ni en patria ni en república alguna, entregados a un ideal absoluto y alternativo o podridos sus deseos en la ciénaga del ruin interés o el sórdido resentimiento personal. Pero son pocos, muy pocos, quienes sienten a la vez la necesidad de honrar el alma de su pueblo, eso que el borroso concepto de «patria» encarna en su más noble versión, y servir a la voluntad expresada por sus gentes, a través de una república que según su constitución se encomienda a la procura del interés común y, mejor o peor, a la defensa de los derechos y las libertades de cada uno”.
Otro personaje notable, también guardia civil, coronel y después general nombrado por la República, era Escobar (del que José Luis Olaizola escribió una semblanza que le valió el Premio Planeta), que estaba a las órdenes de Aranguren em Barcelona durante el momento crítico en Julio del 36. “Era Escobar un hombre de profundas convicciones y arraigada disciplina, y según José Cobreros, el nieto de Aranguren, mantenía una excelente relación con su abuelo. En los dos meses que llevaban trabajando juntos, el general le había tomado afecto a aquel coronel que, en la hora decisiva, iba a encabezar a pie de calle a los guardias civiles para mostrar a los rebeldes de qué lado estaba el cuerpo. Conocedor de la labor de caridad que como terciario de los franciscanos hacía Escobar, Aranguren, que siempre había sido un hombre de pulcro vestir, le daba la ropa que por estar gastada ya no solía ponerse. —Tenga, Escobar, para sus pobres —le decía. —Para nuestros pobres, mi general —le replicaba Escobar—. Nuestros pobres, que los pobres son de todos (…) En el arrojo y el desprecio por el peligro que muestra Escobar influye sin duda su condición de creyente, de los de verdad: de esos que ponen su vida en las manos de Dios y están dispuestos a aceptar de buen grado sus designios”.
La batalla de Barcelona también está inundada de datos, otro asunto ampliamente investigado por Silva. Las fuerzas de las República paran los pies al alzamiento militar em Barcelona en Julio de 1936, pero como es sabido el control se les escapa de las manos. “Doy por prácticamente seguro que esa noche Aranguren comparte muchas de las sensaciones de Escofet al ver deshecho el ejército al que él también perteneció, en cuyas academias se forjó como oficial y como hombre y con el que combatió en África. Y también al constatar cómo las calles quedan en manos de quienes no representan ni la autoridad ni la ley, sino la simple fuerza de la superioridad numérica y del arrojo para explotar la victoria. De esos a los que más de una vez, a lo largo de su ya extensa carrera como guardia civil, persiguió y detuvo (…) Aranguren tiene con qué descargarse del desorden al que asiste: la culpa del desarme del Estado, en definitiva, es de los militares sediciosos y de su ilegítima, desmañada y fallida tentativa de reemplazarlo. Sin embargo, siento que en ese mismo momento comienza a asediar al general que, paradójicamente, ha resultado victorioso en la batalla una sombra de melancolía de la que ya nunca conseguirá librarse; que es aquí, en puridad, donde se termina su historia, a la que tan sólo le resta un prolongado, accidentado y a la postre doloroso epílogo (…) Para mí da la medida del tipo de héroe que es Aranguren: alguien que, mientras los demás se entregan, arrebatados, a la embriaguez de la sangre, hace lo que está en su mano por reducirla”.
Después de Barcelona, el traslado a Valencia, capital provisional de la República: “ De aquellos dos años en Valencia guardan los Aranguren no pocos recuerdos, al margen de las lejanas vicisitudes bélicas, que sirven para completar el retrato del general y de los suyos. Recuerdan, por ejemplo, cómo la mujer de Aranguren, que era de misa diaria (su marido, de misa semanal), iba todas las mañanas a misa de siete. —Iba con el velo, el misal y el rosario en la mano y jamás se metieron conmigo —contaba ella, y añadía, para situar el valor del hecho—: Y era la hora a la que iban al trabajo todos los obreros (…) Cuentan que, cuando sonaba la alarma, Aranguren mandaba a los suyos bajar al refugio, al que él no iba jamás. Se quedaba en su cuarto, echando la siesta, escuchando la radio a todo volumen, por su creciente sordera, o leyendo en la cama el Quijote, su libro predilecto, al que volvía una y otra vez en aquellos días, quizá en busca del estoicismo necesario para afrontar su suerte como general apenas con mando en una guerra cada vez más perdida. Sin miedo a la muerte, en cualquier caso. O quizá aceptándola, después de aquella victoria que se había trocado al instante en derrota, frente a la playa de Barcelona donde derribaran al de la Triste Figura”.
La guerra llega al final, y Aranguren sabe lo que le espera: “Si me marcho, va a parecer que tengo de qué avergonzarme, que soy culpable de algo. Y yo doy la cara, porque no lo soy”. Lo mismo que Olaizola contaba de Escobar cuando se le ofreció la posibilidad de irse de España, y le dijo a su interlocutor: “Las guerras hay que saber perderlas”. Y la respuesta retórica: “Si, general, pero nadie garantiza que sepamos ganarlas como se debe”.
Al final de la guerra Dámaso Alonso intercedió en su favor ante el obispo de Valencia, recordando los frecuentes esfuerzos de Aranguren por amparar, con riesgo para su propia posición, a personas cuya vida corría peligro por sus ideas religiosas. La ilusión de esa «paz de fraternidad», en la que había cometido el error de creer, va a dar paso a la cruda realidad del franquismo victorioso: una paz de venganza en la que se consuma la anulación del adversario por el terror
La novela-relato investigativo se encierra con el final que ya se conoce por la historia. Resta al autor anotar, a modo de justificación, el porqué de este esfuerzo. “Siento que contar historias es justamente esto: encontrar la conexión que logra reunir a los seres humanos más allá del tiempo y el espacio; a ese niño que juega, alguna mañana estival de mil ochocientos setenta y muchos, sin saber lo que de dulce y de amargo la vida va a acabar deparándole, y a este otro que lo hace a comienzos del siglo XXI, y para quien también hago este viaje, trato de armar esta memoria, escribo este libro”. Y el tributo final a Aranguren y a los que solamente el tiempo y la historia son capaces de revelar la taya y figura humana: “Lo que uno es, vive y muere con uno, y sobrevive en la memoria que queda, cuando la marea de la Historia se retira y emerge la verdad de la que cada cual está hecho; esa verdad que no es la que se proclama, sino la que los actos, y sus consecuencias, acreditan como asumida”. Ahí queda eso. No me siento spoiler por fornecer largas citas; al final, la historia y lo que pasa es sabido. La diferencia es cómo se cuenta. Y por eso vale la pena pasearse por el medio millar de páginas de este libro.
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Excelente resumen y desarrollo de una parte de la historia reciente no demasiada conocida para los que vivimos hemisferio sur, pero si nos pega de lleno por que nuestros antepasados son un buena proporción de origen español. Muchas gracias Pablo