José Jiménez Lozano. «Maestro Huidobro»
José Jiménez Lozano. «Maestro Huidobro». Anthropos. Barcelona. 1999. 121 pgs.
Tropiezo y me regodeo con otra pequeña obra del escritor abulense que es, como todas las suyas, encantadora, porque tiene sabor familiar. Vas entrando poco a poco, como si te hubieras olvidado de lo entrañable, de lo que te rodeaba cuando eras un crío, del sabor de los picatostes con chocolate. ¿Qué cuenta Jiménez Lozano? Cuenta todo, y no cuenta nada, porque en el modo de contar -como los abuelos- es donde está el nervio de su prosa que te va envolviendo, como los dulces de la abuela. ¡Que no! – pareces repetirte- , que no es una novela, que es un álbum de familia.
Una prosa fácil, directa, creativa y que divierte, va tejiendo los recuerdos del Maestro Huidobro. “Sabía el maestro cuando estaba ya esperando la mañana mucho antes que los gallos; y entonces él hacía un ‘quiquiriquí’, para alertarlos, si se habían descuidado. No los tenía por muy buenos vigilantes de la noche, sino por alborotadores o publicadores de noticias”. Un personaje que vive de su propia historia: “El árbol genealógico pintado en la pared de la casa que daba al huerto, donde en los días de mucha pena, Maestro Huidobro se arrimaba a aquel árbol y se sentía consolado, aunque sabía muchas cosas horrorosas de esos sus antepasados, pero también cosas risueñas”. No sé si Jiménez Lozano escribe con prosa poética, pero algo se le asemeja. “Un pato todo blanco, que andaba como si le hicieran daño unos zapatos nuevos que llevara, pero de repente se paraba, estiraba el cuello que se hacía como una ese muy grande, batía las alas y echaba un vuelo”.
La descripción de personajes es siempre primorosa, arte que el escritor domina. Nos habla del “capitán de barco que venía de Islandia. Fumaba una pipa y hablaba diez lenguas, aunque era un poco tartamudo por lo menos en lengua castellana”. De las dos hermanas gemelas “Clemencia y Constancia Acuña. Quizá tuvieran treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta u ochenta años cumplidos; nadie lo sabía, y no había modo ni manera de saberlo. Eran como colegialas, y también como muy graves y distinguidas señoras. Hacían gimnasia sueca, y fumaban en largas boquillas de plata. Algunos días salían en bicicleta al campo en traje de deporte, y otras llevaban elegantísimos vestidos como si estuvieran en París o en Roma”. Y de otras figuras, filtradas por la mirada de las gemelas: “Mosén Pascual era para las señoritas un santo, pero un troglodita teológico, y el alcalde era un buen hombre, pero un zascandil progresista y demagogo, que no llevaba sombrero ni corbata, y así no podía encarnar la autoridad debidamente”.
El Maestro Huidobro, genio y figura, es la amable disculpa que nuestro escritor encuentra para hablarnos de lo que lleva en el alma, del sabor castizo de los recuerdos, de la importancia de los detalles. Porque, al fin, ¿quién es este Maestro? Un de los poquísimos diálogos nos da la pista:
- ¿Y usted? -preguntó la dama al maestro.
- Yo, señora, me ocupo de mis pensamientos.
- Ajá, es usted rico.
- No, no. Tengo unas tierrecillas y una pensioncilla.
- La vida es muy hermosa -añadió luego la dama.
La vida es hermosa para Jiménez Lozano, y nos la alegra a todos los que continuamos leyéndole con espirito joven, deleitándonos con su prosa cercana, amable, familiar.