Emilia Pardo Bazán: “Los Pazos de Ulloa”
ePubLibre. 553 págs.
Dos circunstancias simultaneas, me hicieron volver sobre la obra magna de la Condesa Pardo Bazán, a quien tenía archivada desde mis tiempos de bachillerato, hace más de medio siglo. Por un lado, un viaje a Galicia, por motivos académicos; por el otro -sin duda mucho más provocador- el trabajo de un querido compañero de colegio, de los tiempos pasados que evoco, que se atrevió a transformar en teatro Los Pazos de Ulloa, con un éxito notable, por lo que pude acompañar en el grupo de compañeros del colegio. Es decir, no había como evitarlo, la ocasión la pintaban calva, y me hice con el e-pub completo. Los viajes de avión, donde cada vez se puede llevar menos peso, te convidan al formato digital. Y resulta que, con los Pazos, viene junto La Madre Naturaleza, en forma de segunda parte. Es decir, una zambullida enorme en el mundo gallego de Emilia Pardo Bazán.
He disfrutado con la lectura y, especialmente, con la pluma descriptiva de la escritora, riquísima, algo que en la adolescencia difícilmente conseguíamos apreciar. Y no sólo los adolescentes, sino la sociedad literaria española, que tardó tiempo en reconocer el talento inmenso de Emilia, celebrado recientemente en las jornadas de la Real Academia Española, con motivo del centenario de su muerte.
No hay como resumir ni describir la experiencia de la lectura, como no se puede describir una sinfonía. Y lo que se me presentó desde el primer momento fue un magnífico concierto literario, con variantes y solos, con arpegios de dolor y gozo, donde las descripciones magníficas del paisaje -de la atmósfera gallega- se mezclan con la de los personajes sin solución de continuidad.
Los clérigos que ejecutan la overture de la sinfonía, te colocan en sintonía con esa riqueza descriptiva. Julián Alvarez, el cura recién ordenado, que pivota todo el argumento de los Pazos. “Julián pertenecía a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y pudores de doncella intacta. Lo cierto es que de niño jugaba a cantar misa, y de grande no paró hasta conseguirlo”. El abad de Ulloa, un elemento tosco y disonante, vestido con ropas “cortadas con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos. Y no obstante trascendía a clérigo, revelándose el sello formidable de la ordenación, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no sé qué expresión de la fisonomía, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo. No cabía duda: era un sacerdote (…) Convencidísimo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua”.
El equipo clerical presenta otras figuras, con destaque para don Eugenio, amigo y consejero del joven Julián, a quien no siempre convence: “Ser bueno es lo que importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere… En teniendo la conciencia tranquila”. Y el joven le contesta: “No sólo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas”.
La nobleza venida a menos, encarnada en la figura de D. Pedro, que se ha auto investido, de manera enrevesada, con el título de Marqués de Ulloa. “Magnífico ejemplar de una raza apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace. Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y mutaciones —achaque propio de egoístas— y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario”.
Y con la nobleza de capa caída, la figura de Primitivo, una especie de valido (un elemento que no era exclusivo de la monarquía), con instintos de Celestina: “Un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado con ribetes de mayordomo. Una especie de señor feudal acatado en el país, que enseñaba prácticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza”.
El comportamiento de D. Pedro, atizado por Primitivo, es la mecha que amenaza el polvorín afectivo de los Pazos, donde las mujeres son figurantes de segunda clase: “Entendía don Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo e implacable para la esposa”. Tema este, el protagonismo femenino, que Pardo Bazán utilizará como bandera de su inmensa campaña literaria. Para muestra basta un botón, cuando afirma: “cinco hembras respetadas y queridas civilizan al hombre más agreste”.
Los descubrimientos y sorpresas de Julián son el diapasón que orienta esta sinfonía gallega. Desde los archivos sepultados en polvo que intenta a organizar: “En los estantes, ya despejados, fueron alineándose los documentos, ocupando, por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron jamás. Del famoso arreglo del archivo sacó Julián los pies fríos y la cabeza caliente”. Hasta la gestión de personas, que le resulta mucho más complicado. Las descripciones son luminosas, encantadoras: “Hay cosas más fáciles de pensar que de hacer en este mundo. Como todas las personas irresolutas, solía precipitarse en los primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a engañarse a sí propio. Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte de los caracteres, a infalible específico. No hay que vituperar su empleo, en atención a lo que consuela: en rigor, la vida es una serie de aplazamientos, y sólo hay un desenlace definitivo, el último. Julián resolvió entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio jesuítico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a temer la verdad. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo”.
Insisto, porque es asunto que me ha tocado en profundidad, en la clareza descriptiva que mana de la pluma de Pardo Bazán. No creo que eso se deba al realismo, al naturalismo, movimiento donde clásicamente se la incluye como militante. Más me parece destreza y dominio del lenguaje, que cuaja en textos brillantes. Así describe, por ejemplo, un beso: “y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado del roce de una piel inerte”. O el despertar de una criatura para la vida, “que iba saliendo de esa edad en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática; actitud que las nodrizas llaman irse con la gente”.
Y también la política y los deseos enrevesados, que asumen dimensiones crueles cuando el escenario es pequeño, limitado, en fin, los Pazos de Ulloa: “Entró allí cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero, al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca”.
La segunda parte –La Madre Naturaleza- da continuidad a los Pazos, con los mismos personajes, aunque en proporción y ritmo diferente. Perucho, el bastardo de Ulloa, y Manolita, la Ulloa legítima que es despreciada, son el par que protagoniza en mano a mano la continuación de la novela, ambos “en la edad en que se ríen lo mismo las contrariedades que las venturas”. La niña se sentía “investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro que ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo”
Y la madre naturaleza que Emilia nos presenta es, como antes, doble: la que nos rodea con el paisaje, y la humana, en alternancias diseñadas con primor. Así, por ejemplo, la formación de una tormenta: “Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno”
O el carácter de un personaje, que traza con acierto: “con respeto supersticioso de aldeano, que sólo juzga propiedad ajena el dinero, jamás había tocado a una moneda (..) Soñador tanto más temible cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus fracasos —los caballos muertos, que decía él para sí—. Conociéndose, solía proponerse mayor cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero ésta llevaba siempre la mejor parte (…) Paisano trasplantado a una capa superior, todo el afán era subir más, más aún, en la escala social” Y al final, como siempre, la inevitable mezcla de las dos naturalezas -geográfica y humana- para integrar el peculiar carácter gallego. “Aún queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha del otoño gallego”. Un modo de ser que Pardo Bazán hace suyo y querido, lo mira con cariño y su descripción se rodea de la ternura de una madre que contempla al propio hijo. Vale saborear este último párrafo a modo de colofón de estas reflexiones deshilvanadas: “Bajo el aspecto soñoliento y las trazas cariñosas y humildes del aldeano gallego, se esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables, pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el aire, si no tan aprisa, quizás con mayor destreza que el gitano más ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la paciencia; y si tuviese también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como ésta en el mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea mejor que el zorro rastrea el ave descarriada”.
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Fantástico y excepcional análisis de la novela. Lector inmejorable, Pablo! Y “contador” único de experiencias lectoras. Me hubiera encantado que vieras nuestra puesta en escena de mi adaptación teatral de la novela de doña Emília. Que sensibilidad demuestras! Un abrazo grande desde la distancia de un océano que nos separa y tiempo lejano de escolares.