José Ortega y Gasset: Estudios sobre el amor

Pablo González Blasco Livros Leave a Comment

José Ortega y Gasset: Estudios sobre el amor.Revista de Occidente. Alianza Editorial, Madrid. 1980. 250 págs.

Vuelvo sobre este libro que me impactó cuando lo leí por primera vez hace más de tres décadas. Pensamientos, fichas extraídas, citas utilizadas innumerables veces en conferencias y clases, y el recuerdo de este ensayo de Ortega como un ejemplo siempre actual del verdadero feminismo. Un elogio magnífico al eterno femenino. Recuerdo que en 1995, poco antes de iniciarse la Conferencia de Pekín sobre la mujer, me atreví a escribir un ensayo hilvanando las ideas de Ortega. Lo acabo de encontrar perdido entre los archivos de mi ordenador. Lo releo con gusto, antes de ponerme a teclear estas líneas.

Qué viene a ser el amor, en el pensar de Ortega, es la overture de este ensayo. Delinear el perfil del amor, que no es el deseo: “Hay otra razón más rigorosa y delicada para separar amor y deseo. Desear algo es, en definitiva, tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa, de una u otra manera, que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra; fenece al satisfacerse. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho. El deseo tiene un carácter pasivo, y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad, según veremos. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí, soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la Naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella”.

Y a seguir, un ejemplo que tengo presente -incluso fichado en papel- desde mi primera lectura: “San Agustín, uno de los hombres que más hondamente han pensado sobre el amor, tal vez el temperamento más gigantescamente erótico que ha existido, consigue a veces librarse de esta interpretación que hace del amor un deseo o apetito. Así dice en lírica expansión: Amor meus, pondus meum; illo feror, quocumque feror. «Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy.» Amor es gravitación hacia lo amado”.

Y continua con el razonamiento, magnífico y sugerente: “No se puede ir al Dios que se ama con las piernas del cuerpo, y, no obstante, amarle es estar yendo hacia Él. En el amar abandonamos la quietud y asiento dentro de nosotros, y emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando (…) En cambio, el odio —a pesar de ir constantemente hacia lo odiado— nos separa del objeto, en el mismo sentido simbólico; nos mantiene a una radical distancia, abre un abismo. Amor es corazón junto a corazón: concordia; odio es discordia, disensión metafísica, absoluto no estar con lo odiado”. También la concordia –cum cordis– es algo que me marcó hace tantos años.

Cuando se ama, continua el filósofo, se concede el derecho metafísico de existir. Algo tremendo, que tiene sus implicaciones …..diarias. “Amar una cosa es estar empeñando en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente. Pero nótese que esto viene a ser lo mismo que estarle continuamente dando vida, en lo que de nosotros depende, intencionalmente. Amar es vivificación perenne, creación y conservación intencional de lo amado. Odiar es anulación y asesinato virtual —pero no un asesinato que se ejecuta una vez, sino que estar odiando es estar sin descanso asesinando, borrando de la existencia al ser que odiamos (…) Piensen ustedes lo que es amar el arte o la patria: es como no dudar un momento del derecho que tiene a existir; es como reconocer y confirmar en cada instante que son dignos de existir. Opuestamente, odiar es estar como matando virtualmente lo que odiamos, aniquilándolo en la intención, suprimiendo su derecho a alentar. Odiar a alguien es sentir irritación por su simple existencia. Sólo satisfaría su radical desaparición”.

Una carga de profundidad, que exige reflexión personal. Y para que nadie se engañe con filigranas filosóficas, concluye Ortega: “Este es el síntoma supremo del verdadero amor: estar al lado de lo amado, en un contacto y proximidad más profundos que los espaciales. Es un estar vitalmente con el otro. La palabra más exacta, pero demasiado técnica, sería: un estar ontológicamente con el amado, fiel al destino de éste, sea el que sea. La mujer que ama al ladrón, hállese ella con el cuerpo dondequiera, está con el sentido en la cárcel”.

Las variantes del amor -variaciones sobre el mismo tema, que Ortega orquestra con batuta filosófica- son abordadas. “Sorprenderse de lo que parece evidente y naturalísimo es el don del filósofo. Ved cómo Platón va derecho, sin vacilaciones, y agarra con sus pinzas mentales el nervio tremebundo del amor. «El amor —dice— es un anhelo de engendrar en la belleza.» ¡Qué ingenuidad! —dicen las damas doctoresas en amor, tomando sus cocktails en todos los hoteles Ritz del mundo. No sospechan las damas la irónica complacencia del filósofo cuando ante sus palabras ve saetear en los ojos encantadores de las damas esa atribución de ingenuidad. Olvidan un poco que cuando el filósofo les habla sobre el amor, no les hace el amor, sino todo lo contrario. Fichte indicaba, filosofar quiere decir propiamente no vivir, lo mismo que vivir quiere decir propiamente no filosofar. ¡Delicioso poder de ausentarse de la vida, de evadirse, por una virtual dimensión que el filósofo posee y que percibe eminentemente cuando parece ingenuo a la mujer!”

Y continua la melodía: “Hay muchos «amores» donde existe de todo menos auténtico amor. Hay deseo, curiosidad, obstinación, manía, sincera ficción sentimental; pero no esa cálida afirmación del otro ser, cualquiera que sea su actitud para con nosotros. La delicia del amor consiste en sentirse metafísicamente poroso para otra individualidad. El «enamoramiento» es, por lo pronto, un fenómeno de la atención. Cabría aceptar esta fórmula: dime lo que atiendes y te diré quién eres”.

Y a seguir, otro párrafo que me impactó en la primera lectura y, naturalmente, cristalizó en una de las fichas que reposan em mis archivos. “Aquí topamos con una gran semejanza entre el enamoramiento y el entusiasmo místico. Suele éste hablar de la «presencia de Dios». No es una frase. Tras ella hay un fenómeno auténtico. A fuerza de orar, meditar, dirigirse a Dios, llega éste a cobrar ante el místico tal solidez objetiva, que le permite no desaparecer nunca de su campo mental. Se halla allí siempre, por lo mismo que la atención no lo suelta. Todo conato de movimiento le hace tropezar con Dios, es decir, recaer en la idea de Él. El místico, esponja de Dios, se oprime un poco contra las cosas: entonces Dios, líquido, rezuma y las barniza. Tal el amante”.

No hay fronteras para el filósofo que zambulla en este tema. Y otros, correlatos, van emergiendo con originalidad y claridad diáfana. Ya se ve que filosofar implica estar dispuesto a pensar sobre todo lo que se te ponga delante. La importancia de la apariencia, porque las cosas son muchas veces lo que parecen: “No sólo en la convivencia humana, sino aun en el trato con cualquiera otro ser viviente, la visión física de su forma es a la vez percepción psíquica de su alma o cuasi alma. En el aullido del perro percibimos su dolor, y en la pupila del tigre, su ferocidad. Por eso distinguimos la piedra y la máquina de la figura con carne. Carne es esencial y constitutivamente cuerpo físico cargado de electricidad psíquica; de carácter, en suma”

Y sobre la cultura de los pueblos: “Nótese que lo decisivo en la historia de un pueblo es el hombre medio. De lo que él sea depende el tono del cuerpo nacional. Con ello no quiero, ni mucho menos, negar a los individuos egregios, a las figuras excelsas, una intervención poderosa en los destinos de una raza. Sin ellos no habrá nada que merezca la pena. Pero, cualquiera que sea su excelsitud y su perfección, no actuarán históricamente sino en la medida que su ejemplo e influjo impregnen al hombre medio. ¡Qué le vamos a hacer! La historia es, sin remisión, el reino de lo mediocre. Por eso lo importante es que el nivel medio sea lo más elevado posible. Y lo que hace magníficos a los pueblos no es primariamente sus grandes hombres, sino la altura de los innumerables mediocres”. De nada sirve la cultura de algunos si no entra capilarmente en los otros para mejorar la cultura de todos.

Y, ¿cómo no?, ese sabor de aventura que es la vida, aquella que nos es disparada a quemarropa, palabras de Ortega que leí en otro lugar, no recuerdo donde: “Un hombre para quien todo en la vida es aventura es un grande hombre; para él cada rostro, cada palabra, cada rumor, es una ventana que se abre sobre lo maravilloso, y la gran ocupación de los más nobles humanos ha sido siempre dar con esa ventana para arrojarse al través de ella y escapar así de la mortal atonía de la vida llevadera. llevadera. Las aventuras no se hallan, no existen fuera de los grandes hombres: ellos las inventan, las crean, las forjan, con su ánimo siempre al rojo blanco”

Inventar, invenire, descubrir las aventuras a golpe de ideales. “El ideal es un órgano de toda vida encargado de excitarla. Como los antiguos caballeros, la vida usa espuela. Por esto, la biología de cada ser debe analizar no sólo su cuerpo y su alma, sino también describir el inventario de sus ideales. A veces padecemos una vital decadencia que no procede de enfermedad en nuestro cuerpo ni en nuestra alma, sino de una mala higiene de ideales” Higiene de ideales, ¡ahí queda eso! como un guante que nos desafía para el duelo.

Aventuras, ideales, interesarse. Ese fenómeno de la atención que es el enamoramiento. Anota Ortega: “Hay que ser vitalmente curioso de humanidad, y de ésta en la forma más concreta: la persona como totalidad viviente, como módulo individual de existencia. Sin esta curiosidad, pasarán ante nosotros las criaturas más egregias y no nos percataremos (…) La aptitud para interesarse en una cosa por la que ella sea en sí misma y no en vista del provecho que nos rinda es el magnífico don de generosidad que florece sólo en las cimas de mayor altitud vital”.

Y el interés, la atención, cuando se vuelca en el amor: “el fondo decisivo de nuestra individualidad no está tejido con nuestras opiniones y experiencias de la vida; no consiste en nuestro temperamento, sino en algo más sutil, más etéreo y previo a todo esto. Somos, antes que otra cosa, un sistema nato de preferencias y desdenes. El corazón, máquina de preferir y desdeñar, es el soporte de nuestra personalidad”

Después de toda esta avalancha de ideas -hay que leer el libro pausadamente, reflexionando, anotando para no perderse nada- Ortega entra en el tema de la mujer y el amor que, como dije, fue el mayor recuerdo que guardaba de mi primera lectura. Dice el filósofo: “La mujer enamorada suele desesperarse porque le parece no tener nunca delante en su integridad al hombre que ama. Siempre le encuentra un poco distraído, como si al acudir a la cita se hubiese dejado dispersas por el mundo provincias de su alma. Y, viceversa, al hombre sensible le ha avergonzado más de una vez sentirse incapaz del radicalismo en la entrega, de la totalidad de presencia que pone en el amor la mujer. Por esta razón, el hombre se sabe siempre torpe en amor e inepto para la perfección que la mujer logra dar a este sentimiento”.

Es decir, que funcionamos de modo diferente. Es la condición sexuada de la que el filósofo habla,  algo que implica al ser humano -hombre o mujer- que va mucho más lejos que la función sexual. Es toda una forma de ser que afecta la esencia misma y condiciona todas las acciones de ese ser humano. En pocas palabras: una mujer es mujer en todo lo que hace, siente, ama y vive. Su feminidad es una marca registrada no sólo en actividades donde está involucrada la sexualidad (incluida la maternidad), sino también en la forma en que sonríe, escribe, cierra una puerta o se cepilla los dientes. Incluso en la acción más mecánica – digamos, por ejemplo, sellar un documento – la mujer lo hará de forma femenina, poniendo su alma femenina en el sello junto con la tinta que se imprime. Esto tiene, en opinión de Ortega, implicaciones notables.

Así escribe: “Si es una tontería decir que el verdadero amor del hombre a la mujer, y viceversa, no tiene nada de sexual, es otra tontería creer que amor es sexualidad. Entre otros muchos rasgos que los diferencian, hay éste, fundamental, de que el instinto tiende a ampliar indefinidamente el número de objetos que lo satisfacen, al paso que el amor tiende al exclusivismo. Esta oposición de tendencias se manifiesta claramente en el hecho de que nada inmunice tanto al varón para otras atracciones sexuales como el amoroso entusiasmo por una determinada mujer”. Y añade: “He indicado que el amor vive del detalle y procede microscópicamente. El instinto, en cambio, es macroscópico, se dispara ante los conjuntos. Diríase que actúan ambos desde dos distancias diferentes. La belleza que atrae, rara vez coincide con la belleza que enamora”.

Y, a seguir, anota algunas consecuencias de sumo interés, por lo que tienen de provocadoras: “Siempre he visto que de las mujeres plásticamente más bellas se enamoraban poco los hombres. En toda sociedad existen algunas «bellezas oficiales» que en teatros y fiestas la gente señala con el dedo, como monumentos públicos; pues bien: casi nunca va a ellas el fervor privado de los varones. Esa belleza es tan resueltamente estética, que convierte a la mujer en objeto artístico y con ello la distancia y aleja. Se la admira —sentimiento que implica lejanía—, pero no se la ama. El deseo de proximidad, que es la avanzada del amor, se hace, desde luego, imposible. De las «bellezas oficiales» sólo se enamoran los tontainas y los mancebos de botica. Son monumentos públicos, curiosidades que uno contempla de lejos y sin detenerse. Ante ellas se siente uno turista y no amante”. Y una conclusión sorprendente, y verdadera: “No es azar que la máxima aniquilación de la norma femenina consista en que la mujer se convierta en 1mujer pública’, y que la perfección de la misión varonil, el tipo más alto de existencia masculina, sea el ‘hombre público’”

Y los fracasos, la equivocaciones en el amor, ¿son tales? No parece que Ortega esté de acuerdo: “Yo no puedo, sin hartura de razones, aceptar teoría ninguna según la cual resulte que la vida humana, en una de sus más hondas y graves actividades —como es el amor—, es un puro y casi constante absurdo, un despropósito y una equivocación Pero si se insiste en presentar la equivocación como un hecho de normal frecuencia, diré que me parece falso, oriundo de insuficiente observación. La equivocación, en la mayor parte de los presuntos casos, no existe: la persona es lo que pareció desde luego, sólo que después se sufren las consecuencias de ese modo de ser, y a esto es a lo que llamamos nuestra equivocación”. Es decir, que no me he equivocado de persona. Es lo que ya parecía ser. Lo que falta es prudencia, es decir, saber prever lo que pasará con ese modo de ser en el futuro. Aquello que acaba cuajando en el conocido chiste: la mujer piensa que el marido va a cambiar (mejorar) en el futuro; y el marido piensa que la mujer no cambiará con el tiempo. Esa es la armadilla de semejante planteamiento.

El plato fuerte -a mi modo de ver- son las páginas siguientes, donde Ortega habla de las prerrogativas de la mujer, buscando el verdadero feminismo.  Así describe la influencia femenina: “La influencia de la mujer es atmosférica y, por lo mismo, ubicua e invisible. No hay manera de prevenirla y evitarla. Penetra por los intersticios de la cautela y va actuando sobre el hombre amado como el clima sobre el vegetal. Sus modos radicales de sentir la existencia oprimen suave y continuamente las facciones de nuestra alma y acaban por transmitirle su peculiar alabeo”. Y continua en afirmación rotunda y clarísima: “Cuando se contempla a la mujer desde mayor distancia y con serena retina, con mirada de zoólogo, se ve con sorpresa que tiende superlativamente a demorar en lo que está, a arraigar en el uso, en la idea, en la faena donde ha sido colocada; a hacer, en suma, de todo costumbre.  El hombre va a la mujer como a una fiesta y a un frenesí, como a un éxtasis que rompa la monotonía de la existencia, y encuentra casi siempre un ser que sólo es feliz ocupado en faenas cotidianas”.

Tenemos ahí un recurso diagnóstico para los malentendidos cotidianos. Por eso Ortega, amplía el razonamiento, describiendo esa influencia “atmosférica de la mujer” en el hogar: “En el hogar domina siempre el clima que la mujer trae y es. Por mucho que «mande» el hombre, su intervención en la vida familiar es discontinua, periférica y oficial. La casa es lo esencialmente cotidiano, lo continuo, la serie indefinida de los minutos idénticos, el aire habitual que los pulmones tenazmente recogen y devuelven. Este ambiente doméstico emana de la madre y envuelve desde luego a la generación de los hijos (…) Donde lo cotidiano gobierna es siempre un factor de primer orden la mujer, cuya alma es en un grado extremo cotidiana. El hombre tiende siempre más a lo extraordinario; por lo menos sueña con la aventura y el cambio, con situaciones tensas, difíciles, originales. La mujer, por el contrario, siente una fruición verdaderamente extraña por la cotidianeidad. Se arrellana en el hábito inveterado y, como pueda, hará de hoy un ayer”.

¿Y la influencia en la sociedad, en la historia? Es el paso siguiente en la argumentación del filósofo: “La excelencia varonil radica, pues, en un hacer; la de la mujer en un ser y en un estar; o con otras palabras: el hombre vale por lo que hace; la mujer, por lo que es. De aquí que la profunda intervención femenina en la historia no necesite consistir en actuaciones, en faenas, sino en la inmóvil, serena presencia de su personalidad. Como al presentarse la luz, sin que ella se lo proponga y realice ningún esfuerzo, simplemente porque es luz, quedan iluminados los objetos y cantan en sus flancos los colores, todo lo que hace la mujer lo hace sin hacerlo, simplemente estando, siendo, irradiando (…) La influencia de la mujer, es poco visible precisamente porque es difusa y se halla dondequiera. No es turbulenta, como la del hombre, sino estática, como la de la atmósfera. Hay evidentemente en la esencia femenina una índole atmosférica que opera lentamente, a la manera de un clima. Esto es lo que quisiera sugerir cuando afirmo que el hombre vale por la que hace, y la mujer por lo que es”

Y a seguir arremete contra el falso feminismo, con las comparaciones que carecen de sentido, como ecuaciones donde se intenta sumar litros con kilómetros. Escribe Ortega: “Es todo feminismo un movimiento superficial que deja intacta la gran cuestión: el modo específico de la influencia femenina en la historia. Una falta de previsión intelectual lleva a buscar la eficacia de la mujer en formas parecidas a las que son propias de la acción varonil. De esta manera, claro está, sólo hallaremos ausencias”. Y a seguir, profundiza en el razonamiento: “Es increíble que haya mentes lo bastante ciegas para admitir que pueda la mujer influir en la historia mediante el voto electoral y el grado de doctor universitario tanto como influye por esta su mágica potencia de ilusión. No existiendo dentro de la condición humana resorte biológico tan certero y eficaz como esa facultad de atraer que la mujer posee sobre el hombre, ha hecho de él la naturaleza el más poderoso artificio de selección y una fuerza sublime para modificar y perfeccionar la especie”

Esa es una de las principales prerrogativas de la mujer, en el pensamiento de Ortega. Hacer mejor al hombre, colocarle el listón a una altura a la que él sólo, no sería capaz de llegar: “A mi juicio, es ésta la suprema misión de la mujer sobre la tierra: exigir, exigir la perfección al hombre. La consecuencia es que reflexiva o indeliberadamente el hombre va anulando, podando sus actos reprobados y fomentando los que hallaron aquiescencia. De suerte que, al cabo, nos sorprendemos reformados, depurados según un nuevo estilo y tipo de vida. Sin hacer nada, quieta como la rosa en su rosal, a lo sumo mediante una fluida emanación de leves gestos fugaces, que actúan como golpes eléctricos de un irreal cincel, la mujer encantadora ha esculpido en nuestro bloque vital una nueva estatua de varón”.

Y concluye, como si fuera un sueño, el poder del eterno femenino, algo  que me recordó a Beatriz dando la mano a Dante para hacerlo subir al Paraíso. Otra de las fichas que guardé en mi primera lectura: “Si unas cuantas docenas de mujeres, certeramente apostadas en una sociedad, educan, pulen su persona, hasta hacer de ella un perfecto diapasón de humanidad, un aparato de precisión sentimental, un órgano de aguda sensibilidad para formas posibles de vida mejor, lograrán más que todos los pedagogos y todos los políticos. La mujer exigente, que no se contenta con la vulgar manufactura varonil, que exige raras calidades en el hombre, produce con su desdén una especie de vacío en las alturas sociales, y como la naturaleza tiene horror a éste, pronto lo veremos llenarse de realidades: los corazones de los hombres comenzarán a pulsar con nuevo compás, ideas inesperadas despertarán en las cabezas, nuevas ambiciones, proyectos, empresas surcarán los espacios vitales, la existencia toda se pondrá a marchar en ritmo ascendente, y en el país venturoso donde esa feminidad aparezca florecerá triunfante e invasora una histórica primavera, toda una vida nueva —vita nova!. ” No es poco pedir, y si mucho esperar de las prerrogativas de las mujeres.

Finalizo mi lectura y mis anotaciones, feliz. Nuevas luces, y desafíos que el pensamiento agudo de Ortega nos planta delante. Feliz, pero atento, siempre. Porque también el filósofo nos advierte en alguna de estas páginas, otra verdad enorme: “la diferencia entre el inteligente y el tonto consiste en que aquél vive en guardia contra sus propias tonterías, las reconoce en cuanto apuntan y se esfuerza en eliminarlas, al paso que el tonto se entrega a ellas encantado y sin reservas”.

Atento a los devaneos, y abierto a las posibilidades ya que “casi todos los hombres y las mujeres viven sumergidos en la esfera de sus intereses subjetivos, algunos, sin duda, bellos o respetables, y son incapaces de sentir el ansia emigratoria hacia el más allá de sí mismos. Contentos o maltratados por el detalle de lo que les rodea, viven, en definitiva, satisfechos con la línea de su horizonte y no echan de menos las vagas posibilidades que a ultranza pueda haber”.

Solamente esa abertura nos engrandece, como Ortega advierte en el Prefacio, que aquí lo utilizo para cerrar estos comentarios: “Hay tantos ideales como cosas, y no son, por tanto, privativos de los seres humanos. Luego las cosas y los demás no son tampoco ciegos, saben lo que quieren, y el amor consiste en la perspicacia misma que descubre ese querer de ellas y de los demás. Es entonces cuando se trata de un amor auténtico. Estos son raros. Pero, cuando esto sucede, se puede decir con el poeta: Tú eres mi mejor yo”. Broche de oro, para este ensayo esencial de Ortega que se le, y se relee con un gusto enorme.

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