Gregorio Marañón: Amiel. Un estudio sobre la timidez.

Pablo González Blasco Livros 2 Comments

Gregorio Marañón: Amiel. Un estudio sobre la timidez. Colección Austral. Espasa Calpe Argentina 1944 Buenos Aires. 235p. (Epublibre. 240 págs)

Vuelvo sobre este libro que leí hace casi cincuenta años, cuando empezaba la facultad de medicina. Recuerdo perfectamente la ocasión. Fue una mañana, en el Consulado General de España en São Paulo, cuando bajando en el ascensor, tropecé con una persona con quien después hice amistad. Era el director cultural del Consulado, y observó que tenía entre mis manos el “Conde Duque de Olivares”, otra obra de Marañón. Comentó: “Un buen ensayo. Pero si vas a ser médico, tienes que leer Amiel”. Acepté el consejo y me hice con el libro, lo que en aquella época, finales de la década de 70, era un poco más penoso que ahora, que lo tienes a distancia de un clic.

Recuerdo que me impresionó, y llegué a hacer varias fichas, bajo títulos variados, que a veces utilicé en charlas, clases y conferencias. Pero, obviamente, en la época de juventud, me pasaron desadvertidas perspectivas que hoy, después de cuatro décadas de práctica profesional, brillan con otra luz.

Una de ellas, me la advirtió hace años, otro amigo, profesor de historia, que también conoce y admira a Marañón. “La vena histórica de D. Gregorio es la solución que encontró para en vez de hablar de sus propios pacientes -algo que la ética prohíbe- encarnar esos casos en personajes históricos”. A partir de esa conversación, empecé a encarar las biografías de Marañón, con ese doble sentido, que para mi resulta lógico, porque yo también acumulo muchas historias de mis pacientes. Y resulta que ahora -no en la primera lectura- sorprendo esta frase, casi al final del ensayo:  “En lugar de referirme,— como pauta, a mis propios enfermos —en lugar de hablar de “Don X , de tantos años, de tal ciudad, con tales antecedentes, síntomas y reacciones”— he preferido servirme de este ejemplo”.

Quizá por este motivo, Marañón se aventura en este ensayo sobre la timidez -una timidez superior, como explicará- y busca como apoyo la figura de Henri-Frédéric Amiel, filósofo y profesor de Ginebra, un hombre de vida sin relieve, que dejó sus sentimientos plasmados en un diario enorme, de más de 16 mil páginas. Comenta Marañon: “para mí lo esencial es justamente esa mediocridad, conviene que sea recordada, como el fondo imprescindible del retrato, antes de que analicemos aquellos rasgos psicológicos que quiero comentar especialmente en este libro”.

Para un médico, que sabe debe profundizar en la personalidad de sus pacientes para ayudarlos, no hay nadie mediocre, cada persona es única. Y la riqueza que es posible descubrir detrás de vidas aparentemente vulgares sólo es posible para el que mira con interés. Atender a lo espectacular es, sin duda, equivocarse, dejar pasar lo que importa. Dice Marañón a este respecto: “Algo parecido nos sucede cuando tratamos de descubrir el alma humana a través de la vida de los hombres. Leemos, para lograrlo, la historia de los príncipes, de los héroes y de los genios; esto es, de los llamados hombres representativos, que, precisamente por serlo, no representan sino cimas agudas de la especie. El juzgar a una época pretérita por sus hombres representativos, es una de las causas de nuestro desconocimiento fundamental de la Historia”.

Comenta el escritor sobre el diario de Amiel, “donde no tuvo ocasión de anotar nada brillante ni extraordinario, sino los mismos sucesos menudos que llenan la vida de cualquiera de nosotros (…) No sólo no conocemos a los demás seres humanos más que a través de los artificios sociales —o a través de la gran mentira histórica, si son hombres pretéritos—, sino que nosotros mismos, engranados en la formidable máquina de la actividad moderna, apenas sabemos cómo somos, desde el umbral de la conciencia hacia adentro. Casi todos llegamos al fin de nuestra vida ocupados en gesticular, pero ignorando el tesoro o la hez bochornosa de nuestra propia alma”.

Una cosa es escribir un diario, cuando se es adolescente, y otro -como en el caso de Amiel- arrástralo de por vida. Lo que ya indica un diagnóstico de este profesor idealista, enamorado de una idea, y de si mismo. A este respecto apunta Marañón: “Se escribe en el Diario todo lo que nos sucede, hasta lo baladí, hasta lo inconfesable, porque todo, por el hecho de ser nuestro, nos parece digno de que conste en un acta; pero acabamos por condicionar las más mínimas acciones de cada día al interés de la página futura del Diario, y actuamos durante la jornada pensando en que lo escribiremos cada noche. Obramos, pues, para contarlo luego, como Unamuno, certeramente, me decía en una ocasión”. Un comentario que hoy encajaría perfectamente en la fiebre patológica de las redes sociales y del Instagram: la gente vive para verse y contemplarse en las fotos. Un narcisismo digital, del que me gustaría saber que pensarían Unamuno y Marañón sobre el tema.

El diario de un adulto, maduro, es por tanto algo sospechoso. Se ventilan intimidades, propias de quien vive solamente para ellas. Reflexiones que llegan a ser tóxicas, hasta el punto de que nuestro médico llega a afirmar que “una mujer que no sea completamente frívola debe, en efecto, sentirse más celosa de un Diario de su marido que de cuantas amantes pudiera tener”. Nos podemos hacer una idea de la problemática.

Allí aparece, en el ese diálogo consigo mismo, las quejas de Amiel sobre la sexualidad que le fue presentada cuando niño: “me fue dada una falsa idea, en mi niñez, de lo que es la sexualidad… este error me envenenó para siempre la vida”. A la edad de cuarentaisiete años escribe ‘una parte esencial de la educación es iniciar al joven en los derechos y en los deberes sexuales’; una ‘idea incorrecta del sexo, vicia al Estado y a la Iglesia, a la tierra y al cielo, a la moral y a la religión… la herejía que hemos de combatir es la de los que predican el desprecio del cuerpo’

Y Marañon, no pierde la oportunidad para dar sus recados como médico y como observador de la naturaleza humana, en el tema siempre espinoso de la educación sexual en la infancia: “De aquí la importancia que tiene para la vida de los instintos lo que ocurre en la edad infantil, cuando el nuevo ser parece distraído de cuanto sucede en torno suyo y está, sin embargo, captando las menores impresiones, las palabras dichas a media voz, el guiño significativo: todo. El adulto debe guardar ante el niño, por pequeño que sea, el mismo respeto que ante su Dios (…) Todo lo que una influencia ética y religiosa saludable y una explicación higiénica sensata pueden ayudar a salvar estos años de la vida viril que reiteradamente hemos calificado de críticos , puede actuar desastrosamente si se ejercen sin tacto y sin claridad. Ya sé que la solución de este problema —la iniciación, moral e higiénica, de un joven a la vida sexual— es una de aquellas que todavía no entrevemos, ni siquiera presentimos. Pero hay una regla segura: no mentir. La mentira, siempre perjudicial, es fatal, venenosa, cuando se trata de la sexualidad. Y, por desgracia, el repertorio de los conocimientos sexuales de cualquier adolescente de nuestra civilización está hecho a base de mentiras”.

El tema de la sexualidad en Amiel -asunto complejo, aunque para Marañon menos de lo que parece- es también ocasión, ejemplo, que le sirve en bandeja la oportunidad de continuar dando recados, como médico endocrinólogo, con experiencia vivida. Amiel es, según la opinión del médico escritor, un tímido por exceso. Es decir, no un tímido por defecto,  de los que no saben cómo manejarse con el sexo opuesto con recelo de un desempeño insatisfactorio. Es todo lo contario, y así lo afirma Marañón: “Son varios los comentaristas de Amiel que, desde luego, le han comparado con el gran conquistador de mujeres. Uno y otro viven obsesionados, en efecto, por la preocupación del amor y rodeados del revoloteo de una nube de doncellas, casadas y viudas. No obstante, la diferencia es radical. Para Don Juan, la mujer es un sexo que el burlador busca y encuentra en cada una de sus representantes. Para Amiel, como para los hombres de su tipo, el sexo es una sola y única mujer que buscan también, pero que no logran hallar. La mujer es para Don Juan un simple medio para llegar al sexo, a lo femenino. Para Amiel, el sexo, lo femenino, es un medio para alcanzar la sola mujer que constituye el fin de su aspiración instintiva. Si Amiel no se casa es porque está enamorado de un idea».

Y continua, analizando a fondo este tipo de timidez, no sin dejar de citar otros ejemplos que vienen a la mente -Leonardo da Vinci, Rousseau- que acabaron enamorados de una idea, sin encontrar la mujer idealizada. De ahí e reputarlos como homosexuales, surge el error, en la opinión de Marañón, que aprovecha para dar luz sobre este tema candente: “Cualquier observador de la vida, sin necesidad de lecturas técnicas ni de informaciones seudocientíficas a la moda, tiene experiencia suficiente para no dudar de que la emoción maternal excesiva, acompañada de un sentimiento de desvío hacia el padre autoritario y brusco, durante la niñez, en el período en que los instintos se moldean como la cera, ha separado después, a este y al otro hombre, de la vida conyugal. Puede discutirse el mecanismo y los matices de este proceso, pero no su existencia (…) La explicación de la homosexualidad, como consecuencia de la fuerte impresión materna, me parece uno de los puntos más artificiosos de la tesis freudiana. Suponer que la libido del hombre, en tales condiciones, se inclina hacia los demás hombres por huir de las mujeres y, de este modo, no ser infiel al recuerdo de la madre, es, creo yo, una elucubración gratuita. Es mucho más recto pensar que el instinto del varón, forjado según el arquetipo materno, no encuentra nunca su equivalente en las mujeres de la realidad; y le convierte en un solitario o en un tímido, como Amiel. Sólo el que posea una fuerte predisposición intersexual se descarriará hacia la perversión”. Y concluye el razonamiento de modo claro: “Lo femenino será, pues, para él, al mismo tiempo, la intensa atracción genérica y la imposibilidad igualmente fuerte de individualizarla, de cumplirla en el amor pleno de una sola mujer”.

Dicho esto, Marañón se aventura de lleno en el tema de la sexualidad, de  modo elegante y claro. Un aspecto que, en mi primera lectura me llamó la atención por el bien decir, y por lo diáfano de la explicación. Copio la cita que ya tenía desde hace décadas. “Los hombres y las mujeres, aun los más delicados, no se dan siempre cuenta suficiente de la sensibilidad, casi divina, del alma de los niños; y pocas cosas le hieren como la visión de lo que el amor tiene de brutal y, sobre todo, de agresión para la mujer. Los niños no pueden comprender que el amor sea una refriega física; ni muchas mujeres tampoco, por lo menos hasta muy entrada su vida. Y aun muchos hombres hondamente viriles conservan en el fondo de su instinto un dejo de disgusto para la agresión sexual; disgusto que no turba su ejercicio amoroso cuando el deseo está encendido, pero que sube como el poso de un charco agitado cada vez que la tempestad de los sentidos se ha satisfecho. Es ésta una de las causas de esa tristeza que el animal humano, según el proverbio latino, siente después de amar; y hay que ver en ella uno de los topes que la Naturaleza pone a los derroches inútiles del instinto (…) Hasta que la vida nos muestre la verdad escueta, me parece infinitamente delicado y útil el que los ojos del niño vean, no deformada, pero sí desposeída de sus componentes paganos, la grandeza del acto creador; porque, sin duda, esos componentes, vistos en frío, tienen la apariencia de una violación. La intimidad es, sin duda, un trance áspero para las almas delicadas. Requiere que la amistad o el amor sean tan enérgicos que fundan, como en un crisol, la escoria inevitable de la vida orgánica para que quede resplandeciente y limpio el metal precioso de los afectos”.

Se sigue un tributo al eterno femenino, al modo de ser de las mujeres, algo que los médicos -desde el otro lado de la mesa, guardando las distancias con respeto, casi veneración- nos asomamos a ver con alguna frecuencia. “El ideal femenino, como todos los demás ideales, no se nos da nunca hecho; es preciso construirlo; con barro propicio, claro está, pero lo esencial es construirlo con el amor y el sacrificio de todos los días, exponiendo para ello, en un juego arriesgado, a cara o cruz, el porvenir del propio corazón. (…) He aquí por qué la mujer diferenciada busca en el hombre, no la hora jocunda del deleite, sino aquello que sólo el hombre de gran categoría puede darla: la guía espiritual. La valoración del hombre como refugio cierto del espíritu femenino nos explica el influjo que a veces alcanza el confesor en el alma de las mujeres”.

Y con este último razonamiento hilvana algo que parece fuera de contexto, pero no lo está: el apoyo que las mujeres sienten en el confesor, y las cualidades que este debe poseer: “La confesión de la mujer al sacerdote puede ser una mera deposición mecánica, como la del que echa sus memoriales en un buzón; y éste es el sentido habitual de la confesión de muchos devotos. Pero si tiene el sentido profundamente humano, de liberación entrañable de la conciencia en una conciencia más fuerte que sea capaz de acogerla, de comprenderla y de devolverla limpia y purgada, entonces exige, por razones biológicas inmodificables, que el receptor sea un hombre profundamente viril, y es, por lo tanto, un acto rigurosamente específico. La confesión es, pues, en el fondo, un homenaje a las cualidades más excelsas de la virilidad, que son el sentido y la capacidad de la justicia y de la rectitud (…) Por ello, los hombres sólo se confiesan excepcionalmente con la mujer y siempre cuando ella, por haber traspuesto los límites de la juventud, ha perdido lo más penetrante de su esencia femenina. Y aun en el hombre la confesión exige, para ser perfecta, la neutralidad sexual. Por eso el confesor, para serlo dignamente, sea o no sacerdote, ha de ser casto”. Depositario de la confianza, respeto por la dignidad del otro, saber escuchar sin querer resolver todo: consejos que quizá pueden ayudar a los confesores, pero por lo que me cabe ayudan a construir la postura profesional de los médicos. Algo de lo que andamos cada vez más carentes, por lo que uno ve todos los días.

Recuerdo que además de estas citas que fiché, surgieron otras que he ido encontrando, y con las que tropiezo ahora en la segunda lectura de esta obra. Asuntos variados pero, como siempre pasa al leer a Marañón, te hacen pensar. Algunas de carácter observacional médico: “He observado muchas veces que las personas que cumplen su aniversario en el otoño sufren el sentimiento de envejecer de modo más agudo que las que nacieron en los meses vitales, en la primavera o en el verano”. Otras sobre la importancia de la educación: “Ninguna actividad sistematizada y repetida influye en la psicología y luego en la vida entera tan hondamente como la rutina de enseñar (…) Enseñar oficialmente, tan a lo largo, es poner cada año en contacto con una generación nueva, abundante y distraída, lo más recogido de nuestra personalidad inmutable y dejar resignadamente que se lo lleven a pedazos. Dar lo mejor nuestro en beneficio de ese monstruo anónimo e inevitablemente ingrato que se llama una promoción”.

Y algunas más intimistas, cargas de profundidad, que me hacen cerrar el libro, por segunda vez agradecido. “Cosa extraña: para ver el paisaje es necesario vivir dentro de uno mismo. En realidad, sólo vemos en su inmensa plenitud la naturaleza que nos rodea, cuando somos capaces de percibirla, mirándola, allá en lo hondo del yo, como reflejada en el agua profunda y tranquila de un pozo. Sólo entonces, sólo siendo así, es decir, no siendo Don Juan, es como pueden verse paisajes infinitos sin salir de una buhardilla de Ginebra. Y sólo un anti-donjuán, como Amiel —casi el anticristo del falso dios—, pudo escribir que “un paisaje cualquiera es un estado del alma”. Un broche de oro, en la pluma de Marañón, que describe un personaje como disculpa para hablar del hombre, de cada uno de nosotros.

Comments 2

  1. Texto bastante interessante. Um diário ao longo de uma vida. Como interpretá-lo? Seria capaz de representar uma fiel autocrítica ou teria atenuantes e maquiagens para aliviar o próprio peso das escolhas? Como o autor lidou com seus bloqueios e medos? Será que escondeu ou modificou detalhes dolorosos difíceis de suportar. O que está escondido nas entrelinhas? No caso da fogura feminina idealizada ssria um espelho do próprio ideal de si mesmo? Muito interessante! Boa discussão sobre o tema!

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