Paloma Sánchez-Garnica : Las Tres Heridas. Planeta. Barcelona (2012). 640 págs.
Las escritoras son, ante todo, mujeres. Y gozan del predicado femenino de conseguir hacer varias cosas al mismo tiempo, y hacerlas bien. Algo que a los hombres nos admira y atrae, quizá por nuestra imposibilidad casi metafísica de imitar esta habilidad. Y tal vez por eso, las historias que las escritoras nos cuentan en sus novelas, son la suma de relatos que, a modo de hilos diversos, se hilvanan en un único tejido.
En esta obra, el tapiz es la guerra civil española, y los hilos que componen el tejido son la vida de varios personajes. Retales, más que hilos, porque la densidad que, como quien no quiere la cosa, se alcanza al describirlos, tiene –nunca mejor dicho- mucha tela. Y los motivos del lienzo están ahí en el título, y en la explicación que la autora coloca a modo de prefacio. “Las tres heridas”, el poema de Miguel Hernández, con que la escritora había tropezado, y se da cuenta que es exactamente eso lo que quiere contar.
Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte.
Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.
Las heridas que provoca la guerra, y las cicatrices que la paz infecta. Una guerra donde nadie tiene razón, todos tienen motivos, y el desenlace no satisface ni a unos ni a otros. “Sabía que ambos tenías su parte de razón, y que la vulneración de sus férreos principios políticos se hacía cada vez más evidente, desmoronándose en cascada como un frágil castillo de naipes”. Y es que, a la hora de la verdad, es muy difícil vivir la consigna que como anota la autora, se leía en la puerta de la cárcel modelo de Madrid: “Odia al delito y compadece al delincuente”. Ambos lados contrincantes tenían su parte de razón, pero “la razón se pierde cuando las consecuencias son imperdonables”.
Recordé una de las afirmaciones más precisas y felices con las que me he deparado en estos últimos años: los errores –sociales, antropológicos, filosóficos, políticos, teológicos- suelen ser respuestas equivocadas a problemas reales. Los problemas están ahí, clamando por una solución. Reconocerlos es el primer paso; estudiarlos después, con serenidad, para llegar a un acuerdo que pueda solventarlos. La vía rápida para despejaros suele desembocar en catástrofes.
Primero la guerra, después la paz. Vencidos y vencedores, cada uno a lo suyo, sin querer acordarse de los problemas reales, de un lado y de otro. “Le sorprendía la deformación que la guerra provocaba en la forma de pensar, de juzgar el pasado, de mirar el presente o afrontar el futuro; por un lado, unos veían espectros y brujas por todas partes a los que echar la culpa de todos los males del mundo, incluidos los infligidos por ellos mismos, hallando siempre justificación a sus propias atrocidades; sin embargo, otros parecían sufrir de repente una ceguera con el único fin de evadirse del compromiso de la protesta, evitando así mezclarse en asuntos que, según ellos, no les afectaban, en definitiva para mirar hacia el otro lado a pesar de que , lo que esté sucediendo delante de sus narices, fuera la más grave de las injusticias”.
Aunque el artesano de este magnífico tapiz en forma de novela sea un hombre, un escritor que rescata memorias, el protagonismo es por cuenta de las mujeres. Mujeres aristócratas que ven en los pobres un cáncer de la sociedad; otras que van al cementerio para llevar flores a la tumba del amante y pasearse después tranquilamente del brazo del marido. Y milicianas que no resisten a la tentación de echarse un poco de perfume y hasta colgarse pendientes para suavizar los monos de mecánico con que se visten, y las gorras cuarteleras. Y, también, las que llenas de buena voluntad, intentan atender a unos y otros, cuidar a quien se le pone por delante y sufren en medio de una guerra que no ha pedido permiso para inundar sus vidas. “Hubo víctimas inocentes en una guerra que no fue la suya, una guerra importuna, malvada, una guerra que provocó heridas profundas, en el amor al quebrarlo, en la muerte a destiempo, y en la vida desgarrada (..) Teresa no sabía qué era el fascismo, ni lo que pretendían en realidad los sublevados, su confusión era máxima, porque entre las izquierdas también había formas muy distintas, incluso contradictorias de ver el futuro y de cómo organizar las cosas”.
Se me ocurrió ver por internet una entrevista que la autora concede con motivo de este libro. En un momento dado admite que escribir es un misterio, porque escribe como si estuviera leyendo, y los personajes van tomando forma, de modo imprevisto, como si fueran independientes de su pluma. Me vino a la memoria una de las anotaciones que hice mientras leía el libro, palabras dirigidas por un personaje secundario al escritor tejedor del lienzo. “Si los contadores no existieran, habría que inventarlos. Los que como usted, son capaces a pasarse horas pergeñando historias, bálsamos que curan y consuelan, realidades que existen únicamente en los entramados de su entendimiento, tienen la inapelable obligación de mantener una fe inquebrantable en los encantamientos, en los sortilegios, en esa magia que sólo existirá si se pone voluntad en ello. (…) Si no cree sus propias fantasías, si no acepta los espejismos que solamente usted es capaz de descubrir y vislumbrar, difícilmente podrá hacer creíbles sus historias. Los lectores que se acerquen a sus letras se sentirán defraudados y lo abandonarán, porque nadie en la ficción pretende encontrar la realidad, para eso ya tenemos la vida. Gracias a lo que nos proporciona ese universo mágico de la literatura, el mundo es más capaz de afrontar esa realidad y, lo que es más importante, es capaz de transformarla y hacerla mejor de lo que es”.
Es un acertado colofón que anima a zambullirse en esta magnífica novela, y acompañar las fantasías de la escritora, proyectadas sobre un telón real –cruel y sangriento como fue la guerra- y descubrir los ingredientes del bálsamo del perdón que es capaz de curar las heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Reyes Calderón: “El Último Paciente del Doctor Wilson”. Planeta, Barcelona.2010. 484pgs
El cansancio de final de curso me convenció que necesitaba algo para divertirme, sin pensar. Como la tenía a mano, y me había gustado la novela anterior que leí a principios de año, me zambullí en otra de las aventuras de la juez MacHor
Evito leer muy seguidos libros del mismo autor, sobre todo si son novelas. En los libros de pensamiento ya sabes que el autor se repite: es un modo de perfilar sus ideas, de convencernos, de convencerse él mismo, de ver claro. Pero en el género de ficción se agradece la novedad. Como el escritor tiene su identidad, la reiteración es inevitable, no hay tabula rasa. La variedad viene en parte, de la imaginación del prosista, y en parte del olvido del lector. Con el tiempo se arrinconan detalles y meandros, lo que te permite saborearlo con paladar de novedad.
La novela es un poco larga para mi gusto. No es una descripción linear, ni quiere serlo. Se demora en detalles, peculiaridades, algo que a las mujeres seduce, y a los hombres nos cansa cuando estamos ávidos por seguir el argumento. ¿Qué es lo siguiente, qué va a pasar? Y tropiezas con 4 páginas de descripciones. Como ya advertí anteriormente, sospecho que Lola MacHor es el alter ego de la autora; ahora me ocurre que en Jaime, marido de la juez, nos retrata a los hombres afanosos por conocer el desenredo de los hechos. ”Jaime suele ser duro en sus juicio. Mayormente piensa con la cabeza. Para él, el corazón es un órgano femenino, disoluto, voluble, débil, maleable. Yo no opino lo mismo. Estoy de acuerdo que se atona con cualquier fruslería; que imagina y cree lo que sueña; que puede llegar a ser sordo y ciego. Pero es mucho más profundo que la inteligencia. Llega hasta sitios que ella ni siquiera puede pergeñar. Y además, te enseña a ser humilde, porque te muestra a cada paso que eres falible, y hasta tonto”. Read More
Miguel Aranguren: «La hija del ministro». La Esfera de los libros. Madrid, 2009. 502 pgs.
Definitivamente, me gustan las novelas históricas. Es una manera de pasear por una época y evocar los acontecimientos –que también tienen un sinfín de interpretaciones. Y siempre de la mano de personajes que alternan lo real con lo ficticio; en los hechos, por supuesto en los diálogos, y en los propios personajes. La España de la guerra –hoy se dice la guerra civil española, porque tiene un sabor más global –se presenta, cada vez más, como atrayente escenario para situar los entremeses históricos, como el que nos brinda Miguel Aranguren. Parece como si nuestra generación -que creció escuchando de los abuelos el hambre que habían pasado en la guerra-, descubriese ahora las posibilidades narrativas de la época; no sólo del hambre, sino de las miserias y grandezas humanas, que el tiempo depura de tintes ideológicos, y decanta en historias de vida.
El fin de la monarquía, la segunda república, y la guerra –y sus consecuencias- es el contexto donde arranca el relato que tiene por protagonista a una aristócrata –Elvira Paraná- hija de un funcionario de Alfonso XIII, que llega a ser ministro en el periodo final del reinado, durante el gobierno Berenguer.
Una narración leve, que fluye con facilidad y engancha la atención. No dispensa la mirada realista al horror de la guerra, “una herida mortal que se contagia de alma en alma hasta derribar el último de los hombres”. Incluye trechos que resuenan como elegía poética, al describir la muerte de uno de los personajes: “Después de la refriega, al caer la noche, sus compañeros saldrán a rastrear el prado en busca de carne rota. Lo alzarán en vilo, los miembros rígidos, la expresión del vencido como mortaja, la ropa almidonada por la sangre……Quizá lo han envuelto en una bandera rojigualda y besan su frente con la devoción de quien se acerca a una reliquia. Los brazos de los soldados, cansados de la batalla, mellarán la corteza pedregosa hasta abrir un hondón en el monte, seno que acogerá al hijo caído en combate, héroe entre los héroes, hasta que se lo trague el tiempo y los hombres lo olviden junto al resto de los muertos de esta guerra, de todas las guerras”
La guerra es siempre sangre, soledad, muerte. Aunque la mirada se tamice con cristales románticos a la Hemingway del “Por quién doblan las campanas”. Aun así, Aranguren proyecta ternura en los personajes –muy bien conseguidos- que tejen la saga de una familia singular. La guerra es cruel, pero no lo es todo; las gentes que las sufren no se agotan en los campos de batalla, ni en los odios fratricidas o partidarios. Hay más, mucho más: una vida por ser vivida, donde la estatura moral de las personas depende de las propias acciones, y no del comando de guerra. Virtudes, lealtad a la palabra dada, infidelidades, complejos, venganzas –las luchas con los demonios que cada uno lleva dentro- y el amor que rezuma buen humor de quien quita hierro a los odios, porque sabe perdonar.
Mientras pasaba las páginas de la novela, se me ocurría pensar que los protagonistas son gente común, no actores de una guerra; figuras normales, de a pie. El hecho de que sean producto de la imaginación del autor–una verdad- no simplifica la cuestión. Antes de descartar lo que los personajes nos brindan –una vida que sabe estar por encima de los odios bélicos- habría que pensar si no representan una realidad que la historia no nos cuenta. Los horrores de la guerra nos llegan siempre, mientras que las virtudes de tantos permanecen ocultas. De acuerdo, son ficticios; pero son completamente verosímiles. ¿Por qué no habría gente así en esos momentos difíciles? Esa es la pregunta que aletea en esta entretenida novela que se le con gusto, deja buen sabor de boca, te hace pensar.
Casi no me atrevo a escribir un comentario sobre esta obra de periodismo investigativo de Pilar Urbano; me atrevo, pero con mucho respeto. Son más de mil páginas, incluyendo las referencias. Y aquí hay que incluirlas, porque la documentación es exhaustiva, enorme, casi fatigante. Ese es el primer reconocimiento de este estudio sobre la transición de poderes, desde la España de la Pos-Guerra hasta la Monarquía. Un trabajo digno de Hércules que, a la autora le ha llevado bastantes años para elaborar.
La segunda nota que me atrevo a registrar es la sorpresa que me llevo con la habilidad política de Franco. Los que como yo crecimos en la España franquista, con división de opiniones en la propia familia –recuerdo que mi abuelo se llevaba el plato con la cena a la cocina, cuando salía Franco en la TV, sencillamente se negaba a escucharlo- alcanzábamos a entender la competencia militar del Generalísimo, pero no sus dones políticos, si es que tenía alguno. La autora coloca con ironía y con acierto el tema del relevo de poder: “En las monarquías, uno sabe quién pero no cuando; en las democracias, se sabe cuándo pero no quién; con Franco, no se sabía ni quién ni cuándo”. Read More
Mi madre se nos marchó a la casa del Cielo el pasado mes de Mayo. No es un eufemismo, sino el modo como siempre hemos denominado –y colocado en los recordatorios de las personas queridas de la familia- , este momento de separación. La enterramos al lado de mi padre, el día 23; justamente 57 años después de esa foto de la izquierda: era su aniversario de bodas. La foto de la derecha, también es de un 23 de Mayo, pero 16 años después, cuando ya todos estábamos por aquí, funcionando con el carnet de familia numerosa, que proporcionaba descuentos interesantes.
Durante las semanas finales de su enfermedad, me rondaba la sospecha de que mi padre arreglaría las cosas para estar, de nuevo, físicamente juntos, ese día que en mi familia siempre se celebró como fiesta grande. Y así ha sido. Recordé, como por reflejo, una de las películas preferidas de mis padres: “Tu y yo”. Y, naturalmente, la escena donde Cary Grant se encuentra con Deborah Kerr en el Empire State. Era una de las películas que Papá compró cuando salieron las primeras opciones de cine a domicilio. Y Casablanca, claro, junto con un gran poster de Bogart y Bergman, que mi madre me dio hace años: “para que lo pongas donde quieras; lo tenía guardado Papá”. Está colgado sobre una pared de la terraza interior que tenemos en la clínica, local destinado a reuniones de equipo, y tertulias de carácter familiar.
Tenían la misma edad. O mejor, Mamá le sacaba unos meses. Era de Agosto de 1928, y Papá de Mayo de 1929. “Del año de la crisis – me dijo, alguna vez- para que no se te olvide. Igual por eso siempre he andado luchando con las finanzas, para sacaros adelante”. Y la verdad es que, a pesar del año 29, la empresa que montó, “la única que me ha funcionado”, nuestra familia, es motivo de continuo agradecimiento a Dios. Pienso que ese fue el motivo de que, en uno de los muchos momentos de crisis económica, mi padre encargase ese papel timbrado, donde nos colocó –como un consejo de administración- a todos. No había mucho que administrar, a no ser toneladas de cariño, de optimismo, de honradez. Al recoger el papel en la imprenta, le preguntaron a mi padre qué era exactamente aquello. Fue cuando pronunció la frase que nos es tan conocida y tan querida: “esta es la única empresa que he montado y que ha salido adelante”. Los años y los frutos –que han ido agregando accionistas y directivos a esa empresa- confirman el éxito del emprendimiento.
Los once nietos, desde el mayor con 24 años, hasta el más pequeño con 8, quisieron ir a despedirse de la abuela en el tanatorio. “Que vaya quien quiera –les dijeron sus padres- que no es obligatorio”. Fueron todos. Y el pequeño me confiaba después: “¿Sabes una cosa? Cuando la abuela estaba en el hospital yo casi le pedía a Dios que se la llevara. Porque estando en el hospital, no podría venir a mi Primera Comunión. Ahora estará en primera fila”. Me impresionó la sinceridad y el interés de un niño, saturado de una perspectiva teológica envidiable. Y allí estaba él, dos días después, muy serio, haciendo la Primera Comunión, seguro de que la abuela estaba presente. Es decir, más motivos, muchos, para continuar agradeciendo. Siempre.
Y es que en mi familia siempre se ha vivido una cultura de la transcendencia, por llamar de un modo elegante lo que es sencillamente fe en Dios y en la eternidad. No se esconde de los niños, y los mayores lo comentan con naturalidad. Mi padre lo ilustraba sonriendo, cuando veía que le dábamos excesiva importancia a cosas del día a día que nos fastidiaban; por ejemplo, cuando el Madrid perdía. “No os pongáis así. Que lo que importa es ir al Cielo”. Y nosotros: “Papá, siempre dices lo mismo. Esto es diferente”….Y él apostillaba: “Ya sabes, a mí, con un metro cuadrado para que me entierren, tengo suficiente”. Lo hacía para quitarle pasión al asunto, pero vibraba con la alegría humana. Cuando se casó mi hermana, ya estaba enfermo, y lo sabía. Disfrutó en la fiesta, viendo como todos se divertían. Y, acercándose, me dijo: “Yo creo que es importante que la gente se lo pase bien. Esto es también santificar la vida ordinaria, ¿no te parece?”. Naturalidad, sin solución de continuidad. Desde que murió mi hermano Pedro, cuando los pequeños pierden algo, siempre se escucha la misma recomendación: “Pídeselo al tío Pedro”. Y el tío Pedro suele atender, y las cosas aparecen.
Estos días he andado pensando en cómo mis padres lo hacían bien. Aunque se llevaban algunos meses, se casaron entre el cumpleaños de Papá y el de Mamá: es decir, cuando contaban los mismos años. Ahora Mamá nos deja en una fecha análoga, de modo que quien haga cuentas (Papá, que murió en 1997 con 68 años, y Mamá ahora con 84) le saldrán los mismos años contados. Papá se adelantó en la iniciativa, y nos dejó un 4 de Julio, es decir, en el mismo periodo de interregno en que apuntaban la misma edad. “No me gusta ponerme tacones altos –me dijo un día mi madre, cuando yo era un crio- porque no quiero parecer más alta que tu padre”. Pues, lo dicho. Siempre al mismo compás, con la misma edad y estatura, como en un baile de esos en que se ve algunas parejas que han pisado muchas veces juntos la misma pista. Como los pasodobles que les vi bailar tantas veces, pues les gustaba bailar. Sintonía perfecta. Y cine. Cuando mi padre murió, mi madre me reveló: “¿Sabes lo que le estaba diciendo a tu padre en el tanatorio? Pues lo mismo que le dice el General Custer a su mujer antes de entrar en batalla, en aquella película ‘Murieron con las botas puestas’- Ha sido un placer pasear contigo por la vida.”
Lo del baile, como el cine, también debe ser cosa de familia, porque a mis hermanos les encanta bailar. Y recuerdo a mi abuelo –a quien le hechizaba Fred Astaire- que, caballero a la antigua usanza, en las bodas donde le invitaban, besaba la mano de la novia y, acompañándose de una reverencia, la sacaba a bailar.
Familia, raíces. Veo a mis hermanos, observo sus cualidades, y adivino rasgos de mi padre en cada uno de ellos, distribuidos en proporciones diferentes, como los factores de un producto. Mi hermano Pedro, que nos dejó hace cinco años, cuando contaba 49, me recuerda las formas cariñosas de mi padre, su dulzura. Papá tenía un temperamento fuerte, pero se fue moldeando con el tiempo, y su mirada, al final de la vida, rezumaba dulzura, compresión. Como Pedro, que siendo distraído por naturaleza, se transformó en el hombre de los detalles. Estaba atento a todos y a todo. Y siempre traía en su bolsa de viaje, sorpresas para cada uno: recortes de periódicos, libros, películas, canciones para los sobrinos. “Pareces Mary Poppins, sacas todo de la bolsa” –le decía mi hermana. Pedro, que no vivía en Madrid, respondía a las quejas de mi madre cuando le decía que le veía poco, con la poesía de Rosales: “Te llevo siempre conmigo. Porque al hombre, como al vino, se le conoce por la madre”. En fin, que se la llevaba de calle.
El producto de Papá que encarna mi hermano Juan me lo hizo notar un amigo, durante unas gestiones complicadísimas en el aeropuerto de Barajas, para embarcar un cargamento grande y dificultoso. Sin perder la serenidad, fue resolviendo todos los problemas que le ponían, sin dejar nunca de sonreír. “Tu hermano es un verdadero solucionador de dificultades”. Como Papá, pensé. Y así es.
También fueron otros amigos los que me revelaron el producto paterno que más se nota en Santi. Habían ido desde Brasil a Madrid, para cambiar impresiones sobre un colegio que estaban montando, y mi hermano llevaba ya muchos años con el tema de la educación y de los colegios. Me contaron después que les ayudó mucho, más que los consejos concretos, la actitud “Nos hizo sentarnos en su despacho, sonrió y nos dijo: bueno, ¿qué os preocupa?” Una actitud –pensé- como la de Papá, que le quitaba importancia al asunto, con serenidad, y sabiendo ir directo al tema. Al parecer le expusieron las dificultades que estaban enfrentando por el modelo de colegio que querían promover. Santi fue muy claro: “Aquí también vienen personas que hacen sugerencias, que si podríamos hacer esto, o lo otro. Yo siempre les digo lo mismo: aquí vendemos café. Hay quien quiere café con leche, chocolate, cappuccino, y las opciones del mercado de educación ofrecen todo eso. Pero aquí, lo nuestro, es café”. Serenidad, y franqueza honesta. Otra característica que recuerdo en mi padre, que no se andaba con rodeos. Al pan, pan; al vino, vino. Y no hay más. Y todo sin enfadarse, sin dejar de sonreír, con afabilidad.
Y mi hermana Mariluz, “la niña” como la llamábamos cuando éramos críos, por ser la única, y la pequeña. Hoy, madre de seis hijos, noto que ha incorporado de mi padre el saber disfrutar de las cosas menudas, celebrar las conquistas domésticas. Un plato que una de las niñas ha preparado, una película que ven en familia, una excursión con los niños, una escapada de escasas horas con su marido porque no hay como ausentarse más, o un libro que lee a ratos, sin que yo consiga sospechar de dónde saca el tiempo.
De mi padre, también yo me veo retratado en algo que me consuela –sabiendo que voy a ser así hasta el fin de mi vida- y que al mismo tiempo me inquieta, por lo que supone de riesgo. Los sueños, las ideas. Quizá porque siendo el primogénito, mi padre me confiaba sus planes, sus sueños. Mamá le decía: “Pablo, que pareces la lechera”, refiriéndose al conocido cuento de la moza que cargaba el cántaro de leche, pensando en lo mucho que iba a conseguir con aquello, y tropezando se le caía, rompiéndose y derramando la leche, y los sueños. Como yo también soy Pablo, siento que me lo decía a mí –muchas veces también después, con la mirada- pero sin criticarnos a ninguno de los dos. Los sueños eran parte de nuestro modo de ser, de mi padre y mío, y a mi madre le habría extrañado que los abandonáramos.
¿Dónde entra mi madre en estos factores del producto paterno? En el equilibrio, en la armonía, en la mesura, en el detalle. Por ejemplo, las fechas de los cumpleaños y santos, que siempre recordaba, y nos hacía recordar. Cuando pasaba por Madrid, lo primero que me decía era siempre lo mismo: ¿Ya has llamado a tus hermanos? ¿Y a tu tía? ¿Y a fulanito? Y, notando que me liaba con las muchas cosas que uno tiene que hacer en esos viajes rápidos –que, ahora lo veo claro, no quiere decir que sean las más importantes- pescaba el teléfono, llamaba, y me lo pasaba. Sin posibilidad de escapar. Gracias Mamá. Creo que, a pesar de las distracciones, he heredado de ella la facilidad para guardar fechas importantes, cumpleaños y aniversarios variados.
Mamá nos congregaba, y cuando Papá ya no estaba, continuaba haciéndolo hasta donde le llegaban las fuerzas, hasta el final. El día de Reyes, durante muchos años, invitaba a todos a comer: hijos y nietos. Tuve la suerte de estar presente, hace un par de años, en una de las últimas reuniones de Reyes, donde aparecían los regalos que los Magos habían dejado en casa de los tíos.
Mamá congregaba a todos. Siendo hija única –perdió su única hermana cuando era muy niña- estaba tan unida a mis tíos y tías paternas que más parecían hermanos que cuñados. Así me lo decía un primo estos días: se ha reunido con sus hermanos, pues nunca fueron cuñados. Congregaba amigos, familiares, conocidos, y buscaba nuevos amigos. Ya lo sabía, pero estos días, viendo la cantidad enorme de gente que desfilaba para despedirse de ella en el tanatorio, lo pude comprobar con emoción.
Y gastaba tiempo con las personas. Como decía otro primo: tu madre es una mujer que ha vivido para los otros. Recordé las reuniones de los sábados por la noche, con matrimonios amigos, la mayoría padres del colegio donde estudiábamos y que mis padres promovían, porque también estuvieron toda su vida enfrascados en la educación de los hijos. Algunas veces en mi casa, otras en casa de amigos, alternándose en cada ocasión. Cierta vez le pregunté a Mamá: “Oye, ¿y de qué habláis hasta tan tarde en esas reuniones?”. La respuesta directa no se me olvidó nunca: “¡De vosotros!, de qué va a ser”. La empresa de mi padre, la única que funcionó, tenía una gerente de la mayor eficacia que trabajaba en los bastidores.
Papá lo sabía, y me lo dijo un día que pasé por Madrid, cuando llevaba fuera de España más de una década. “Tú ya sabes que yo, sin tu madre no soy nada. Yo no cambio a tu madre por nadie. Eres el mayor, y te lo digo claramente”. Yo le miré muy serio, no sabía dónde iba a parar aquello. Pero él, sonriendo, y con aquel aire de quien, al mismo tiempo, junta los deseos con la realidad, añadió: “Yo creo que va a ser así. Primero la abuela, después el abuelo (mis abuelos maternos vivían con nosotros). Después irá Mamá, y yo me agarraré a su mano, para ir derecho al Cielo”. Era una mañana soleada, de otoño madrileño. Recuerdo perfectamente el lugar, y el momento.
Así nos formaba mi padre: haciendo consideraciones –sueños, pero también oración- en voz alta. Porque nunca dejaron de hacerlo; ni papá, ni mamá. Cuando vinieron a verme a Brasil –donde yo llevaba más de 20 años viviendo- también me daba recados. Una tarde fui a buscarlos al hotel, llegué un poco después de la hora en que habíamos quedado. Papá, que en aquella época ya estaba enfermo, hablaba menos, pero observaba todo. Sintió que yo andaba liado, con muchos compromisos. “Pablo –me dijo- yo creo que si te limitaras a hacer lo que te llega pasivamente, sin buscar otras cosas, ya harías bastante”. Confieso que recuerdo con mucha frecuencia ese consejo, aunque no sea fácil ponerlo en práctica. Pero en eso estamos.
Mi madre también no perdía la oportunidad de formarme, sin importarle la edad (la mía) ni la distancia. Una vez pasé por Madrid, camino de Barcelona, donde me esperaban las sesiones finales de un curso de dirección de empresas que estaba haciendo. “Y tú, siendo médico, ¿cómo te metes a hacer un curso de esos?” –me preguntó. Contesté sin pensarlo: “Mamá, ¿sabes que estoy aprendiendo a escuchar a las personas?”. Sonrió y respondió: “Hombre, me parece muy bien ese curso”. Como quien dice: finalmente, a ver si te enteras.
El viaje a Brasil, un año antes de morir mi padre, y para celebrar sus 40 años de matrimonio, se me presenta lleno de recuerdos que están escritos por ahí. Las cartas familiares son un tesoro que guardamos –ellos y yo- porque revelan quién somos. Ya decía el Cardenal Newman –que escribió más de 30 mil – que escribir la biografía de alguien supone hacerlo a través de sus cartas. De las cartas de mis padres he extraído muchas veces la savia de las raíces de familia. Fue en una de sus últimas cartas, cuando mi padre me hizo el siguiente resumen del viaje a Brasil: “Ahora -que lo hemos vivido- solemos decir que todas las personas deberían poder conocer Brasil y sus gentes antes de llegar al cielo, para que la impresión fuera más llevadera…. “menos traumática”. Para mí es mucho más que un elogio; es una confirmación de que el país que me acogió, hace casi 40 años, es un verdadero hogar. Como si mi padre dijera: “Pablo, eso es lo que tienes que hacer. Trabajar en Brasil”. Era el modo como nos entendíamos también, leyendo las entrelineas.
En estos últimos meses, cuando la enfermedad de Mamá se agravó, me encontraba revisando las pruebas de un libro que acabo de publicar: Lecciones de liderazgo en el Cine. Redacté la dedicatoria pensando en mi familia que nos ha educado con el cine, y destaqué el liderazgo sereno de mis abuelos, de mi hermano Pedro, de mi padre, ahora desde la eternidad.
Cuando, semanas antes de presentarlo, el libro llegó a mis manos de la imprenta, mi madre estaba viviendo sus últimos momentos. Saqué del paquete un ejemplar, y escribí, encima de la que estaba impresa, una dedicatoria a mano. “Para mi madre que, que con su ejemplo dedicado, con ternura y alegría, me enseño a ver en el cine, todo lo que se anota en este libro. Con todo el cariño de mi corazón”. Lo mandé por correo. Y también hice una fotografía de la portada y de la dedicatoria y las envié por e-mail a mis hermanos. Mamá vio las fotos, pero el libro llegó cuando entraba en coma. Recordé, entonces, la historia de mi padre, cuando quería agarrarse a la mano de mi madre, en el último momento. Y pensé que había sido él quien ahora le tendía la mano, para incluirla en la dedicatoria del liderazgo, repleto de paz, desde la eternidad. “Yo, sin tu madre, no soy nada”-me pareció escuchar dentro de mi corazón. Y como Mamá no se ponía tacones altos, se dejó llevar, como siempre, en silencio, sin hacer ruido.
En una de sus últimas cartas mi padre me contaba sobre la lápida que habían puesto a mis abuelos en el cementerio. “Después de los nombres, hemos añadido ‘Gracias por todo’. No nos habíamos parado a pensarlo, pero ahora vemos que, con parecidas palabras, es más o menos lo que vosotros nos dijisteis en vuestra dedicatoria de aquella fotografía que nos hicimos en 1987. Claro!: la gratitud es algo que, pensando en los padres, es lo primero que nos viene del corazón a la boca”. Como siempre, Papá tenía a mano – y tiene- la palabra final. Ese es el mejor resumen de este homenaje a mis padres: ¡Gracias, muchas gracias, por todo!
Dolores Redondo: “El Guardián Invisible”. Destino. Barcelona (2013). 432 pg.
Mujeres escribiendo sobre mujeres. Parece ser una tónica con éxito en el mercado editorial español. Y esto incluye las novelas policiacas, con sus crímenes, misterios, los sospechosos habituales, los que son y no lo parecen, los que parecen y no lo son.
Dolores Redondo es donostiarra y su novela nos sitúa en la ribera Navarra. La heroína, inspectora Amaia Salazar, que aunque vive en Pamplona y está casada con un artista, es, obviamente, del lugar: de Elizondo, en el valle del Baztán, escenario que encuadrará otras novelas, pues parece que Dolores está escribiendo una trilogía del Baztán. Los personajes –empezando por Amaia- son absolutamente telúricos, viven y se alimentan de la tierra y de las leyendas vasco navarras, que la autora mezcla con la ficción. Mezcla de proporciones equivalentes, pues tanto atraen a nuestra inspectora las pistas que serían sugestivas a cualquier detective, como la mitología local.
Leí en algún lugar que Dolores Redondo es una promesa que se consolida en las novelas policiacas, junto con Domingo Villar. Concluyo que la comparación –después de leer ambos- debe ser porque lo que Villar tiene de gallego, Dolores Redondo tiene de Navarra. Es decir, que son novelas regionales, y que las intrigas, crímenes, enigmas y desconciertos se pautan por la cultura local, que envuelve por completo a cada uno de los personajes.
Dicho esto –no se puede decir mucho más, sin arriesgarse a entrar en el argumento, acción condenable en cualquier comentario a una novela de misterio- se puede añadir que la novela se lee con gusto, es amena, te atrapa. Y también con algún sobresalto, por cuenta de las expresiones en euskera, y de alguna que otra grosería que coloca, supongo, para dar más realismo. Aunque lo de alternar con damas que escupen tacos como verduleros, nunca me ha convencido mucho. Cuestión de gusto.
Y, no podía faltar, la dimensión psicológica-afectiva de la protagonista, sus fantasmas y sus dudas vitales, en fin, todo el fascinante universo femenino. Ese es otro elemento siempre presente cuando las mujeres escriben sobre mujeres. Y nunca acertamos a saber qué es de la escritora y qué es de la protagonista. Yo siempre pienso que hay mucho de auto-retrato en estos casos, y las fronteras no están bien definidas. Ni falta que hace, pues eso es lo que les da el encanto peculiar.
Reyes Calderón. “El expediente Canaima”. RBA libros. Barcelona 2009. 422 pgs.
Aunque es el primer libro suyo que leo, es fácil deducir –por el estilo, y por lo que uno oye por ahí, críticas literarias incluidas- que Lola MacHor es el personaje donde se proyecta Reyes Calderón. La literatura está repleta de simbiosis de este tipo: Sherlock Holmes y Conan Doyle, el Inspector Hercule Poirot y Agatha Christie, el detective Jules Maigret y Georges Simenon. Pero en este caso, más que una proyección, es tal la identificación que el lector establece entre el personaje y la autora que casi me atrevo a decir que es un alter ego. Me explico.
Los ingredientes de una buena novela policiaca, con crimen, suspense, corrupción, en sus variaciones sobre el mismo tema, están todos presentes. Pero hay más. El estilo, la atmósfera de la protagonista –que incluye familia, trabajo, debilidades, sueños, quimeras y decisiones tajantes- son tan plásticas que no parecen sencillamente imaginadas.
Casi al final de la novela, la autora nos ofrece un perfecto retrato antropológico de la protagonista. Algo que se lo tiene muy bien pensado, sentido, vivido. Anoto textualmente: “Lola era un rostro. Un cabello suave, que se electrizaba al acercar los dedos. Una cintura a la que anudarse. Lola era una mocosa perdida en un monte oscuro, envuelta en una toga demasiado grande. Una toga disfrazada de Lola. Lola era Lola. Debilidad con sobrepeso. Un régimen pelirrojo, imposible. Lola era un mundo y sus estaciones. Ora nieve. Ora viento. Siempre sol taheño. Porque, aunque sólo Iturri lo notara ella poseía su propia luz. Amarilla, débil, un solo filamento invisible, pero luz”.
Una juez que se las compone para navegar entre líos colosales –que es lo que ofrece el argumento a la novela- tremendamente femenina, casada con un médico investigador, sabio distraído y de pocas palabras, y con cuatro hijos. Hay que convenir que no es un personaje habitual, como las ejecutivas de las películas americanas o de las novelas de John Grisham.
En las más de cuatrocientas páginas, de vez en cuando, tropiezas con algún ‘recado sociológico’ como este: “Vivimos tiempos indigentes, vestidos de lujoso desencanto, calzados de tolerante sectarismo. Vivimos en la era del amor online, de la información en vena. Abundamos en todo, pero no estamos seguros de nada. Tenemos miedo: miedo a ser robados a ser muertos, a fracasar. Y ante el miedo, la velocidad pierde el sentido”. O las críticas a los periodistas, otro ejercicio habitual en los académicos –clase a la que pertenece la escritora- que nunca se entienden con ellos. O porque están muy fuera del mundo real, o porque los otros, los periodistas, se fabrican un mundo a su imagen y semejanza: “Lola MacHor no apreciaba a los periodistas. Presumían de ser los voceros morales de la sociedad, la conciencia del Pueblo, y al final acababan por absorberlo todo bajos sus letras de imprenta. Con sus prisas y urgencias por ser los primeros, minaban la profundidad de su propia independencia, simplificaban sus diagnósticos hasta trivializar los serio o magnificar lo insignificante”.
Pero el resultado final no es de tesis, ni filosófico, sino de una novela entretenida, que te atrapa. Te mete en harina, y te reboza; y disfrutas leyéndola.
Eduardo Mendoza: La Verdad sobre el caso Savolta. Seix Barral. Barcelona. 1984. 463 pgs.
Recordando la buena impresión que me llevé del Premio Planeta 2010 (Riña de Gatos), me animé con esta novela del mismo autor, que es mucho anterior. Escribe con facilidad, se identifica fácilmente su estilo que esculpe los personajes, pero no es lo mismo. Quizá por el escenario –que conozco menos- o quizá por el modo como la presenta, que siendo original tiene sus inconvenientes.
La acción se sitúa en Barcelona, durante la tensión revolucionaria entre patronos, obreros y sindicalistas, de los años 1917-1919. Temática histórica que no domino y que, en palabras del propio autor, no es asunto de fácil interpretación, como se deduce por este párrafo que copio textualmente: “Tras años y años de lucha constante y cruel, todos los combatientes (obreros y patronos, políticos, terroristas y conspiradores) habían perdido el sentido de la proporción, olvidado los motivos y renunciado a los logros. Más unidos por el antagonismo y la angustia que separados por las diferencias ideológicas, los españoles descendíamos en confusa turbamulta una escala de Jacob invertida, cuyos peldaños eran venganzas de venganzas y su rama un ovillo confuso de alianzas, denuncias, represalias y traiciones que conducían al infierno de la intransigencia fundada en el miedo y el crimen engendrado por la desesperación”.
El modo en que se sirve la novela es novedoso y hasta insólito. Son piezas de un rompecabezas, que se mueven atrás y adelante en el tiempo, con personajes diferentes, dando entrada y salida a diversos actores, y que se supone deben componer entre todos el argumento de la novela. Un tapiz tejido por multitud de tejedores que ofrecerían, al final, el panorama del caso Savolta, título de la obra. Pero la verdad es que si me preguntan cuál es exactamente el argumento, o quien es el protagonista, no creo que sea capaz de responder concisamente. Es decir, que no veo lo que está perfilado en el tapiz, o si lo veo carece de interés. Y tampoco me atrevo a destacar un protagonista, con recelo de equivocarme.
Incluir muchos personajes, con sus vaivenes, idas y venidas, supone siempre un compromiso a la hora de contar una historia. Los colores y variaciones crecen, así como la riqueza posible de matices, pero se corre el riesgo de difuminar el resultado. Y los muchos árboles no dejan ver el bosque. No es un problema de número, sino de mantener el pulso cuando se cuenta, saber de qué se trata. Guerra y Paz es un ejemplo conocido de cómo se puede hacer esto muy bien, y que dispensa comentarios.
¿Qué es lo que Eduardo Mendoza ha querido presentar? ¿Una situación histórica concreta, con personajes ficticios? Fue lo que pensé inicialmente, acordándome de la Riña de Gatos. ¿O ensayar un modo diferente de contar las cosas? En cualquier caso, no me conquistó. Quizá porque me pilló cansado, o no era el momento. Los libros –y nosotros, como decía Borges- tenemos los momentos adecuados para leerlos. Este no era el mío.
Maria Dueñas “Misión Olvido”. Planeta. Temas de Hoy. Barcelona. 2012. 512 pgs.
“Parece que no es tan buena como El Tiempo entre Costuras”. Fue la respuesta que me llegó cuando, apenas había bajado del avión en Barajas y viendo el nuevo libro de Maria Dueñas empapelando las librerías del aeropuerto, se me ocurrió preguntar a no recuerdo exactamente quién. La pregunta sobraba; ya lo tenía fichado y en la lista de compras antes del vuelo de vuelta. Pero a uno le gusta calentar motores. La verdad, es que la autora ya te hace entrar en calor, con un párrafo en el reverso del libro. No hay cómo decirlo mejor: “Tres años después de la publicación de El Tiempo entre Costuras, vuelvo a llamar a las puertas de los lectores con la historia y la voz de una mujer. Una mujer contemporánea, cuya estabilidad aparentemente invulnerable ha saltado por los aires. Se llama Blanca Perea y ha decidido huir”.
Y es que María Dueña domina la narrativa que, en todo momento, está teñida de perfiles femeninos, bordados, con relieve, en tres dimensiones, que te entran por los ojos, y casi los tocas. Así presenta a Rebeca, una de las interlocutoras de Blanca: “Su saludo fue un apretón de manos afectuoso, transmitiéndome su calidez con el tacto de la piel y un par de ojos claros que iluminaban un rostro hermoso en el que las arrugas no eran un demérito. Un gran mechón de hebras plateadas le caía sobre la frente. Intuí que bordeaba los sesenta y presentí que se trataba de una de tantas secretarias imprescindibles que, con la tercera parte del sueldo se sus superiores, suelen ser más competentes que ellos en inversa proporción.”
La novela transcurre entre la España del fin del siglo XX en un mano a mano con California, y la de los años 50, con saltos precisos a la época de antes de la guerra, cuando arranca el argumento que engancha e impide dejar la lectura. La descripción de los personajes es magistral. Un estilo que a veces se aproxima del castellano clásico –con sabor casi Cervantino- cuando pasea por los años 30: “Con nadie tenía doña Manolita que despachar sus componendas porque en sus querencias y sus dineros no mandaba más que ella”. O este otro ejemplo, siempre a vueltas con las mujeres: “Simona no era una mujer inteligente, pero llevaba décadas observando de cerca cómo vivían los ricos y tenía las luces necesarias como para percibir que, además del dinero y las propiedades, la educación y la cultura tenían también algo que ver en aquel menester.”
En un par de capítulos se da la alternativa a una protagonista singular: Nana, la abuela de Aurora. De lo más castizo. Reconozco que me reí a carcajadas, sólo, mientras imaginaba esta señora de armas tomar, que la autora describe con maestría. Un perfecto retrato: “Me encanta, me encanta, me requeteencanta!. Estas casas modernísimas y estos muebles tan…tan…tan.. No tengo palabras, es que me rechiflan a morir. Cariño, a ver si te haces amiga de mi hija y la convences para que el trapero se lleve todas las reliquias horrorosas que tenemos en casa y compre cosas de estas, tan modernas, tan fabulosas”. Una dama de lo más “echao palante” que se terciaba en los años 50. A base de lingotazos de Martini, mientras su interlocutor americano quiere como que recordar un dicho que le rondaba la mente y que le parece encajar a la perfección: “De perdidos, al rio”.
Las mujeres, que borda, y todo lo que las rodea; principalmente, los hombres, que nunca acaban de entenderlas. “Así era Alberto. Persistente para todo lo que le interesaba, insensible para las complicaciones”. Aunque también no ahorra elogios para los hombres que se hacen merecedores: “Su manera natural de andar por la vida, el afecto con el que trataba a todo el mundo y con el que todos los que le conocían parecían tratarle a él. Flirteaba con las camareras, cuanto más feas y más gordas, mejor. Abrazaba a sus amigos sin reservas, solía mirar las cosas a través del cristal de la ironía y hacía que todo resultara fácil a su alrededor”.
Que me ha gustado la novela, es fácil de deducir a estas alturas. Aunque hay un aspecto que merece comentario aparte. La forma como Maria Dueñas evoca la España de los años 50, que yo viví de refilón, y que me transporta a la época, con fascinante aroma de infancia. Aunque sea largo, prefiero copiar un par de descripciones. Quien las ha paladeado entenderá. “Pero prefirió no moverse: seguir durmiendo en un habitación oscura abierta a un patio en el que siempre había ropa tendida y olor a lejía, alumbrarse con la luz escasa de una bombilla pelada, sentarse a leer en una silla de enea ante la ausencia de un buen sillón. Nada se le hacía incómodo. Lo percibía como algo sustancialmente auténtico. Realidad en su esencia más pura, sal de la vida”.
El escenario preciso donde vive uno de los protagonistas en el barrio de Arguelles, en el Madrid de los 50, se complementa con los sonidos, visiones y sabores que son, al fin, olores, pues es el olfato el sentido que más despierta la memoria. También la del lector, si ha tenido la ventura de tantearlos. “Los guisos llenos de sustancia servidos con pan para mojar, el café de puchero con el que abría los ojos por las mañanas, sus camisas lavadas a mano y planchadas con primor y almidón. Las anécdotas de la señora Antonia y su memoria intacta del ayer que, en sesiones continuas de mesa camilla, le ayudarían a ir descubriendo la miga de la tierra que pisaba. El manantial de habla popular que a diario oía, el borboteo constante de giros y chascarrillos que él empezó a anotar por montones en el cuaderno que a partir de entonces decidió llevar siempre en un bolsillo. Y quizá sin él saberlo y por encima de las demás causas, sobrevolándolas a todas de manera imperceptible, hubo algo más. Algo impalpable, intangible. Algo que había percibido desde el momento en que atravesó la puerta de la vivienda y se enfrentó al tapete de ganchillo y al retrato añoso de una boda de pueblo en el que ya faltaba la mitad. Al olor de comida en la lumbre, a la estampa enmarcada del Sagrado Corazón, al almanaque de mujeres morenas, con sombreros cordobeses y ojos tristes, y a la radio permanentemente encendida, inaudible casi a veces, jaranera a ratos con concursos, seriales y coplas. La calidez. La ternura. El verse de pronto arropado”.
Maria Dueñas juguetea con el tiempo, que da vueltas, en verbena de tío-vivo permanente. Nos encantó cuando el tiempo era entre costuras, y ahora, lo columpia entre países, gentes, culturas. Así como los zahorís encuentran agua, hay quien tiene el mismo don con el tiempo. Por ejemplo, Ettore Scola, el director de cine italiano; el tiempo es ingrediente de todas sus películas. Misión Olvido, juega con el nombre de la misión y con el verbo que es la distracción disuelta en el tiempo. Un tiempo que cuando pasa revela las circunstancias con realismo, en verdadera perspectiva, “sin dramatismos y, a la vez, sin exceso de frivolidad, con el desapego justo que el tiempo transcurrido proporciona a nuestra manera de rememorar las realidades que la vida nos ha forzado a dejar atrás”.
Tiempo y mujeres, o mejor, las mujeres en el tiempo. Esa es la temática de Maria Dueñas. Un zambullirse en “los instintos primarios que desde que el mundo es mundo habían movido a las mujeres de la humanidad”. Y una mirada cálida, comprensiva, al desgaste que el tiempo produce en el alma femenina, y que solo otro tiempo hará cicatrizar. “Las tres, sin embargo, habíamos resbalado y caído en el barro en algún momento inesperado. A las tres un mal día nos dejaron de querer. Ante el abandono y la incertidumbre, frente al desamor y la crudeza irreversible de la realidad, cada una se defendió como pudo y batalló con las armas que tuvo a su alcance. Con buenas o malas artes, con lo que el intelecto, las vísceras o el puro instinto de supervivencia nos pusieron a mano a cada cual. El reparto de talentos siempre fue arbitrario, a nadie le dieron a elegir”.
Releo lo que acabo de escribir y me parece que más de uno dirá: “Oye, pero esto no es una crítica, ni siquiera un comentario. Esto es un tráiler del libro”. Ya lo sé. Pero como dicen que mis comentarios cuentan el argumento –cosa que no es tan verdad como que si lo hacen, cada vez con mayor frecuencia, las orejas de las tapas de los libros- lo dejamos así. Un tráiler; no los mejores momentos, porque esos se disfrutan, cada uno por su cuenta, con la lectura siempre cautivante de la prosa de Maria Dueñas.
Lorenzo Silva: «La Marca del Meridiano». Planeta. Barcelona. 2012. 399pgs.
Después de un correo electrónico que me llegó hace un par de meses, venía siguiéndole la pista al último libro de Lorenzo Silva. Otra aventura de Vila y Chamorro. Me lo apunté para comprármelo en la primera oportunidad. Y mira por donde, cuando llego a Madrid, me entero de que acaba de ganar el Premio Planeta.
Le pregunto al dependiente de la «Casa del Libro» en Gran Vía, mientras hojeo un ejemplar: «¿Y esto del Planeta?» Sonríe como diciéndome que él tampoco lo entiende. «¿No hay edición de bolso?» –pregunto. «Es muy reciente, tendría que esperar. O comprarlo en edición digital». «No, a mí me gusta tener el libro en las manos, como decía Borges, rodearme de ellos….». «!Y olerlos!» completa el joven; y entiendo que ha leído al argentino.
La sorpresa del Planeta 2012, por tratarse de otro capítulo de una serie conocida no le quita mérito al libro. Ni gusto por leerlo. Yo que lo diga, que me he leído todos los episodios de los beneméritos Vila y Chamorro. La Marca del Meridiano, tiene todos los predicados de los anteriores –suspense, acción, ingenio, sorpresas- pero se nota que los personajes van, cada vez más, cuajando en sus modos de ser. Sobre todo Vila que asume un protagonismo también psicológico y afectivo; más no se puede decir, hay que leer el libro.