Luis Suárez Fernández : « Isabel I, Reina”.Ed. Ariel. Barcelona, 2000, 660 págs.
La lectura de este libro tiene también su historia. Se me ocurrió preguntarle a un viejo amigo, historiador, humanista y escritor, si había visto la serie de TV sobre Isabel de Castilla. No la había visto, se lo apuntó y me mandó este libro que yo no había leído. Total, que salimos ganando los dos. No digo que fue casi como el lema de los Reyes Católicos -tanto monta, monta tanto- pero la serie y el libro, magnífico estudio, serio y profundo, se complementan a la perfección. O por lo menos, eso me pareció, aun no siendo un experto en la materia. Cuando vi los casi 40 episodios, me atreví a pensar que estaban rizando el rizo, dada la multitud de detalles enmarañados. Me equivoqué: el libro deja claro que se quedaron cortos en la producción televisiva, porque las variantes fueron tantas y tan numerosas, que no hacen sino engrandecer la vida de esta mujer y reina, que vivió 53 años, reinó 30, y dejó un ejemplo singular. De hecho, la Reina de España, como otros historiadores la han denominado. Comentar la serie queda fuera de propósito. Me limito a anotar algunas de las muchas lecciones que me han quedado con la lectura, inolvidable, de este libro necesario.
Los prolegómenos como Infanta de Castilla, nos sitúan en el complejo escenario de los Trastámara y de los innumerables tejemanejes de la nobleza y del clero. El Marqués de Villena “que utilizó las circunstancias de intranquilidad derivadas de la ejecución de don Álvaro de Luna para precipitar y confundir las cosas; no debe extrañarnos, pues en todos los asuntos procedía de la misma manera, dejando puertas abiertas para anular aquello mismo que había hecho. Sutil y complejo plan, propio de la mentalidad embrollona de don Juan Pacheco. Probablemente nunca tuvo intención de cumplir los acuerdos; de hecho nunca lo hacía y así sucedió también ahora. Quintaesencia de lo que llamamos política, su meta estaba en la conquista y retención del poder”.
De otro lado aparece Gonzalo Chacón, “que le profesaría fidelidad a lo largo de una dilatada existencia. Las relaciones con ambos y con sus esposas desbordan los límites de lo que es oficioso. Chacón podía contarle experiencias de tiempos muy cercanos, los de don Álvaro de Luna, cuya viuda, Juana Pimentel vivía ahora en el palacio de los Mendoza, en Guadalajara. No cabe duda de que Isabel continuó muchas de las acciones que se incluyeran en el programa político de refuerzo del poderío real del famoso valido. Refuerzo de la Monarquía compatible con la consolidación de la nobleza”.
En uno de nuestros encuentros mensuales -tertulias literarias- estaba previsto una obra de la escritora húngara. Como tenía tiempo por delante, y este otro libro de la misma autora a mano, decidí “calentar motores” con La Balada de Iza que leí en castellano, porque no lo había disponible en portugués, idioma donde me muevo habitualmente.
De nuevo, los húngaros y su prosa que diseca el alma, me golpearon a fondo. Lo mismo que me pasó con Sandor Márai, con quien también pretendí hacer un calentamiento con El legado de Ester, antes de Las Brasas….y llegué afectivamente agotado. Eso sí, en sintonía y con admiración profunda: por la narrativa existencial y vitalista, por la riqueza literaria, y por la figura de la empleada doméstica que, conforme aprendí de una señora húngara, es casi una tradición del imperio austrohúngaro. Se me ocurrió comentarlo con un amigo -erudito, graduado en Coímbra- y me dijo que en Portugal, se las denomina criadas, porque fueron criadas en la familia. Es decir, nada despectivo, sino todo lo contrario, muy familiar. Volveremos sobre las criadas en la siguiente obra de Magda Szabó.
Ahora la protagonista no es una criada, sino una médico, Iza, que da nombre al título. Es la que pivota este teatro familiar -profundo, desgarrador y también entrañable, porque llega hasta las vísceras- con cuatro personajes: Iza, la médica independiente; su madre, el padre que acaba de morir, y Antal, el marido que la médico abandona, pero que sintiéndose de la familia, cuida de los suegros.
Maria Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra:Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio EspañolEd. Siruela, Madrid, 2016. 671 págs.
Me lo he pensado varias veces sin llegar a una conclusión clara. Intentar resumir en estas líneas la obra que nos ocupa es una pretensión inútil, quizá vecina a la arrogancia. Pero dejar de anotar algunas ideas que me impactaron -pocas, porque son muchísimas- tampoco me parece justo. Y es de justicia de lo que estamos hablando con Roca Barea. Porque lo que tenemos delante no es un tratado o una opinión, sino un estudio histórico de extraordinaria seriedad, como se puede comprobar por la bibliografía enorme donde se apoya. Basta consultar las referencias, lo que te lleva a avergonzarte por tu poca cultura. Esa es la primera advertencia que se impone.
La segunda es que no es una obra confesional, que viene a defender nada. La autora lo deja claro. “No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal. Siempre he tenido dificultades para decidir si soy de izquierdas o de derechas”. Y al final del libro, para que nadie tenga duda, ni se le olvide lo que ya advirtió, añade: “Es una cosa muy rara, pero los católicos no se defienden. Como no soy católica más que de refilón, esto no lo comprendo. Las causas deben estar en el subsuelo de la mentalidad católica y no llego a ellas (…) El mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo”.
Y la tercera es que escribo este comentario en español, aunque la mayoría de mis lectores son de lengua portuguesa. Porque es un libro para españoles, ya que al final, como se deduce, el complejo lo hemos inventado nosotros. Por eso, el prólogo de Arcadi Espada advierte: “Nuestra ensayista ha conseguido con este libro algo de extremada dificultad en esta época. Ha hecho de España un país simpático”.
Penguin Clásicos. Epublibre. 900 pgs. (Edición de Gregorio Torres Nebrera).
El viaje a Galicia que en su día comenté, y que me llevó hasta Pardo Bazán, no acabó en Galicia, sino que se prolongó por Asturias. Y, como estaba ya en sintonía con la prosa decimonónica española -más de medio siglo archivada en la memoria, – de Los Pazos de Ulloa, llegué hasta La Regenta, con cuya estatua me tropecé en frente de la Catedral de Oviedo.
Algo había leído ya de la que algunos afirman ser la mejor novela española del siglo XIX, opinión de lo más discutible. Y sobre otros calificativos que se van agregando: realismo naturalista, estudio psicológico, almas atormentadas, un pueblo como protagonista, personajes sin trascendencia, irreflexivos. Lo que me pareció es que la pluma de Clarín penetra como un bisturí, disecando los meandros del alma humana. Una crítica mordaz, de la sociedad decadente, del clero desmadrado, de la miseria humana, sí. Pero no todos son así, menos de los que pensamos (¡un pueblo entero!), aunque se destaca acertadamente lo que pasa cuando el hombre abdica de su individualidad para delegar en ser sencillamente pueblo.
Descripciones minuciosas, agudas, escalofriantes, alternándose al picaresco modo, como escribía Galdós, en el Prólogo de la edición de 1900: “Picaresca es en cierto modo La Regenta, lo que no excluye de ella la seriedad, en el fondo y en la forma, ni la descripción acertada de los más graves estados del alma humana. Y al propio tiempo, ¡qué feliz aleación de las bromas y las veras, fundidas juntas en el crisol de una lengua que no tiene semejante en la expresión equívoca ni en la gravedad socarrona!”.
Más que el argumento -que en sí, es reducido, simple, multitud de páginas donde se cuecen infidelidades a la Bovary– lo que te golpea es la narrativa impiadosa de Clarín, describiendo los personajes. Eso es lo mejor, con mucho, de la lectura. Anotamos algunos ejemplos, de los muchos que salpican las casi mil páginas de la novela, empezando por los hombres:
“Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba”
“Era don Cayetano un viejecillo de setenta y seis años, vivaracho, alegre, flaco, seco, de color de cuero viejo, arrugado como un pergamino al fuego, y el conjunto de su personilla recordaba, sin que se supiera a punto fijo por qué, la silueta de un buitre de tamaño natural; aunque, según otros, más se parecía a una urraca, o a un tordo encogido y despeluznado (…) El desgraciado ya confundía a los califas de Córdoba con las columnas de la mezquita, y ya no sabía cuáles eran más de ochocientos, si las columnas o los califas; el orden dórico, el jónico y el corintio los mezclaba con los Alfonsos de Castilla, y ya dudaba si la fundación de Vetusta se debía a un fraile descalzo o al arco de medio punto (…) Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Por supuesto, no entraba en sus planes matar a nadie; era un espadachín lírico”.
Las mujeres son todo un mundo que se ofrece generoso a las descripciones de Clarín. “Tomó un aya, una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía, hacía mal uso (…) Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que no era devoción (…)Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres (…) Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color de azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar deseos, pero difícilmente producir simpatías. Procuraba disimular el acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación insoportable. Había servido en muchas casas principales. Era buena para todo, y se aburría en casa de Quintanar, donde no había aventuras ni propias ni ajenas. Amos y criados parecían de estuco (..) Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no haya nada”.
Y comentarios generales sobre el mundo femenino que son escalofriantes: no porque sean inverosímiles, sino por el realismo descarnado: “La virtud y el vicio se codeaban sin escrúpulo, iguales por el traje que era bastante descuidado. Aunque había algunas jóvenes limpias, de aquel montón de hijas del trabajo que hace sudar; salía un olor picante, que los habituales transeúntes ni siquiera notaban, pero que era molesto, triste; un olor de miseria perezosa, abandonada. Aquel perfume de harapo lo respiraban muchas mujeres hermosas, unas fuertes, esbeltas, otras delicadas, dulces, pero todas mal vestidas, mal lavadas las más, mal peinadas algunas. El estrépito era infernal; todos hablaban a gritos, todos reían, unos silbaban, otros cantaban. Niñas de catorce años, con rostro de ángel, oían sin turbarse blasfemias y obscenidades que a veces las hacían reír como locas. Todos eran jóvenes. El trabajador viejo no tiene esa alegría. Entre los hombres acaso ninguno había de treinta años. El obrero pronto se hace taciturno, pronto pierde la alegría expansiva, sin causa. Hay pocos viejos verdes entre los proletarios (…) El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la mujer en general”.
Hombres, mujeres, la aristocracia decadente y frívola, el clero que no predica con el ejemplo. Ese es el triste escenario de Vetusta (nombre imaginario de la ciudad de Oviedo, donde Clarín vivió) donde las prima donas -por no llamar protagonistas de este cuadro de malas costumbres- se destacan por sus vicios: Alvaro Mesía, el clérigo Magistral Fermín de Pas y, naturalmente, Ana Ozores, la Regenta. Para botón -el botón de la habilidad descriptiva del escritor- basta una muestra; o mejor, tres.
Mesía, el bon vivant, mujeriego, que de vez en cuando se ausenta, “se va a Madrid, a cepillar un poco el provincianismo”, es un verdadero calavera. Un don Juan sin clase. “Cuando la mujer se convencía de que no había metafísica, le iba mucho mejor a don Álvaro…Mas renunciar a la tentación misma! Esto era demasiado. La tentación era suya, su único placer. ¡Bastante hacía con no dejarse vencer, pero quería dejarse tentar! (….) En general envidiaba a los curas con quienes confesaban sus queridas y los temía. Cuando él tenía mucha influencia sobre una mujer, la prohibía confesarse. Sabía muchas cosas. En los momentos de pasión desenfrenada a que él arrastraba a la hembra siempre que podía, para hacerla degradarse y gozar él de veras con algo nuevo, obligaba a su víctima a desnudar el alma en su presencia, y las aberraciones de los sentidos se transmitían a la lengua, y brotaban entre caricias absurdas y besos disparatados confesiones vergonzosas, secretos de mujer que Mesía saboreaba y apuntaba en la memoria. Como un mal clérigo, que abusa del confesonario, sabía don Álvaro flaquezas cómicas o asquerosas de muchos maridos, de muchos amantes, sus antecesores, y en el número de aquellas crónicas escandalosas entraban, como parte muy importante del caudal de obscenidades, las pretensiones lúbricas de los solicitantes, sus extravíos, dignos de lástima unas veces, repugnantes, odiosos las más.”
El Magistral, Don Fermín de Pas, hombre culto, exigente, y atormentado, que padece la educación materna inflexible de quien “nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús procuró explicársela con un beso de madre” (…) El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Era aquello un montón de basura. Pero muy buen abono, por lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le daba hermosos y abundantes frutos”. El desgaste que él mismo se busca le conduce a un infierno en vida: “De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. Él era la cascara de un sacerdote”.
Ana Ozores, la mujer de Victor Quintanar que fue Regente en su día, y ella incorpora el apodo de Regenta de por vida. “Salvarme o perderme! Pero no aniquilarme en esta vida de idiota… ¡Cualquier cosa… menos ser como todas esas! (…) Oh, no, no!, ¡yo no puedo ser buena!, yo no sé ser buena; no puedo perdonar las flaquezas del prójimo, o si las perdono, no puedo tolerarlas. Ese hombre y este pueblo me llenan la vida de prosa miserable; diga lo que quiera don Fermín, para volar hacen falta alas, aire”.
Los tormentos de conciencia de la Regenta, y sus funestas consecuencias, alcanzan al marido afrentado y confuso. “Matarla!, eso se decía pronto, ¡pero matarla!… Bah, bah… los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras… pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre (…) Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. Vegetar era mucho mejor que vivir (…) No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció la Traviata en la escena en que muere cantando”.
Mucho se podría comentar de otros personajes, magníficamente descritos, calcados en el cuerpo y en el alma, aunque nada suple la lectura directa de la prosa. Eso sí, preparándose para los sinsabores, que los hay, aunque no falte la ironía fina y jocosa. Por ejemplo, esta descripción de la servidumbre da una casa aristocrática: “Los dependientes de la casa vestían un uniforme parecido al de la policía urbana. El forastero que llamaba a un mozo de servicio podía creer, por la falta de costumbre, que venían a prenderle. Solían tener los camareros muy mala educación, también heredada. El uniforme se les había puesto para que se conociese en algo que eran ellos los criados”. O del ateo militante, genio y figura: “Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!», decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía”.
La novela, larga y densa, saturada de descripciones es imposible de resumir. E, insisto, no porque contar el argumento sea complicado, sino por que la riqueza no está en la trama, sino en las pinturas naturalistas de los personajes. Después de revisar las muchas notas que tomé, dejo de lado la mayoría y me quedo con un par de ellas, para ajustar el pespunte -que no el comentario- de este libro tremendo. “Es de notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero defiende el carácter del pueblo en masa, y si le sacan de allí suspira por volver (…) Sport y catolicismo, esta era la moda que continuaba imperando. Pero es claro que lo de creer era decir que se creía (..) Ello era que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas (…) En Vetusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, mucho de politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; y nada de filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones de lo ideal. Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cual jurisconsulto, pero pensador ninguno”.
El comentario que se incluye en una nota -de las muchas que aparecen en la edición que leí- pone un punto final a este cuadro de costumbres, de malas costumbres, envuelto en una prosa magnífica: “a lo largo de toda La Regenta se despliega un subterráneo combate de sensaciones, de objetos, de ideas o de palabras cargadas de un simbolismo bien benefactor, bien maligno. Por otra parte ese hielo (frío de la muerte) contrasta con el «fuego (pasión) en el rostro» que siente Ana cuando –un momento antes– le coge una mano don Fermín. Dos sensaciones táctiles seguidas y tan contrastadas, que incurren en la sistematizada oposición binaria entre el bien y el mal que organiza la novela y la disección moral de la sociedad vetustense”. Quien se atreva, y tenga ánimo, ahí tiene una experiencia fenomenológica de prosa realista hispánica.
Dos circunstancias simultaneas, me hicieron volver sobre la obra magna de la Condesa Pardo Bazán, a quien tenía archivada desde mis tiempos de bachillerato, hace más de medio siglo. Por un lado, un viaje a Galicia, por motivos académicos; por el otro -sin duda mucho más provocador- el trabajo de un querido compañero de colegio, de los tiempos pasados que evoco, que se atrevió a transformar en teatro Los Pazos de Ulloa, con un éxito notable, por lo que pude acompañar en el grupo de compañeros del colegio. Es decir, no había como evitarlo, la ocasión la pintaban calva, y me hice con el e-pub completo. Los viajes de avión, donde cada vez se puede llevar menos peso, te convidan al formato digital. Y resulta que, con los Pazos, viene junto La Madre Naturaleza, en forma de segunda parte. Es decir, una zambullida enorme en el mundo gallego de Emilia Pardo Bazán.
He disfrutado con la lectura y, especialmente, con la pluma descriptiva de la escritora, riquísima, algo que en la adolescencia difícilmente conseguíamos apreciar. Y no sólo los adolescentes, sino la sociedad literaria española, que tardó tiempo en reconocer el talento inmenso de Emilia, celebrado recientemente en las jornadas de la Real Academia Española, con motivo del centenario de su muerte.
No hay como resumir ni describir la experiencia de la lectura, como no se puede describir una sinfonía. Y lo que se me presentó desde el primer momento fue un magnífico concierto literario, con variantes y solos, con arpegios de dolor y gozo, donde las descripciones magníficas del paisaje -de la atmósfera gallega- se mezclan con la de los personajes sin solución de continuidad.
Lorenzo Silva: El Mal de Corcira. Ed. Destino, Planeta. Barcelona. 2020. 460 págs.
Enfrento otra entrega de Lorenzo Silva, y sus guardias civiles, pero ya sé lo que me espera por la trayectoria de sus últimos libros. Una reflexión cada vez más personal, donde más importa el fondo que la forma, y mucho más que el nudo del argumento que, confieso, casi me deja indiferente. Surge con el tiempo el filósofo-psicólogo, y desaparece el guardia civil. El protagonista se las ve con el mundo y el ser humano, y no sólo con la investigación de crímenes. La serie es cada vez menos policiaca y más antropológica. Por eso, lo que vale es la lectura, paladeándola, degustando los decires que, eso sí, no tienen desperdicio.
El subteniente Bevilacqua – Vila para los amigos y lectores-, a propósito de un crimen en las Baleares (Formentera) se transporta, en flash back, a sus primordios como guardia civil, y la lucha encarnizada contra ETA. “Sentí la necesidad de hacer algo más: intentar conocer y comprender mejor a qué me enfrentaba, tratar de aportar a la empresa algo más que mi cuerpo ofreciendo blanco en los cruces en los que a mis superiores se les ocurriera apostarme”.
En aquellos inicios, los superiores visualizan de inmediato que, por detrás del guardia novato, hay un pensador, que es el que va emergiendo a lo largo de los libros de esta serie. “He estado mirando su expediente. Se licenció en Psicología. —Todos cometemos errores. —¿Por qué lo dice? —Escogí esa carrera porque no tenía muy claro qué hacer. Creí que era una forma de profundizar en los misterios del alma humana y que de paso podía servirme para ganarme decentemente la vida. —¿Y? —Ni lo uno ni lo otro. Sobre los misterios del alma humana sigo más o menos como estaba y me tiré un buen tiempo en el paro (…) Hay en ti algo que me gusta, y me gusta bastante. Eres un tío raro, como no hay muchos por aquí. Basta con verte y escucharte, con fijarse en lo que dices y cómo lo dices. Tienes ideas propias, no te las callas y eres un observador agudo. A ratos hasta me parece que no deberías estar aquí, pero eso, lejos de disuadirme, me predispone a tu favor”.
Círculo de Tiza. Madrid. 2020. 240 págs.. Edição do Kindle.
Saltó en mi correo electrónico un email del que se podía leer el título: “Apostar por lo nuevo, solo por ser nuevo, está siendo catastrófico”. Pinché y me tropecé con la entrevista de la autora que nos ocupa. Desparpajo, modernísima, 29 años. ¿Y esta quién es? Porque si no ponen la foto en la capa igual piensas que podría ser una socióloga, una intelectual…alguien como Dorothy Parker, Janet Malcolm, Hannah Arendt…. qué se yo. Vi la foto, y no resistí : pinché de nuevo y me compré la versión Kindle. Y empecé a leer.
Se ve que a quien escribe el prefacio le pasó algo semejante. Anoto: “Conocí a Ana Iris gracias al Wifi Divino, aka Divina Providencia, que a su vez me puso en contacto con varios de sus amigos y con su vida, obra y milagros. El Wifi Divino (en adelante WD) suele llevarte a descampados, a cuartas plantas de hospitales, a la antigua casa de tus abuelos, a tu novia, a tu niñez. Ana Iris nos pone delante de nuestras narices a los padres, las madres , las muertes y los nacimientos , grandezas de la existencia que muchas veces perdemos de vista, seducidos por la brujería de turno, un lamparón en nuestra camisa o por la interesantísima programación de internet. Ana Iris nos muestra cuáles son las cosas importantes, y cómo por medio de su contemplación uno puede aprender latín , química inorgánica , religiones del mundo y admitir que los hijos de los ateos quieren hacer la comunión y los nietos de los rojos duermen abajo y arriba España”. Suculenta introducción que te mete más ganas de leer.
Torcuato Luca de Tena: “Los renglones torcidos de Dios”.Editorial Diana, S. A. – México 1981. 400 págs.
Las referencias de esta obra me llegaron por partida doble. Un amigo de hace muchos años -estudiamos juntos en el colegio- , anda metido en asuntos de cine, y me escribe comentando que estaba pensando en un posible guion sobre estos renglones torcidos….Que si tenía yo alguna idea, que lo del cine se me da bien (a lo que siempre contesto que sólo como recurso pedagógico para formar médicos, yo no trabajo en Hollywood, veo enfermos todos los días)….
Días después, y por causa de uno de esos pacientes que veo, sentí el impulso de releer un libro inspirador que recuerdo haber devorado hace más de dos décadas. Y, mira por donde, en medio de los instrumentos desafinados, tropiezo con una cita sobre los renglones torcidos. ¡Ahora no hay como escapar: voy a tener que leerlo! Y aquí estamos.
Lorenzo Silva: “Recordarán tu nombre”. Ed. Planeta (Destino). Barcelona. 2017. 495 págs.
El nombre que Lorenzo Silva se propone recodar para la posteridad es el del General Aranguren, de la Guardia Civil, que plantó cara al alzamiento militar en Barcelona, comandado por el General Goded. Este último fue fusilado tres semanas después que el golpe militar fracasó en la ciudad condal, y Aranguren tuvo el mismo destino, cuando acabó la guerra. Tanto uno como otro -que habían estado juntos en la guerra africana de Marruecos- guardan relación con los abuelos de Silva. Y lo que en el fondo le duele al escritor es el olvido en que cayeron esos dos personajes retratados en el libro: “Todo esto se decide entre dos hombres de los que, para rematar la paradoja histórica, la inmensa mayoría de los catalanes y españoles de hoy no guardan ni el más mínimo recuerdo. Dos actores secundarios de la Historia, llamados, por eso mismo, a convertirse en literatura”.
Por eso Silva se anima a escribir. “El tipo que ochenta años después escribe estas líneas no tenía otro remedio que acabar contando su historia, por múltiples y poderosas razones, que esta vez, a diferencia de otras, me disuaden además de interponer otro narrador que encarne la voz del cuento. Para rematar este prólogo, me limitaré a consignar dos de esas razones, ambas vinculadas a la sangre que circula por mis venas. La sangre no nos condena a ser ni creer nada, pero impone que ciertos asuntos no puedan dejar de concernirnos (…) Tras medio siglo de indagaciones y lecturas, prestando oídos a unos y a otros, y tratando de hacer juicio crítico del relato y la propaganda perpetrados desde ambos lados de la trinchera ideológica, esta memoria de los míos mantiene para mí su valor de soporte primordial, porque nada de lo que he averiguado y conocido me ha llevado a renegar de ellos, y menos aún a creer que fuera justo lo que para ellos no lo fue”.
Juan Antonio Vallejo- Nágera. “Concierto para Instrumentos desafinados”. Planeta. 1997. Barcelona. 184 págs.
Hace más de 20 años que leí, disfruté, y me emocioné con este libro. Una época donde iniciaba mi trayectoria como profesor de medicina. Recuerdo haber comentado algunos trechos con mis alumnos, para introducirles al humanismo médico, es decir, a la postura que todo médico tendría que adoptar. Nada nuevo; como dice mi hermana que es profesora de filosofía, “eso del humanismo médico que tú enseñas es lo que los médicos hacían naturalmente hace 60 años…..y se les ha olvidado”.
Ahora vuelvo a releer las páginas de Vallejo-Nágera, que me parecen todavía más luminosas. Debe ser el efecto de saborear situaciones que, en cierto modo, los médicos veteranos hemos tenido el privilegio de vivir también. El gatillo para sacar el libro del estante fue una charla con un amigo, que me contó sobre una enferma -la madre de otro amigo, ya fallecida.
Parece que la señora en cuestión padecía de una psicosis muy grave, y estaba ingresada con frecuencia. Los hijos no entendían como su padre -el marido de la enferma- conseguía aguantar la situación, y no la abandonaba (cosa que ellos habrían hecho, según mi amigo). Cierto día, llamaron del hospital psiquiátrico pues la paciente había engordado, y no conseguían sacarle la alianza que estaba comprimiendo el dedo anular, corriendo riesgo de perderlo. El marido y uno de los hijos fueron al hospital, y cuando se dispusieron a cortar la alianza, la enferma -que no los reconoció- gritó: ¡No! Eso no puede salir del dedo. ¡Nunca!. Fue un golpe que emocionó al marido, hizo entender al hijo, y me provocó un deseo enorme de volver a la lectura de los instrumentos desafinados.
Este Concierto que Vallejo- Nágera plasma en su libro, no se puede describir. Hay que escucharlo. Con calma, degustándolo, apreciando las variaciones de esta música que suena en registros donde nuestro oído -tan prosaico- no siempre está preparado para captar. Más que contar, o comentar, vale destacar los efectos que la música provoca, y ver si sirve para que otros puedan también afinar el oído.
Higinio, un hombre de pueblo, sin cultura pero con una finura de alma envidiable. Escribe a su médico después de recibir el alta: “No fui por la recogida de la aceituna, que aquí en el pueblo es ahora la furia de ella (…) En llegando al pueblo hube mucha soledad (…) Cuando la vi, me dije: poco he de poder o me he de casar con esa”. El psiquiatra escribe sus reflexiones: “Tiene el ritmo melódico de una sonata barroca. Milagro verbal. Proeza literaria de alguien que nunca fue a la escuela. Sin saber por qué me puse triste y te juro que jamás, Higinio, jamás he vuelto a sentirme superior ante alguien a quien el destino ha dado menos oportunidades. Ahora podías decirlo porque las habías superado gracias al encuentro con una mujer como tú. Ya lo dije, has influido mucho en mi vida”.
Los diversos relatos tienen el encanto de quien sabe ver y escuchar este concierto singular. “Creí volver a los primeros cursos de la carrera. Las reformas hospitalarias llegan siempre con retraso a los centros psiquiátricos, y aquél tenía una dotación de cinco pesetas diarias por enfermo, para alojamiento, comida, asistencia médica, fármacos, vestido y tabaco. Puede imaginarse la calidad de todo ello (…) El entierro en la fosa común tiene en esos años un costo de 17 pesetas. Si nadie lo paga, el cadáver pasa a la sala de disección. No hay que hacer un esfuerzo de imaginación para comprender el dolor de quienes no podían aportar las monedas imprescindibles para liberar los restos de un ser querido de esta tétrica desmembración final”
“En los manicomios, como en todas partes, se encuentran ángeles y demonios. Hay que saber identificarlos. A los demonios es fácil porque atormentan. Los ángeles, por ser silenciosos, con frecuencia pasan inadvertidos. Como aquel enfermo que no conseguía moverse pero tenía íntegro el intelecto: “Por favor, no se moleste, no hace falta. Dios es tan bueno que hace que de vez en cuando vea pasar un pájaro”. Ojos penetrantes, con una mirada que no he podido olvidar: (Leí unos versos, no me acuerdo del autor. Explican muy bien lo que hay que hacer): Baja, y subirás volando al cielo de tu consuelo, porque para subir al Cielo, se sube siempre bajando.”
“Las enfermedades psíquicas pueden deteriorar la mente dejando intacto el corazón. Hay locos generosos y otros mezquinos, abnegados, vengativos, sensibles, violentos, sufridos, despiadados. Todas las variantes de la bondad y malicia humanas, vestidas con el multicolor ropaje de la locura (…) Los achaques de la mente convierten a la persona en una caricatura de sí misma, con la exageración de todos los defectos del carácter. El enérgico se convierte en violento, en avaro el ahorrador, el desenfadado en grosero, y el presumido en portador de una vanidad pueril, ostentosa y ridícula (..) El paciente siempre viene buscando algo a la consulta. ¿Qué quería éste? La respuesta me tiene aún perplejo: Quería seguir amando”.
“Habían enviado del hospital dos enfermos como de costumbre, y mi improvisado sustituto decidió aprovechar aquel material docente. Parecía muy interesante la historia clínica de uno de los enfermos. El médico los desconocía ya que trabaja sólo en la cátedra y no en el hospital. Necesitando los alumnos ver enfermos para aprender, a cada clase solían acompañarme dos o tres del hospital. El viaje en la furgoneta a Madrid, la paradita en un café, la conversación con los alumnos… suponían una ruptura de la monotonía hospitalaria, que muchos pacientes codiciaban: ¿Doctor, cuándo me lleva usted a clase?
“Muchos médicos se niegan a dar al paciente los títulos que pretende poseer, con el argumento de que se le refuerza el delirio. Es una precaución innecesaria. O el enfermo sana, o no se cura. En este último caso da igual, y en el primero él mismo corrige el error. Bastantes sufrimientos aporta la enfermedad, para que los médicos nos permitamos aumentarlos (…) Con los médicos y estudiantes de prácticas en el hospital se tomaban precauciones, dando al encuentro una versión satisfactoria para el delirio del ‘Príncipe’. ‘Hay una comisión que desea visitarle, ¿acepta recibirles?’. Eran los ‘súbditos leales’ que mencionaba a su prima. Por fortuna mi maestro nos había inculcado a todos sus discípulos que un psiquiatra jamás puede juzgar a sus enfermos. Tenemos que aceptarles como son. Ayudar, sin ningún tipo de rechazo; sin tolerar que brote en nuestro ánimo el menor atisbo de repugnancia, hostilidad o desprecio. Sólo así se puede comprender”
El autor no ahorra críticas a los médicos que no asumen la postura que se tendría que esperar. “Un mal día llegó enviado por Sanidad y sin ningún derecho, una cataplasma humana con título de médico que proporcionó más quebraderos de cabeza que todos los enfermos juntos. Ignorante, rígido, suspicaz, pleitista, ineducado; desde el primer día se dedicó a plantear conflictos y a no resolver ninguno. El sentido común está muy poco difundo. Todos somos un poco lo que nos creemos, y en cierta medida logramos convencer a los demás”. Y tampoco ahorra el buen humor: “Dos psiquiatras seguidos acaban con la paciencia de cualquier alto funcionario (…) Puedo prometer, y prometo, que a los psiquiatras lo único que nos interesa es curar a nuestros enfermos y hablar mal de los colegas. Como todos los médicos”.
Ironía fina que se extiende a la educación injustamente condenada por los políticamente correctos: “Ahora se dice que estos jesuitas eran unos monstruos traumatizantes para sus alumnos-víctimas. Lo cierto es que la mayoría de sus antiguos discípulos no nos enteramos de que nos torturaban, ni ahora nos embarga el justificado rencor que se nos dice debemos sentir. Posiblemente es falta de sensibilidad o de memoria, pero… ¿de tantos a la vez?”. Y a su tierra natal, Asturias: “En sucesivas estancias en el Principado se contagió de la diabólica habilidad que los habitantes de mi patria chica tienen para motejar (…) Doña Brígida era todo un ‘quiero y no puedo’ de la apariencia y el atractivo, que dio lugar al remoquete de La glamorosa sexapilera (..) Los asturianos la emplean con crueldad despiadada. Insultan mejor que nadie. Es un deporte local”
Y naturalmente a las posturas equivocadas de quien quiere ayudar y no tiene idea del terreno que pisa. Algo que el autor comenta, largo y tendido, en su obra famosa Ante la Depresión. “Tanto los parientes como los amigos y el mismo médico acaban diciendo: ‘Lo que tienes que hacer es distraerte, salir, caminar, ir a los sitios, ver gente, viajar y olvidar esas tonterías…’. La gota de agua que hace rebosar el vaso de amarguras del enfermo de melancolía suele ser este tipo de consejos, porque con ellos se encuentra víctima de la incomprensión y de la mayor de las injusticias. Su enfermedad consiste en la imposibilidad de ‘distraerse, salir, etc.’. Un filtro maligno se ha instalado en el cerebro cerrando el camino a todo lo grato o consolador y en cambio actúa amplificando todo lo desagradable o doloroso. Por lo tanto tampoco puede ‘olvidar esas tonterías’.
Vallejo-Nágera deja claro lo que pretende con este concierto de instrumentos desafinados: “Este libro es en esencia, una muestra de lo que los médicos sólo podemos ver si nos quitamos durante unos minutos las gafas de los conocimientos técnicos, y miramos al hombre con los ojos humildes y afectuosos de un ser humano como otro cualquiera”. Magnífico gran finale para esta partitura encantadora y pedagógica del psiquiatra español, que sabe dirigir una orquesta desafiadora y entrañable.