Maria Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra:Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio EspañolEd. Siruela, Madrid, 2016. 671 págs.
Me lo he pensado varias veces sin llegar a una conclusión clara. Intentar resumir en estas líneas la obra que nos ocupa es una pretensión inútil, quizá vecina a la arrogancia. Pero dejar de anotar algunas ideas que me impactaron -pocas, porque son muchísimas- tampoco me parece justo. Y es de justicia de lo que estamos hablando con Roca Barea. Porque lo que tenemos delante no es un tratado o una opinión, sino un estudio histórico de extraordinaria seriedad, como se puede comprobar por la bibliografía enorme donde se apoya. Basta consultar las referencias, lo que te lleva a avergonzarte por tu poca cultura. Esa es la primera advertencia que se impone.
La segunda es que no es una obra confesional, que viene a defender nada. La autora lo deja claro. “No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal. Siempre he tenido dificultades para decidir si soy de izquierdas o de derechas”. Y al final del libro, para que nadie tenga duda, ni se le olvide lo que ya advirtió, añade: “Es una cosa muy rara, pero los católicos no se defienden. Como no soy católica más que de refilón, esto no lo comprendo. Las causas deben estar en el subsuelo de la mentalidad católica y no llego a ellas (…) El mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo”.
Y la tercera es que escribo este comentario en español, aunque la mayoría de mis lectores son de lengua portuguesa. Porque es un libro para españoles, ya que al final, como se deduce, el complejo lo hemos inventado nosotros. Por eso, el prólogo de Arcadi Espada advierte: “Nuestra ensayista ha conseguido con este libro algo de extremada dificultad en esta época. Ha hecho de España un país simpático”.
Penguin Clásicos. Epublibre. 900 pgs. (Edición de Gregorio Torres Nebrera).
El viaje a Galicia que en su día comenté, y que me llevó hasta Pardo Bazán, no acabó en Galicia, sino que se prolongó por Asturias. Y, como estaba ya en sintonía con la prosa decimonónica española -más de medio siglo archivada en la memoria, – de Los Pazos de Ulloa, llegué hasta La Regenta, con cuya estatua me tropecé en frente de la Catedral de Oviedo.
Algo había leído ya de la que algunos afirman ser la mejor novela española del siglo XIX, opinión de lo más discutible. Y sobre otros calificativos que se van agregando: realismo naturalista, estudio psicológico, almas atormentadas, un pueblo como protagonista, personajes sin trascendencia, irreflexivos. Lo que me pareció es que la pluma de Clarín penetra como un bisturí, disecando los meandros del alma humana. Una crítica mordaz, de la sociedad decadente, del clero desmadrado, de la miseria humana, sí. Pero no todos son así, menos de los que pensamos (¡un pueblo entero!), aunque se destaca acertadamente lo que pasa cuando el hombre abdica de su individualidad para delegar en ser sencillamente pueblo.
Descripciones minuciosas, agudas, escalofriantes, alternándose al picaresco modo, como escribía Galdós, en el Prólogo de la edición de 1900: “Picaresca es en cierto modo La Regenta, lo que no excluye de ella la seriedad, en el fondo y en la forma, ni la descripción acertada de los más graves estados del alma humana. Y al propio tiempo, ¡qué feliz aleación de las bromas y las veras, fundidas juntas en el crisol de una lengua que no tiene semejante en la expresión equívoca ni en la gravedad socarrona!”.
Más que el argumento -que en sí, es reducido, simple, multitud de páginas donde se cuecen infidelidades a la Bovary– lo que te golpea es la narrativa impiadosa de Clarín, describiendo los personajes. Eso es lo mejor, con mucho, de la lectura. Anotamos algunos ejemplos, de los muchos que salpican las casi mil páginas de la novela, empezando por los hombres:
“Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba”
“Era don Cayetano un viejecillo de setenta y seis años, vivaracho, alegre, flaco, seco, de color de cuero viejo, arrugado como un pergamino al fuego, y el conjunto de su personilla recordaba, sin que se supiera a punto fijo por qué, la silueta de un buitre de tamaño natural; aunque, según otros, más se parecía a una urraca, o a un tordo encogido y despeluznado (…) El desgraciado ya confundía a los califas de Córdoba con las columnas de la mezquita, y ya no sabía cuáles eran más de ochocientos, si las columnas o los califas; el orden dórico, el jónico y el corintio los mezclaba con los Alfonsos de Castilla, y ya dudaba si la fundación de Vetusta se debía a un fraile descalzo o al arco de medio punto (…) Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Por supuesto, no entraba en sus planes matar a nadie; era un espadachín lírico”.
Las mujeres son todo un mundo que se ofrece generoso a las descripciones de Clarín. “Tomó un aya, una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía, hacía mal uso (…) Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que no era devoción (…)Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres (…) Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color de azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar deseos, pero difícilmente producir simpatías. Procuraba disimular el acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación insoportable. Había servido en muchas casas principales. Era buena para todo, y se aburría en casa de Quintanar, donde no había aventuras ni propias ni ajenas. Amos y criados parecían de estuco (..) Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no haya nada”.
Y comentarios generales sobre el mundo femenino que son escalofriantes: no porque sean inverosímiles, sino por el realismo descarnado: “La virtud y el vicio se codeaban sin escrúpulo, iguales por el traje que era bastante descuidado. Aunque había algunas jóvenes limpias, de aquel montón de hijas del trabajo que hace sudar; salía un olor picante, que los habituales transeúntes ni siquiera notaban, pero que era molesto, triste; un olor de miseria perezosa, abandonada. Aquel perfume de harapo lo respiraban muchas mujeres hermosas, unas fuertes, esbeltas, otras delicadas, dulces, pero todas mal vestidas, mal lavadas las más, mal peinadas algunas. El estrépito era infernal; todos hablaban a gritos, todos reían, unos silbaban, otros cantaban. Niñas de catorce años, con rostro de ángel, oían sin turbarse blasfemias y obscenidades que a veces las hacían reír como locas. Todos eran jóvenes. El trabajador viejo no tiene esa alegría. Entre los hombres acaso ninguno había de treinta años. El obrero pronto se hace taciturno, pronto pierde la alegría expansiva, sin causa. Hay pocos viejos verdes entre los proletarios (…) El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la mujer en general”.
Hombres, mujeres, la aristocracia decadente y frívola, el clero que no predica con el ejemplo. Ese es el triste escenario de Vetusta (nombre imaginario de la ciudad de Oviedo, donde Clarín vivió) donde las prima donas -por no llamar protagonistas de este cuadro de malas costumbres- se destacan por sus vicios: Alvaro Mesía, el clérigo Magistral Fermín de Pas y, naturalmente, Ana Ozores, la Regenta. Para botón -el botón de la habilidad descriptiva del escritor- basta una muestra; o mejor, tres.
Mesía, el bon vivant, mujeriego, que de vez en cuando se ausenta, “se va a Madrid, a cepillar un poco el provincianismo”, es un verdadero calavera. Un don Juan sin clase. “Cuando la mujer se convencía de que no había metafísica, le iba mucho mejor a don Álvaro…Mas renunciar a la tentación misma! Esto era demasiado. La tentación era suya, su único placer. ¡Bastante hacía con no dejarse vencer, pero quería dejarse tentar! (….) En general envidiaba a los curas con quienes confesaban sus queridas y los temía. Cuando él tenía mucha influencia sobre una mujer, la prohibía confesarse. Sabía muchas cosas. En los momentos de pasión desenfrenada a que él arrastraba a la hembra siempre que podía, para hacerla degradarse y gozar él de veras con algo nuevo, obligaba a su víctima a desnudar el alma en su presencia, y las aberraciones de los sentidos se transmitían a la lengua, y brotaban entre caricias absurdas y besos disparatados confesiones vergonzosas, secretos de mujer que Mesía saboreaba y apuntaba en la memoria. Como un mal clérigo, que abusa del confesonario, sabía don Álvaro flaquezas cómicas o asquerosas de muchos maridos, de muchos amantes, sus antecesores, y en el número de aquellas crónicas escandalosas entraban, como parte muy importante del caudal de obscenidades, las pretensiones lúbricas de los solicitantes, sus extravíos, dignos de lástima unas veces, repugnantes, odiosos las más.”
El Magistral, Don Fermín de Pas, hombre culto, exigente, y atormentado, que padece la educación materna inflexible de quien “nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús procuró explicársela con un beso de madre” (…) El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Era aquello un montón de basura. Pero muy buen abono, por lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le daba hermosos y abundantes frutos”. El desgaste que él mismo se busca le conduce a un infierno en vida: “De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. Él era la cascara de un sacerdote”.
Ana Ozores, la mujer de Victor Quintanar que fue Regente en su día, y ella incorpora el apodo de Regenta de por vida. “Salvarme o perderme! Pero no aniquilarme en esta vida de idiota… ¡Cualquier cosa… menos ser como todas esas! (…) Oh, no, no!, ¡yo no puedo ser buena!, yo no sé ser buena; no puedo perdonar las flaquezas del prójimo, o si las perdono, no puedo tolerarlas. Ese hombre y este pueblo me llenan la vida de prosa miserable; diga lo que quiera don Fermín, para volar hacen falta alas, aire”.
Los tormentos de conciencia de la Regenta, y sus funestas consecuencias, alcanzan al marido afrentado y confuso. “Matarla!, eso se decía pronto, ¡pero matarla!… Bah, bah… los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras… pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre (…) Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. Vegetar era mucho mejor que vivir (…) No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció la Traviata en la escena en que muere cantando”.
Mucho se podría comentar de otros personajes, magníficamente descritos, calcados en el cuerpo y en el alma, aunque nada suple la lectura directa de la prosa. Eso sí, preparándose para los sinsabores, que los hay, aunque no falte la ironía fina y jocosa. Por ejemplo, esta descripción de la servidumbre da una casa aristocrática: “Los dependientes de la casa vestían un uniforme parecido al de la policía urbana. El forastero que llamaba a un mozo de servicio podía creer, por la falta de costumbre, que venían a prenderle. Solían tener los camareros muy mala educación, también heredada. El uniforme se les había puesto para que se conociese en algo que eran ellos los criados”. O del ateo militante, genio y figura: “Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!», decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía”.
La novela, larga y densa, saturada de descripciones es imposible de resumir. E, insisto, no porque contar el argumento sea complicado, sino por que la riqueza no está en la trama, sino en las pinturas naturalistas de los personajes. Después de revisar las muchas notas que tomé, dejo de lado la mayoría y me quedo con un par de ellas, para ajustar el pespunte -que no el comentario- de este libro tremendo. “Es de notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero defiende el carácter del pueblo en masa, y si le sacan de allí suspira por volver (…) Sport y catolicismo, esta era la moda que continuaba imperando. Pero es claro que lo de creer era decir que se creía (..) Ello era que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas (…) En Vetusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, mucho de politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; y nada de filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones de lo ideal. Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cual jurisconsulto, pero pensador ninguno”.
El comentario que se incluye en una nota -de las muchas que aparecen en la edición que leí- pone un punto final a este cuadro de costumbres, de malas costumbres, envuelto en una prosa magnífica: “a lo largo de toda La Regenta se despliega un subterráneo combate de sensaciones, de objetos, de ideas o de palabras cargadas de un simbolismo bien benefactor, bien maligno. Por otra parte ese hielo (frío de la muerte) contrasta con el «fuego (pasión) en el rostro» que siente Ana cuando –un momento antes– le coge una mano don Fermín. Dos sensaciones táctiles seguidas y tan contrastadas, que incurren en la sistematizada oposición binaria entre el bien y el mal que organiza la novela y la disección moral de la sociedad vetustense”. Quien se atreva, y tenga ánimo, ahí tiene una experiencia fenomenológica de prosa realista hispánica.
Dos circunstancias simultaneas, me hicieron volver sobre la obra magna de la Condesa Pardo Bazán, a quien tenía archivada desde mis tiempos de bachillerato, hace más de medio siglo. Por un lado, un viaje a Galicia, por motivos académicos; por el otro -sin duda mucho más provocador- el trabajo de un querido compañero de colegio, de los tiempos pasados que evoco, que se atrevió a transformar en teatro Los Pazos de Ulloa, con un éxito notable, por lo que pude acompañar en el grupo de compañeros del colegio. Es decir, no había como evitarlo, la ocasión la pintaban calva, y me hice con el e-pub completo. Los viajes de avión, donde cada vez se puede llevar menos peso, te convidan al formato digital. Y resulta que, con los Pazos, viene junto La Madre Naturaleza, en forma de segunda parte. Es decir, una zambullida enorme en el mundo gallego de Emilia Pardo Bazán.
He disfrutado con la lectura y, especialmente, con la pluma descriptiva de la escritora, riquísima, algo que en la adolescencia difícilmente conseguíamos apreciar. Y no sólo los adolescentes, sino la sociedad literaria española, que tardó tiempo en reconocer el talento inmenso de Emilia, celebrado recientemente en las jornadas de la Real Academia Española, con motivo del centenario de su muerte.
No hay como resumir ni describir la experiencia de la lectura, como no se puede describir una sinfonía. Y lo que se me presentó desde el primer momento fue un magnífico concierto literario, con variantes y solos, con arpegios de dolor y gozo, donde las descripciones magníficas del paisaje -de la atmósfera gallega- se mezclan con la de los personajes sin solución de continuidad.
Lorenzo Silva: El Mal de Corcira. Ed. Destino, Planeta. Barcelona. 2020. 460 págs.
Enfrento otra entrega de Lorenzo Silva, y sus guardias civiles, pero ya sé lo que me espera por la trayectoria de sus últimos libros. Una reflexión cada vez más personal, donde más importa el fondo que la forma, y mucho más que el nudo del argumento que, confieso, casi me deja indiferente. Surge con el tiempo el filósofo-psicólogo, y desaparece el guardia civil. El protagonista se las ve con el mundo y el ser humano, y no sólo con la investigación de crímenes. La serie es cada vez menos policiaca y más antropológica. Por eso, lo que vale es la lectura, paladeándola, degustando los decires que, eso sí, no tienen desperdicio.
El subteniente Bevilacqua – Vila para los amigos y lectores-, a propósito de un crimen en las Baleares (Formentera) se transporta, en flash back, a sus primordios como guardia civil, y la lucha encarnizada contra ETA. “Sentí la necesidad de hacer algo más: intentar conocer y comprender mejor a qué me enfrentaba, tratar de aportar a la empresa algo más que mi cuerpo ofreciendo blanco en los cruces en los que a mis superiores se les ocurriera apostarme”.
En aquellos inicios, los superiores visualizan de inmediato que, por detrás del guardia novato, hay un pensador, que es el que va emergiendo a lo largo de los libros de esta serie. “He estado mirando su expediente. Se licenció en Psicología. —Todos cometemos errores. —¿Por qué lo dice? —Escogí esa carrera porque no tenía muy claro qué hacer. Creí que era una forma de profundizar en los misterios del alma humana y que de paso podía servirme para ganarme decentemente la vida. —¿Y? —Ni lo uno ni lo otro. Sobre los misterios del alma humana sigo más o menos como estaba y me tiré un buen tiempo en el paro (…) Hay en ti algo que me gusta, y me gusta bastante. Eres un tío raro, como no hay muchos por aquí. Basta con verte y escucharte, con fijarse en lo que dices y cómo lo dices. Tienes ideas propias, no te las callas y eres un observador agudo. A ratos hasta me parece que no deberías estar aquí, pero eso, lejos de disuadirme, me predispone a tu favor”.
Círculo de Tiza. Madrid. 2020. 240 págs.. Edição do Kindle.
Saltó en mi correo electrónico un email del que se podía leer el título: “Apostar por lo nuevo, solo por ser nuevo, está siendo catastrófico”. Pinché y me tropecé con la entrevista de la autora que nos ocupa. Desparpajo, modernísima, 29 años. ¿Y esta quién es? Porque si no ponen la foto en la capa igual piensas que podría ser una socióloga, una intelectual…alguien como Dorothy Parker, Janet Malcolm, Hannah Arendt…. qué se yo. Vi la foto, y no resistí : pinché de nuevo y me compré la versión Kindle. Y empecé a leer.
Se ve que a quien escribe el prefacio le pasó algo semejante. Anoto: “Conocí a Ana Iris gracias al Wifi Divino, aka Divina Providencia, que a su vez me puso en contacto con varios de sus amigos y con su vida, obra y milagros. El Wifi Divino (en adelante WD) suele llevarte a descampados, a cuartas plantas de hospitales, a la antigua casa de tus abuelos, a tu novia, a tu niñez. Ana Iris nos pone delante de nuestras narices a los padres, las madres , las muertes y los nacimientos , grandezas de la existencia que muchas veces perdemos de vista, seducidos por la brujería de turno, un lamparón en nuestra camisa o por la interesantísima programación de internet. Ana Iris nos muestra cuáles son las cosas importantes, y cómo por medio de su contemplación uno puede aprender latín , química inorgánica , religiones del mundo y admitir que los hijos de los ateos quieren hacer la comunión y los nietos de los rojos duermen abajo y arriba España”. Suculenta introducción que te mete más ganas de leer.
Torcuato Luca de Tena: “Los renglones torcidos de Dios”.Editorial Diana, S. A. – México 1981. 400 págs.
Las referencias de esta obra me llegaron por partida doble. Un amigo de hace muchos años -estudiamos juntos en el colegio- , anda metido en asuntos de cine, y me escribe comentando que estaba pensando en un posible guion sobre estos renglones torcidos….Que si tenía yo alguna idea, que lo del cine se me da bien (a lo que siempre contesto que sólo como recurso pedagógico para formar médicos, yo no trabajo en Hollywood, veo enfermos todos los días)….
Días después, y por causa de uno de esos pacientes que veo, sentí el impulso de releer un libro inspirador que recuerdo haber devorado hace más de dos décadas. Y, mira por donde, en medio de los instrumentos desafinados, tropiezo con una cita sobre los renglones torcidos. ¡Ahora no hay como escapar: voy a tener que leerlo! Y aquí estamos.
Lorenzo Silva: “Recordarán tu nombre”. Ed. Planeta (Destino). Barcelona. 2017. 495 págs.
El nombre que Lorenzo Silva se propone recodar para la posteridad es el del General Aranguren, de la Guardia Civil, que plantó cara al alzamiento militar en Barcelona, comandado por el General Goded. Este último fue fusilado tres semanas después que el golpe militar fracasó en la ciudad condal, y Aranguren tuvo el mismo destino, cuando acabó la guerra. Tanto uno como otro -que habían estado juntos en la guerra africana de Marruecos- guardan relación con los abuelos de Silva. Y lo que en el fondo le duele al escritor es el olvido en que cayeron esos dos personajes retratados en el libro: “Todo esto se decide entre dos hombres de los que, para rematar la paradoja histórica, la inmensa mayoría de los catalanes y españoles de hoy no guardan ni el más mínimo recuerdo. Dos actores secundarios de la Historia, llamados, por eso mismo, a convertirse en literatura”.
Por eso Silva se anima a escribir. “El tipo que ochenta años después escribe estas líneas no tenía otro remedio que acabar contando su historia, por múltiples y poderosas razones, que esta vez, a diferencia de otras, me disuaden además de interponer otro narrador que encarne la voz del cuento. Para rematar este prólogo, me limitaré a consignar dos de esas razones, ambas vinculadas a la sangre que circula por mis venas. La sangre no nos condena a ser ni creer nada, pero impone que ciertos asuntos no puedan dejar de concernirnos (…) Tras medio siglo de indagaciones y lecturas, prestando oídos a unos y a otros, y tratando de hacer juicio crítico del relato y la propaganda perpetrados desde ambos lados de la trinchera ideológica, esta memoria de los míos mantiene para mí su valor de soporte primordial, porque nada de lo que he averiguado y conocido me ha llevado a renegar de ellos, y menos aún a creer que fuera justo lo que para ellos no lo fue”.
Juan Antonio Vallejo- Nágera. “Concierto para Instrumentos desafinados”. Planeta. 1997. Barcelona. 184 págs.
Hace más de 20 años que leí, disfruté, y me emocioné con este libro. Una época donde iniciaba mi trayectoria como profesor de medicina. Recuerdo haber comentado algunos trechos con mis alumnos, para introducirles al humanismo médico, es decir, a la postura que todo médico tendría que adoptar. Nada nuevo; como dice mi hermana que es profesora de filosofía, “eso del humanismo médico que tú enseñas es lo que los médicos hacían naturalmente hace 60 años…..y se les ha olvidado”.
Ahora vuelvo a releer las páginas de Vallejo-Nágera, que me parecen todavía más luminosas. Debe ser el efecto de saborear situaciones que, en cierto modo, los médicos veteranos hemos tenido el privilegio de vivir también. El gatillo para sacar el libro del estante fue una charla con un amigo, que me contó sobre una enferma -la madre de otro amigo, ya fallecida.
Parece que la señora en cuestión padecía de una psicosis muy grave, y estaba ingresada con frecuencia. Los hijos no entendían como su padre -el marido de la enferma- conseguía aguantar la situación, y no la abandonaba (cosa que ellos habrían hecho, según mi amigo). Cierto día, llamaron del hospital psiquiátrico pues la paciente había engordado, y no conseguían sacarle la alianza que estaba comprimiendo el dedo anular, corriendo riesgo de perderlo. El marido y uno de los hijos fueron al hospital, y cuando se dispusieron a cortar la alianza, la enferma -que no los reconoció- gritó: ¡No! Eso no puede salir del dedo. ¡Nunca!. Fue un golpe que emocionó al marido, hizo entender al hijo, y me provocó un deseo enorme de volver a la lectura de los instrumentos desafinados.
Este Concierto que Vallejo- Nágera plasma en su libro, no se puede describir. Hay que escucharlo. Con calma, degustándolo, apreciando las variaciones de esta música que suena en registros donde nuestro oído -tan prosaico- no siempre está preparado para captar. Más que contar, o comentar, vale destacar los efectos que la música provoca, y ver si sirve para que otros puedan también afinar el oído.
Higinio, un hombre de pueblo, sin cultura pero con una finura de alma envidiable. Escribe a su médico después de recibir el alta: “No fui por la recogida de la aceituna, que aquí en el pueblo es ahora la furia de ella (…) En llegando al pueblo hube mucha soledad (…) Cuando la vi, me dije: poco he de poder o me he de casar con esa”. El psiquiatra escribe sus reflexiones: “Tiene el ritmo melódico de una sonata barroca. Milagro verbal. Proeza literaria de alguien que nunca fue a la escuela. Sin saber por qué me puse triste y te juro que jamás, Higinio, jamás he vuelto a sentirme superior ante alguien a quien el destino ha dado menos oportunidades. Ahora podías decirlo porque las habías superado gracias al encuentro con una mujer como tú. Ya lo dije, has influido mucho en mi vida”.
Los diversos relatos tienen el encanto de quien sabe ver y escuchar este concierto singular. “Creí volver a los primeros cursos de la carrera. Las reformas hospitalarias llegan siempre con retraso a los centros psiquiátricos, y aquél tenía una dotación de cinco pesetas diarias por enfermo, para alojamiento, comida, asistencia médica, fármacos, vestido y tabaco. Puede imaginarse la calidad de todo ello (…) El entierro en la fosa común tiene en esos años un costo de 17 pesetas. Si nadie lo paga, el cadáver pasa a la sala de disección. No hay que hacer un esfuerzo de imaginación para comprender el dolor de quienes no podían aportar las monedas imprescindibles para liberar los restos de un ser querido de esta tétrica desmembración final”
“En los manicomios, como en todas partes, se encuentran ángeles y demonios. Hay que saber identificarlos. A los demonios es fácil porque atormentan. Los ángeles, por ser silenciosos, con frecuencia pasan inadvertidos. Como aquel enfermo que no conseguía moverse pero tenía íntegro el intelecto: “Por favor, no se moleste, no hace falta. Dios es tan bueno que hace que de vez en cuando vea pasar un pájaro”. Ojos penetrantes, con una mirada que no he podido olvidar: (Leí unos versos, no me acuerdo del autor. Explican muy bien lo que hay que hacer): Baja, y subirás volando al cielo de tu consuelo, porque para subir al Cielo, se sube siempre bajando.”
“Las enfermedades psíquicas pueden deteriorar la mente dejando intacto el corazón. Hay locos generosos y otros mezquinos, abnegados, vengativos, sensibles, violentos, sufridos, despiadados. Todas las variantes de la bondad y malicia humanas, vestidas con el multicolor ropaje de la locura (…) Los achaques de la mente convierten a la persona en una caricatura de sí misma, con la exageración de todos los defectos del carácter. El enérgico se convierte en violento, en avaro el ahorrador, el desenfadado en grosero, y el presumido en portador de una vanidad pueril, ostentosa y ridícula (..) El paciente siempre viene buscando algo a la consulta. ¿Qué quería éste? La respuesta me tiene aún perplejo: Quería seguir amando”.
“Habían enviado del hospital dos enfermos como de costumbre, y mi improvisado sustituto decidió aprovechar aquel material docente. Parecía muy interesante la historia clínica de uno de los enfermos. El médico los desconocía ya que trabaja sólo en la cátedra y no en el hospital. Necesitando los alumnos ver enfermos para aprender, a cada clase solían acompañarme dos o tres del hospital. El viaje en la furgoneta a Madrid, la paradita en un café, la conversación con los alumnos… suponían una ruptura de la monotonía hospitalaria, que muchos pacientes codiciaban: ¿Doctor, cuándo me lleva usted a clase?
“Muchos médicos se niegan a dar al paciente los títulos que pretende poseer, con el argumento de que se le refuerza el delirio. Es una precaución innecesaria. O el enfermo sana, o no se cura. En este último caso da igual, y en el primero él mismo corrige el error. Bastantes sufrimientos aporta la enfermedad, para que los médicos nos permitamos aumentarlos (…) Con los médicos y estudiantes de prácticas en el hospital se tomaban precauciones, dando al encuentro una versión satisfactoria para el delirio del ‘Príncipe’. ‘Hay una comisión que desea visitarle, ¿acepta recibirles?’. Eran los ‘súbditos leales’ que mencionaba a su prima. Por fortuna mi maestro nos había inculcado a todos sus discípulos que un psiquiatra jamás puede juzgar a sus enfermos. Tenemos que aceptarles como son. Ayudar, sin ningún tipo de rechazo; sin tolerar que brote en nuestro ánimo el menor atisbo de repugnancia, hostilidad o desprecio. Sólo así se puede comprender”
El autor no ahorra críticas a los médicos que no asumen la postura que se tendría que esperar. “Un mal día llegó enviado por Sanidad y sin ningún derecho, una cataplasma humana con título de médico que proporcionó más quebraderos de cabeza que todos los enfermos juntos. Ignorante, rígido, suspicaz, pleitista, ineducado; desde el primer día se dedicó a plantear conflictos y a no resolver ninguno. El sentido común está muy poco difundo. Todos somos un poco lo que nos creemos, y en cierta medida logramos convencer a los demás”. Y tampoco ahorra el buen humor: “Dos psiquiatras seguidos acaban con la paciencia de cualquier alto funcionario (…) Puedo prometer, y prometo, que a los psiquiatras lo único que nos interesa es curar a nuestros enfermos y hablar mal de los colegas. Como todos los médicos”.
Ironía fina que se extiende a la educación injustamente condenada por los políticamente correctos: “Ahora se dice que estos jesuitas eran unos monstruos traumatizantes para sus alumnos-víctimas. Lo cierto es que la mayoría de sus antiguos discípulos no nos enteramos de que nos torturaban, ni ahora nos embarga el justificado rencor que se nos dice debemos sentir. Posiblemente es falta de sensibilidad o de memoria, pero… ¿de tantos a la vez?”. Y a su tierra natal, Asturias: “En sucesivas estancias en el Principado se contagió de la diabólica habilidad que los habitantes de mi patria chica tienen para motejar (…) Doña Brígida era todo un ‘quiero y no puedo’ de la apariencia y el atractivo, que dio lugar al remoquete de La glamorosa sexapilera (..) Los asturianos la emplean con crueldad despiadada. Insultan mejor que nadie. Es un deporte local”
Y naturalmente a las posturas equivocadas de quien quiere ayudar y no tiene idea del terreno que pisa. Algo que el autor comenta, largo y tendido, en su obra famosa Ante la Depresión. “Tanto los parientes como los amigos y el mismo médico acaban diciendo: ‘Lo que tienes que hacer es distraerte, salir, caminar, ir a los sitios, ver gente, viajar y olvidar esas tonterías…’. La gota de agua que hace rebosar el vaso de amarguras del enfermo de melancolía suele ser este tipo de consejos, porque con ellos se encuentra víctima de la incomprensión y de la mayor de las injusticias. Su enfermedad consiste en la imposibilidad de ‘distraerse, salir, etc.’. Un filtro maligno se ha instalado en el cerebro cerrando el camino a todo lo grato o consolador y en cambio actúa amplificando todo lo desagradable o doloroso. Por lo tanto tampoco puede ‘olvidar esas tonterías’.
Vallejo-Nágera deja claro lo que pretende con este concierto de instrumentos desafinados: “Este libro es en esencia, una muestra de lo que los médicos sólo podemos ver si nos quitamos durante unos minutos las gafas de los conocimientos técnicos, y miramos al hombre con los ojos humildes y afectuosos de un ser humano como otro cualquiera”. Magnífico gran finale para esta partitura encantadora y pedagógica del psiquiatra español, que sabe dirigir una orquesta desafiadora y entrañable.
Gregorio Marañón: Tiberio. Historia de un Resentimiento. Editor original: Mezki ePub base v2.0. 1991. 237 pgs. Editora: Espasa – Calpe Argentina. Ano: 1939. 315 páginas.
La relectura del libro clásico de Axel Munthe sobre la villa que se montó en Capri, y las historias de Tiberio -otro refugiado de la isla vecina a Nápoles- que se entrecruzan en la narrativa del médico sueco, fueron el empujón para leer este ensayo que estaba en mi lista de pendientes hace muchos años. Como lo tenía al alcance digital, no lo pensé dos veces y me zambullí en los pensamientos de Marañón, sabiendo que además de historia encontraría las análisis, siempre apasionantes, de la personalidad humana. Recordé los comentarios de un amigo historiador: decía que Marañón escribía sobre personajes históricos porque era la forma que tenia de plasmar lo que aprendía con sus propios pacientes sin faltar al secreto profesional. Un argumento que siempre me convenció. Aquí el protagonista es el emperador Tiberio, o mejor, la característica que cerca su personalidad según el médico español: el resentimiento. Ya en la introducción nos diseña los trazos del resentido: “El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra”. Es decir, resentimiento y susceptibilidad andan de la mano, y se retro alimentan. Siempre.
Julián Marías: Una vida Presente. Memorias. Páginas de Espuma. Madrid 2008. 922 págs.
Un amigo me había prestado el libro: “para que le des un vistazo”. ¿Un vistazo a más de 900 páginas? -pensaba siempre que tropezaba con el grueso tomo reposando en el estante. De repente, la pandemia nos secuestró de las actividades normales y me pareció que la foto de Julián Marías me guiñaba el ojo: ‘ahora o nunca’ quise interpretar. Y me lancé, poco a poco, a la lectura. Una corrida de fondo. Disfruté de lo lindo. Muchas historias, un aluvión de ideas, y notas que fui tomando -escogiendo, porque no se puede anotar todo lo que te llama la atención- a lo largo de varias semanas. Ahora paro para ordenarlas, y me da cierto vértigo el pensamiento exuberante, denso, del filósofo contando su vida. Ni me atrevo a salpicar de comentarios -aunque la tentación es grande- estas líneas. Quizá sólo hilvanarlas para que otros se animen a leer esta obra impactante. Pues la lectura es de por si una experiencia fenomenológica -cada uno con sus vivencias- por entrar em sintonía con el pensamiento de Marías.
¿Por qué escribir estas memorias enormes? El autor toma la palabra invocando a su maestro, Ortega: “Quisiéramos, agradecidos, devolver a la vida lo que ella nos ha dado, o le hemos arrancado; devolverlo después de meditarlo y aquilatarlo (…) La memoria es selectiva, se nutre del olvido, y este es mayor o menor, siempre cualitativo, es decir, impone una configuración determinada (…) La vida no es sólo lo que se ha hecho; es, y muy principalmente, lo que no se ha hecho pero se ha deseado, pretendido, intentado hacer y ser”.
Al inicio, como es lógico, aparece la familia: “Mi padre tenía principios morales solidísimo y nos lo comunicó, sin sermones, simplemente con la manera de hablar de ellos y, más aún, de vivir. Vivíamos con decoro, porque era el estilo de la familia, pero con suma estrechez. ….Imagínese lo que es encontrar amor desde el nacimiento. Significa, nada menos, la evidencia de que se existe”. Este “amor vital” me trajo a la memoria aquella biografía de Marías, Un filósofo enamorado,
Los estudios en el colegio y la vida cotidiana de la primera juventud: “No aprendíamos demasiadas cosas, pero aprendíamos muy bien. Ahora los niños van al colegio desde su nacimiento; yo empecé después de los ocho años y no me faltó tiempo (….) El Instituto era mixto, con chicos y chicas. No éramos muy civilizados, pero la presencia de las muchachas era un freno a la barbarie (…) Una muchacha hablaba con su novio -él en la calle, ella en un piso alto- con las manos; cada posición correspondía a una letra….me fascinaba esa manera de “pelar la pava” a distancia (…) Madrid, por aquellas fechas, a primera hora de la mañana, olía a pan caliente y a café tostado”.
Y, naturalmente, la Universidad a la que no ahorra elogios, y el despertar de su vocación: “Nuestra facultad era simplemente maravillosa, la mejor institución universitaria de la historia española, por lo menos después del Siglo de Oro, que está demasiado lejos. Enseñaban a la vez, Ortega, Morente, Zubiri, Gaos, Besteiro, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Obermaier, Ibarra, Ballesteros, Pío Zabala, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Asín Palacios, González Palencia, Pedro Salinas, Ovejero, Enrique Lafuente Ferrari, Montesinos, Lapesa….. ¿Se podría renunciar a esto, a lo que probablemente era la mejor Facultad de Europa? (….) Esta facultad era, ni más ni menos, vida intelectual, subrayando tanto el sustantivo como el adjetivo. Me descubrió mi vocación profunda, por todo aquello junto -descubrí la honda conexión, hoy tan desconocida, de todas las disciplinas de humanidades- con un centro organizador en la filosofía, desde lo cual había de mirarlo todo, que había de constituir, en una dimensión decisiva, el argumento de mi vida”.
También la universidad de verano: “La Universidad de Santander (de 1933-36) es un poro luminoso por donde España asoma al mundo. Y asoma para verlo, ciertamente….Pero al asomarse, queda erguida y se la ve desde el mundo em esa actitud tensa del mirar”. Y el gusto enorme -compulsivo, adictivo- por los libros donde consumía sus mermados ahorros: “Nada da más idea de lo que es el estado de la cultura en un país y em una época determinada como las librerías de lance, dato que los historiadores y eruditos suelen desconocer”.
“Si se quiere entender algo, lo más urgente es restablecer las proporciones reales”. Con esta tesitura, Marías introduce sus muchísimos recuerdos y vivencias de un periodo crítico de la historia española: República y Guerra Civil, de la que nos ofrece un resumen magnífico: “No es fácil medir cuánto daño a la República -a España, en definitiva- la explosión de vulgaridad y falta de cortesía del día 15 de Abril de 1931 (…) La corrupción de la lengua es uno de los factores más eficaces de corrupción social. Pronto el calificativo ‘fascista’ se fue extendiendo, y se aplicó a los moderados de cualquier tipo, a los republicanos, siempre que no profesasen opiniones extremadas; poco después vino a ser el equivalente de ‘no marxista’. Desde el otro lado, se generalizó el nombre ‘rojo’, que igualmente se fue extendiendo hasta cubrir todo lo que no era ‘fascista’ o extremamente conservador. El resultado múltiple era: acentuar la oposición; eliminar en el vocabulario político lo que no era ni una cosa ni otra, que era la mayoría; introducir un lenguaje peyorativo, que suscitaba la hostilidad y cortaba los puentes para el arreglo y la convivencia (…) Fue la sublevación la que destruyó el Estado, y al no triunfar abrió el camino para las innumerables muertes. No se me escapaba la dimensión de error, aparte de toda consideración moral, que tuvo el alzamiento, de fracaso. Y otro tanto podría decirse de las reacciones de los gobiernos republicanos. La prolongación de ambos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, eso fue la Guerra Civil”
Se dice ajeno a la política, pero no a la aguda observación del deterioro de la sociedad: “A pesar de mis pocos años, esta politización me producía viva repugnancia, fuese cual fuese el partido, y nunca caí en ella, ni de lejos (…) Padecían una locura biográfica, social, histórica. Y esta locura es terriblemente contagiosa, sobre todo cuando cuenta con el medio difusor de la propaganda (…) Subió al tranvía una mujer espléndida, de gran belleza y atractivo. Me quedé mirándola con complacencia. El conductor la miro con odio inconfundible. Pensé: ‘Cuando Marx puede más que las hormonas, no hay nada que hacer’. Aquel hombre no había visto una mujer estupenda, atractiva, deseable. Había visto una enemiga. Lo más grave era la abstracción, la substitución de la realidad concretísima por un esquema, un rótulo, una clasificación. Y esa actitud de daba, de manera creciente, a ambos lados”
Habla con sinceridad de los personajes del drama, y tributa homenaje a Julián Besteiro que se quedó hasta el final, como un caballero, sin buscar salidas menos honradas, sabiendo perder la guerra. Y de Azaña: “inteligente, pero le faltaba la forma suprema de inteligencia, que consiste en la apertura a la realidad. Por eso, la verdadera inteligencia requiere holgura , cierto grado de inocencia, de humildad, para aceptar la realidad tal como es”. Y, como innumerables veces a lo largo de las memorias, cita a su maestro: “Ortega decía treinta años después que Primo de Rivera se había hecho dictador para escribir en los periódicos”.
Las memorias se centran después en el esfuerzo por colaborar para la paz, ya acabada la guerra. Una frase contundente inaugura estos relatos: “Los justamente vencidos, los injustamente vencedores”. Y continúa: “El azar es recibido, asimilado por cada uno a su manera, y con él se va haciendo la vida propia. Lo decisivo es, siempre, cómo se toma lo que nos pasa. He tenido clara conciencia de que mi vida puede ser muy poca cosa, acaso sin gran interés, pero que tiene que ser mía: gestos, palabras, opiniones, ideas. Si no, las cosas no valen la pena (…) Escribí un artículo titulado: el papel de los republicano en la Paz, porque creía que había que intentarlo, tratar de aportar a España lo que se poseía, incluso la experiencia de la derrota.”. Ortega, fuera de España, no contestaba sus cartas para no comprometerlo. Finalmente, em Mayo de 1939, acabada la guerra, le llega la primera respuesta: “Ahora hay que reconquistar la serenidad , la gran serenidad española que azoraba tanto a los demás europeos en el siglo XVI. El gesto clásico de España fue un gesto de serenidad que llamaban los extraños la ‘gravedad española’. Sobre ese fondo como sobre una tierra firme hay que reedificar España y cada cual levantar de nuevo su vida”
El itinerario de la memoria se adentra en la actividad como escritor: “Desde muy joven; han ido de la mente a la imprenta pasado por la máquina de escribir. Creo que el hacer ‘borradores’ atenúa la responsabilidad y lleva a escribir de un modo ‘penúltimo’, provisional, sin rigor. Cuando se piensa que, en principio, aquello va a imprimirse, se escribe em serio lo mejor posible. Claro que se puede rectificar, pero no se cuenta con ello”. Y de las iniciativas académicas que se fueron organizando, como el Instituto de Humanidades del que decía Ortega : “Lo organizamos Marías y yo, porque somos dos insensatos que no tenemos nada que perder”. O de la “tertulia de la Revista de Occidente, donde se decían cosas verdaderamente interesantes, con esa generosidad tan española que ha dado lo mejor y más original en la tertulia, quizá en el café, sin guardarlo avaramente para una revista o un libro”
La filosofía , para Marías, es como “la visión responsable y todo lo que lleva consigo…Me parecía el estado de alerta, algo que se vive creadoramente, como el lenguaje, no se aplica como un código….La lengua está ahí, y cada uno la usa de manera libre y creadora, con una selección de las palabras, los matices prosódicos, los giros (…) La transmisión de una filosofía es siempre un contagio (…) Si me preguntaran hoy cuál es la dolencia más grave de la vida intelectual em nuestro tiempo, después de pensarlo mucho diría que el haber ido dejando de ser vida. Cada vez se entiende más como trabajo. (..) Claro que el trabajo es algo extraordinariamente importante, condición para casi todo, y la vida intelectual requiere una buena cantidad de él; pero no consiste en él. Añádase que el elemento de ‘comunicación’ ha venido a ser decisivo en este siglo, Los intelectuales pretende comunicar, me parece bien; pero ¿comunicar qué? El resultado es que se trabaja para comunicar, y así pertenecer a lo que se llama comunidad académica internacional”.
Muchas páginas de las memorias son dedicadas a los innumerables viajes que hizo, por motivos académicos, atendiendo a continuas invitaciones. “El conocimiento de América tuvo para mí un efecto inesperado y de gran alcance. América mostraba lo que España había sido, lo que seguía siendo al otro lado del Atlántico. Fuese lo que fuese la situación em que vivíamos, España era mucho más. No era el conocimiento libresco de la historia….era la percepción de la España pretérita em sus consecuencias reales”. Y critica la visión miope de muchos europeos: “Mi conocimiento de Estados Unidos y de Hispanoamérica no me permitía caer em esta forma estrecha de europeísmo. La condición transeuropea de España, si se daba uno cuenta de ella y se le era fiel, liberaba de esa forma de provincianismo (…) Em Estados Unidos me di cuenta de que la vegetación era allí el equivalente sentimental de las piedras viejas en la ciudades europeas, remedios contra la desolación”.
No falta aquí una consideración conocida del filósofo sobre América: “Últimamente, las instituciones oficiales españolas prefieren (a Iberoamérica, el término apropiado), o quizá imponen, el de Latinoamérica, inexacto e inadecuado. Y nunca he comprendido como ese nombre tiene aceptación en los países americanos, porque además de ser sumamente impropio -ni allí se habla latín, sino español y portugués, ni se pude decir que sus habitantes sean de raza latina-, fue acuñado y lanzado en tiempos de Napoleón III para justificar que Francia interviniese en México, para afirmar al emperador Maximiliano”.
Se incluyen, naturalmente, los viajes por España, para conocer los entresijos lo que le libró “de tener una idea abstracta, tan frecuente entre los políticos, muchos de los cuales saben muy poco del país que intentar gobernar – o gobiernan de hecho- , al cual se refieren con unos cuantos datos estadístico o unos pocos reportajes, que juzgan con algunas ideas pensadas hace un siglo o dos, en otros países, o con unas pocas cifras de aritmética electoral (…) Creo que el mundo hispánico es algo demasiado importante para estar sujeto a los vaivenes de la política, que debe reflejar la realidad de los países más que sus gobiernos, y que cuenta con el símbolo y la clave histórica que es el Rey de España, sucesor de los que reinaron durante siglos em todo ese mundo”.
También Portugal es mencionado: “ Siempre me produce placer y emoción asomarse a Portugal; una emoción “tornasolada” como decía Ortega, al verlo tan cercano, tan semejante, y sin embargo con una lejanía que nunca se ha podido superar del todo”. Y concluye: “Sin memoria no es posible la proyección, y sin memoria colectiva los pueblos son eternamente primitivos y manejables por cualquiera (….) Como decía Ortega: provinciano es el que cree que su provincia es el mundo y su pueblo una galaxia”
Y después de viajar, reflexionar para asimilar: “Después de los viajes e vivencias….Falta una operación silenciosa: dejar sedimentarse las experiencias, permitir que formaran parte de mi realidad”. Y critica la visión ‘hermética’ de algunos sociólogos: “Temo que los cultivadores actuales de esta disciplina olvidan demasiado esta enseñanza: creen más nen sondeos y estadísticas que en andar por la calles, viajar, entrar em una tienda o una iglesia, preguntar una dirección , mirar como juegan los niños, fijarse em cómo son las casas hablar con un hombre o, todavía más, con una mujer”. Recordé lo que cuentan de Ortega al recomendar a uno que le venía con dudas: lo que usted tiene que hacer es leer menos, y viajar más. Dice Marías en otro momento, comparando el viajar de hoy con los viajes innumerables de los siglos XVI y XVII con pocas posibilidades, con vida mucho más cortas: “En los viajes las facilidades y recursos técnicos y económicos no son lo decisivo, hay que pensar primera en los deseos, la curiosidad, el espirito de aventura, la ordenación de ese ‘presupuesto’ que no consiste em la riqueza sino en el tiempo, sustancia de la vida”
Otro punto fuerte: el valor de la amistad. “La amistad es posible aun con enormes distancias, cuando no se olvida que se trata de persona (..) Es muy raro que rompa con mis amigos; ni siquiera que los olvide; a veces los hay que me producen algún malestar o descontento, quizá una decepción, pero me resisto a darlos de baja, y espero”. La gratitud también, como cuando escribe una carta de agradecimiento a la compañía de aviación subrayando: “pensé que casi todo el mundo se queja cuando algo funciona mal, pero no agradece cuando pasa estrictamente lo contrario”. Y la honradez intelectual:
“Ortega nos dijo un día: siempre que vean ustedes algo absurdo (platos de ternera sin ternera, cuchillos sin hoja ni mango) busquen bien y encontrarán algún intelectual resentido”.
Nota de destaque continua es la admiración enorme por su mujer, Lolita, que muere cuando todavía le queda más de un cuarto de siglo de vida: “Lolita no colaboró en mis libros ni artículos, como es frecuente en matrimonios intelectuales bien avenidos. En lo que colaboraba era en mi vida, y por tanto, en mi pensamiento….Podemos decir que colaboraba conmigo antes de escribir; cuando empezaba a hacerlo, lo hacía enteramente solo. No tenía parte en mis libros; la tenía, decisiva, en el autor; no em que los escribiera, sí en que pudiera escribirlos”. Hasta la suegra, que admiraba, tiene destaque en las memorias: “No quiso perturbar, ni molestar a nadie, ni que se ocuparan demasiado de ello. En paz con Dios, con la convicción, creo que ni siquiera formulada, de haber hecho durante la vida lo que había que hacer, silenciosamente dejó esta vida, con la esperanza de pasar a otra en la que siempre había creído sin plantearse problemas”.
Un trabajador incansable, que da la sensación de haber leído mucho, de todo, sabiendo hacer acopio: “Cuando no se duerme mucho y no se hace vida de sociedad, los días tienen bastantes horas”. Y que escribe porque lo siente como necesidad vital: “Se piensa en el efecto que los libros producen sobre los que los leen; he meditado muchas veces en el efecto que ejercen sobre los que los escriben, sobre sus autores, que sin duda quedan modificados por ellos, si son libros personales, nacidos del fondo mismo, no desde fuera (…) Los libros que realmente cuentan para su autor se escriben de dentro a fuera, es decir, desde su intimidad”.
Y es que la intimidad es otro de los temas preferidos del filósofo: “Sin intimidad no hay vida propiamente humana. Por supuesto, no hay creación intelectual o artística. Uno de los peligros que la acechan en nuestro tiempo es que el que se dedica a ella suele andar perdido entre los recursos que se consideran necesarios, disperso entre cosas, aparatos, noticias, datos, con escasa probabilidad de entrar em sí mismo, convivir em la intimidad con los problemas o las incitaciones, dejas que se sedimenten pueda nacer algo personal. (…) El predominio de la intimidad afecta a como las cosas son vividas, pero no aísla de ellas, más bien al contrario: esa intimidad se vuelca sobre los demás -cosas y sobre todo personas-, y con ello hace la vida propia, a la cual le acontece tener una esencial dimensión de intimidad. Tan esencial, que si es muy escasa el hombre resbala sobre casi todo lo que le es ajeno, y por supuesto no lo hace propio”
Los recuerdos se agolpan a propósito de libro sobre Ortega (Circunstancias y Vocación) : “Desde que se inició la discordia en España se había tratado de eliminar a Ortega. (…) Desde la guerra civil era un estorbo, el gran aguafiestas de los dos bandos. Había producido irritación que no estuviera con ninguno, quizá todavía más que estuviera, de manera extraña, con los dos y a pesar de ellos, quiero decir con España en su totalidad, contra la discordia que los disminuía y destruía”.
“Ortega decía que todas las buenas metafísicas son metafísicas de bolsillo. Y cuando estaba em Buenos Aires, al caer la tarde, pensaba siempre en Kant. Al fin cayó en la cuente: voceaban los periódicos ¡Crítica! ¡La Razón! y esto inevitablemente evocaba a Kant. A mí me pasa algo parecido: pienso en Thomas Mann, y el motivo es que la gasolina se llama en Argentina nafta, lo que me recuerda a Naphta y Settembrini, los personajes de La Montaña Mágica”. En otro momento, un recuerdo entrañable donde figura también Gregorio Marañón, amigo de ambos: “Ortega estaba muy enfermo en Paris. El cirujano francés le preguntó a Marañón: ¿Voy a hacer una operación o una autopsia?. Marañón le contestó: Es celtíbero, opere usted. Después se quedó perfectamente, incluso con mejor color que antes”.
La reconstrucción democrática de España, la vuelta de la Monarquía es otro apartado amplio de las memorias. Marías fue designado senador por decisión del Rey. “La Monarquía era la única manera de la que se podría esperar una superación de la Guerra Civil y sus larguísimas consecuencias. Podría ser una nueva legitimidad, renovada con el consenso nacional, que daría vitalidad a la legitimidad de tantos siglos de historia. ¿Y don Juan? Cuando Marías se lo preguntó directamente al Conde de Barcelona a quien apreciaba y trataba, recibió esta respuesta “No voy a ser un rey carlista”.
Deseo de colaborar por sentir el deber con España porque, como decía Danton “no puede uno llevar a la patria em la suela de los zapatos”. Comenta la importancia de los exilados que retornaban, y “que fueron importantes para rectificar la noción difundida por el mundo, según la cual, en España no había más que curas y militares”. La vida como historia, tema recurrente con sabor Orteguiano: “Creo que la ignorancia histórica es la causa de un incalculable número de errores y de la mayor parte de los abatimientos y desánimos; por eso la fomentan los que quieren desmoralizar a los pueblos y dejarlos indefensos y manejables. Lo que me preocupaba era la destrucción de las posibilidades, la obturación del futuro”.
Vida que se hace historia, y un motor imprescindible: la ilusión: “Cuando la vida se convierte en pura angustia, cuando se cierra el horizonte, cuando cada día no promete nada, lo único que le permite seguir y fluir es el deber; pero eso no basta para que la vida tenga algún sentido, por doloroso que sea, y resulte vividera, condición de que tenga alguna fecundidad. Hace falta que vuelva a funcionar la expectativa, que se pueda hacer el balance de cada día desde el punto de vista de aquello que constituye el más auténtico motor de la vida humana: la ilusión”.
Finalizo esta relación que se me antoja ahora deshilvanada por ser tantos los hilos, destacando la integridad de carácter de Julián Marías, su compromiso vocacional, su fidelidad a la trayectoria que entendía debía seguir: “ El hombre elige durante toda la vida -no ha enseñado otra cosa Ortega- pero hay que preguntarse qué. No lo que soy, ciertamente, sino quien voy a ser. El hombre no elige su circunstancia, con la cual se encuentra, ni tampoco su vocación, que lo llama; elige seguirla o no, pero la vocación misma no: no le es impuesta, pero le es propuesta”. Por este mismo motivo decía que la pregunta a ser colocada delante del público que iba a sus clases y conferencias no era ¿qué va a pasar?, sino ¿ qué vamos a hacer? Un saludable inconformismo que, al visitar Israel le lleva a anotar: “Yo creo que la fuerza del pueblo judío radica en su capacidad de desconsuelo, al contrario de lo que vemos en que casi todas las personas son capaces de consolarse de todo”.
Una integridad que delante de los descalabros que se contemplan a diario le lleva a escribir: “Pensé qué estaba ocurriendo en el mundo, qué extraña mezcla de estupidez y beatería estaba difundiendo la convicción de que se puede hacer cualquier cosa, que la imposición de toda norma es ‘represión’, que los ‘derechos’ son primaria o exclusivamente de los delincuentes. Pequeños grupos de malvados, eficazmente secundados por otros algo mayores de imbéciles, o una combinación de ambas cosas, están llevando hacia atrás al mundo, ante la pasividad de la mayoría, que no se atreve a discrepar, a llamar a las cosas por su nombre”.
Un hombre que supo también ser un interlocutor impar con todos, mirándose cara a cara. “No he consentido nunca em dar una conferencia -por ejemplo, en un teatro- con las luces de las sala apagadas, sin ver las caras”. Y eso que lo que tenía siempre en mente era cumplir su deber, ser fiel a su misión, y no lo que otros podrían pensar de él. Como le dijo alguien en cierta ocasión: “su fuerza consiste en que no le interesa la popularidad”. Las palabras del filósofo sirven de punto final para esta relación deshilachada, con un recado importante que nos sirve a todos: “Sería menester saber más cosas; pero sobre todo pensar: es la única forma de digerir lo que la vida nos da”. Reflexionar es la enzima que ayuda a digerir las vivencias. Es lo que nos enriquece, nos hace crecer, nos torna sabios.